Para quienes no
han visitado Australia, comprender las distancias, la vastedad del continente,
resulta difícil. Si llegas al país en avión, cuando el aparato procedente de algún
aeropuerto asiático o del Oriente Medio empieza a volar por encima de la costa
del noroeste, has de saber que te quedan todavía cuatro horas y media hasta
llegar a Sydney o Melbourne. Esas cuatro horas y pico, el avión va a estar
cruzando la enorme extensión desértica del corazón de Australia.
Leerse este libro
de Steve Morton equivale prácticamente a hacer una asignatura de un curso de
posgrado en ecología del desierto australiano. Es, en cierto modo, un libro de
texto a la vieja usanza, con la salvedad de que el autor incluye anécdotas
personales y valoraciones subjetivas sobre el tema que trata. Morton adora los
ecosistemas de los desiertos australianos, que son numerosos, bastante
diferentes entre sí y completamente diferentes de otros desiertos, tanto los
septentrionales (p. ej., el Sahara) como meridionales (Atacama).
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«…cómo estos animales pasan meses y años enterrados en una suerte de cámara bajo la tierra, esperando la oportunidad de que se dé un breve encuentro con el mundo que hay arriba. Un amigo me sorprendió al lanzarme esta pregunta: “¿Y para qué? ¿De qué sirve un animal que se pasa el 99 % de su vida enterrado y aletargado?” En mi respuesta, le apuntaba que se le había presentado de forma real la evolución, que el punto del modo de vida de la rana excavadora es sencillamente que funciona. Y es por esta razón que nos fascinan los desiertos. En el más inclemente de los lugares, los resultados de la evolución se hacen más evidentes, tal como nos demostraba el ejemplo del insólito milagro de la rana excavadora». (p. 17, mi traducción) Fotografía de Michael Barritt y Karen May. |
En poco más de
doscientas cuarenta páginas Morton sintetiza décadas de investigación, trabajo
de campo y decenas de miles de horas de observación y estudio. En nueve
capítulos, el ecólogo analiza la flora, la fauna, los suelos, las masas de
agua, su creación, persistencia y desaparición y las consecuencias que ésta
tiene. Dos elementos son constantes en la explicación que da Morton de los
desiertos australianos: 1) que la impredecibilidad de la precipitación lluviosa
marca el curso de la vida de prácticamente todas las especies de los seres
vivos en estos lugares; y 2) que la gran carencia en nitrógeno y fósforo de los
suelos del interior de Australia ha determinado la evolución de la flora, que a
su vez influye de forma decisiva en la fauna a la que da cobijo y alimento.
En años recientes
se ha hecho más que evidente que la atmósfera del planeta se está calentando, y
Morton incluye la siguiente advertencia hacia el final del libro: «El impacto
del calor estival es agobiante para los seres humanos, puesto que el tamaño de
nuestros cuerpos hacen difícil el esconderse del sol y del calor. La
supervivencia depende de nuestra capacidad para cobijarnos del sol, que resulta
ser el principio adoptado por la mayoría de los animales de la Australia árida.
Los animales más pequeños, tanto los invertebrados como los vertebrados, se
ocultan en madrigueras y oquedades, y muchos de ellos limitan su actividad a la
noche. Los mamíferos más grandes —el ganado, los dingos, los humanos y los
canguros— deben buscar la sombra de árboles o cuevas. Las aves son inusualmente
resilientes al calor porque su temperatura corporal normal de 41ºC es tres
grados superior que la de los mamíferos, lo que les otorga un colchón
envidiable; aun así, las aves comienzan a sufrir a temperaturas superiores a
los 45ºC. Durante el día, el estrés térmico del verano es un riesgo constante
para los animales vertebrados activos». (p. 229, mi traducción)
Australian
Deserts ofrece una
abundancia de detalles sobre especies, lugares e interacciones entre los
distintos componentes que integran ese ecosistema que describe. Y destaca
especialmente la importancia que el fuego como técnica de dominio del medio
ambiente ha tenido en la antiquísima cultura indígena: «Con frecuencia, los
debates en torno al fuego implican una mezcla de ciencia y cultura. La gente de
ascendencia europea muchas veces albergan muchas dudas respecto al fuego:
parece una creencia implícita que una tierra ennegrecida es algo malo. En
cambio, recuerdo ver el gozo en los rostros de las mujeres Warlpiri en Papunya
mientras iban prendiendo fuego para luego cazar varanos gigantes, y así hacer
una buena limpieza del terreno. Pienso que sería prudente intentar comprender
el lugar por sus propios méritos en vez de reflejar inconscientemente una
cultura septentrional europea que todavía se está adaptando a la realidad de
una Australia que es propensa al fuego. La tierra donde crece la hierba spinifex
arde porque es lo que ha hecho durante millones de años. La gestión de las
extensiones altamente combustibles y muy poco pobladas de los desiertos
occidentales australianos requiere un cierto grado de aceptación de incendios a
gran escala». (p. 67, mi traducción)
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«El pergolero moteado occidental es un curioso personaje entre las aves frugívoras. Depende de la higuera de roca, un inusual árbol que posee follaje denso y brillante y que está confinado a riscos y desfiladeros. Las higueras de roca producen al menos algo de fruta todo el año, y a estos pájaros les encanta su fruta, lo que explica la estrecha relación entre planta y ave. Los pergoleros moteados occidentales parecen ser pájaros sedentarios, que se mueven en un ámbito local en respuesta a la producción de fruta por parte de las higueras. Son polígamos, y como es el caso en la mayoría de los pergoleros, la hembra construye el nido en un arbusto, con frecuencia en el interior de una planta de muérdago, donde cuida en solitario a las crías. Para atraer a las hembras y copular con ellas, el pergolero construye un emparrado en forma de pérgola con hierba y palitos debajo de un matorral, y luego lo decora con bayas verdes o blancas, conchas de caracoles, piedrecitas, huesecillos y objetos fabricados por el hombre. Se encarga del emparrado todo el año, pero la crianza tiene lugar sobre todo en los meses más cálidos». (p. 96-7, mi traducción) Fotografía de JJ Harrison. |
A veces sorprende
con propuestas que parecen ser contrarias al espíritu ecologista del que hace
gala en todo el libro: «La introducción de más escarabajos peloteros casi
seguro ayudaría a reducir esta peste [las moscas del outback
australiano]. En el sureste y suroeste de Australia, se produce una mayor
mortalidad de moscas allí donde los escarabajos peloteros introducidos son
abundantes, porque sus actividades causan que los excrementos se sequen más
rápido y se mueran los huevos y las larvas. […] A lo sumo, los escarabajos
peloteros reducen a la mitad la duración y la intensidad de las plagas de
moscas. Los que vivimos en el Outback nos beneficiaríamos de que se
introdujese una mayor gama de escarabajos peloteros». (p. 139, mi traducción)
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«… las chinches asesinas son habituales en los desiertos. La mayoría tienen la apariencia de una mantis religiosa, con las largas patas delanteras levantadas delante del cuerpo erecto para poder extenderlas repentinamente y atacar. […] Tras realizar una emboscada con éxito, una chinche asesina perfora a su víctima con su fuerte probóscide, a través del cual inyecta una especie de saliva que inmoviliza a su presa. Las toxinas deben de ser ciertamente poderosas, puesto que con frecuencia las chinches asesinas matan insectos de tamaño sustancialmente mayor que ellas mismas». (p. 154, mi traducción) Fotografía de TJ Eales. |
Es un maravilloso
compendio de estudio, erudición y observación que tardará muchos años en ser
superado.