Robert Drewe, Montebello (Melbourne: Penguin, 2012). 291 páginas.
Para los nacidos
décadas después del inicio de la Guerra Fría es muy probable que la posibilidad
de una guerra atómica total, que hubiera acarreado la destrucción mutua
irreversible a los dos bloques geopolíticos de aquella época, nunca les pareció
demasiado real, mas para la gente que se crió en las décadas de los 50 y los 60
ese escenario final fue algo realmente plausible y demasiado creíble. Quizás no
sean muchos los australianos que tienen conocimiento de las pruebas nucleares
que los británicos realizaron en el remoto archipiélago de las islas Montebello
a principios de la década de los 50. El entonces Primer Ministro, Menzies, les
dio a los militares británicos prácticamente carta blanca para hacer lo que les
viniera en gana, y en el transcurso de varios años varias explosiones nucleares
arrasaron las principales islas del archipiélago. Además de aniquilar la fauna
local, la radioactividad se cobró finalmente las vidas de muchos soldados
australianos, cuyo atuendo consistía en pantalones cortos y sandalias, expuestos
a las explosiones – básicamente utilizados por nuestros amigos británicos como ratas
de laboratorio.
Montebello viene a ser una secuela de The Shark Net (2000) la autobiografía de Drewe. Como es el caso de
su antecedente, este libro cuenta con un ritmo narrativo y una amplitud de
miras muy gratificantes, si bien algunos de los episodios entrelazados en el
conjunto parecen un tanto fuera de orden, cuando no totalmente ajenos. Pero Drewe
tiene un gran sentido del humor, el cual, junto con sus agudas descripciones,
no solamente de las islas sino también de otras partes de Australia Occidental
de las que hace mención, hacen de Montebello
una placentera lectura. Drewe es incisivo como un buen periodista de
investigación, serpenteando con habilidad desde los recuerdos de su niñez a su
vida adulta, pasando por una adolescencia desasosegada, al tiempo que roza
apenas temas muy candentes de la Australia actual.
También puede
hacer alusiones a sus fijaciones más personales. El capítulo que sirve de
introducción a Montebello es una
peculiar historia, un peligroso encuentro con una serpiente (muy venenosa como
casi todas en Australia) durante ‘una noche oscura y tormentosa’ (p. 1). Armado
con la espátula de la barbacoa y sumamente preocupado por la posibilidad de que
el ofidio se introduzca en el dormitorio de su hija, derrota a su enemigo.
El episodio lo
narra Drewe en clave irónica, del mismo modo que cualquier experiencia de
peligro de la que uno se salve por los pelos puede retrospectivamente considerarse
cómica. Pero Drewe la ve como un momento definitorio. Puede que uno de los más
importantes rasgos que todo escritor debe tener es la capacidad de reírse de sí
mismo: Drewe es estupendo en la ironía. La aventura con la serpiente en su casa
da paso a una confesión, la de su obsesión por las islas.
Explica que su
apego a las islas es en parte consecuencia de la literatura a la que estuvo
expuesto cuando era niño: “Las islas mostraron su poderosa presencia en mi vida
tanto como lo habían hecho en mi imaginación. De niño me atraían los relatos de
náufragos” (p. 39, mi traducción). Naturalmente, menciona los clásicos que
siguen capturando la imaginación de todos los niños: Robinson Crusoe, La isla del tesoro, La isla de coral y El
Robinson suizo, y también títulos como La
isla del Dr. Moreau y El señor de las
moscas. Pero fue la pequeña isla de Rottnest frente a la ciudad de Perth
que parece haber atrapado el corazón de Drewe para siempre y que le convirtió a
la islofilia: “mi islomanía creció cuando descubrí la isla de Rottnest cuando
era un jovenzuelo…donde los jóvenes de Australia Occidental perdían la
virginidad…ellos (bueno, yo) conferían a esta isla desierta en particular a
unos veinte kilómetros del continente una cualidad sensual que no les resultaba
tan prontamente evidente a los extranjeros o a los procedentes de los estados
orientales.” (p. 43, mi traducción)
Cuando por fin le
dan el visto bueno para que se sume a la expedición de ecologistas
gubernamentales que van a completar un proyecto de repoblación de especies en
el archipiélago, Drewe exprime al máximo esta excelente oportunidad para seguir
escribiendo sus memorias. Sus observaciones le otorgan un valor irónico añadido
al relato de sus expediciones y experiencias en el campamento insular:
«[E]l alcohol nunca
está lejos de tu mente en este sitio. Al comprobar que había pocos rasgos
identificados en los mapas para ayudarles en la navegación durante las pruebas
nucleares, los británicos se aprestaron a bautizar las calas y ensenadas del
archipiélago de las Montebello. A todas les dieron nombre de algún tipo de
bebida alcohólica: Hock, Claret, Whisky, Stout, Cider, Champagne, Chartreuse,
Burgundy, Chianti, Drambuie, Moselle y Sach. También le pusieron nombre a Rum
Cove [Cala del Ron] y a las lagunas Sherry y Vermouth. Es cosa muy apropiada el
hecho de que haya un promontorio denominado Hungover Head [Punta Resaca].» (p. 82,
mi traducción)
Mientras critica
las razones que llevaron a realizar un programa de pruebas nucleares en ese remoto
rincón del mundo, Drewe recuerda los episodios coetáneos de su juventud en Perth:
ataques de tiburones, enamoramientos, lesiones deportivas. De ser niño a ser un
joven y luego convertirse en hombre – y su decisión de hacerse escritor; es un
relato contrapuesto a la fascinante narración del trabajo que lleva a cabo el
grupo de medioambientalistas en el archipiélago y su feliz concienciación de
que el programa de reintroducción de especies nativas ha comenzado a tener éxito
tantos años después de la destrucción atómica que tuvo lugar en las islas.
A pesar de la remembranza
de muchos sucesos trágicos, tanto pasados como actuales, que Drewe incluye en el
libro, Montebello aporta una visión mayormente
positiva de la vida – la idea viene a ser que de lo caótico y de lo destructivo
pueden surgir una nueva vida y la belleza. Pero Drewe nos recuerda asimismo – unas
veces en clave de humor, otras con un tono más sombrío – que debemos tener muy
presentes los muchos peligros que pueden surgir de la nada, incluso en medio del
entorno más agradable y placentero.
Hay también espacio
para la reflexión. Dice Drewe: «Ese chico idealista de trece años, ese que quería
ser amigo de todos los pueblos, que quería tocar con la trompeta La Vie En Rose para las chicas y
prohibir la bomba atómica, hubiera preferido que hubiera una dura lección para
la humanidad […] no sabía si debía sentirse contento […] o confundido como
siempre.» (p. 283, mi traducción). Me atrevo a sugerir que quizás ese estado permanente
de incertidumbre que sentimos por vez primera en la adolescencia es esa dura lección
que podemos extraer de cada una de nuestras experiencias vitales.
Versión en
castellano de la reseña publicada en inglés en Transnational Literature Vol. 7 no. 1, November 2014, que puedes
descargar como PDF aquí.