Hernán Rivera Letelier, El arte de la resurrección (Madrid: Alfaguara, 2010). 254 páginas.
A
principios de abril de 1993, cargando a mis espaldas con una voluminosa mochila
en la que llevaba al menos un par de kilos de madera petrificada de la
Patagonia argentina llegué poco después del mediodía a San Pedro de Atacama, un
pueblecito que por aquella época comenzaba a ser parada obligatoria para
mochileros y otros turistas, y donde a las once de la noche los carabineros (de
buenas maneras) cerraban el único bar que abría hasta tarde, en el cual siempre
había alguien dispuesto a tocar alguna canción de Serrat para entretener al
personal a la luz de unas velas (la luz desaparecía de sopetón a eso de las
diez).
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El desierto de Atacama, en 1993. (c) Jorge Salavert |
Atacama es una región extraña: un desierto donde nunca llueve; el agua que baja de las cumbres nevadas de los Andes lleva altísimas concentraciones de minerales que le dan un sabor terrible. Es asimismo un lugar que ha tenido fuertes altibajos económicos a lo largo de su historia, dependiendo de la explotación de sus muchos recursos mineros.
Es en esta parte del mundo donde Rivera Letelier sitúa su novela, en la década de los 40 del siglo pasado. El protagonista está basado en un personaje real, un locuelo de nombre Domingo Zárate Vega, que se hizo llamar el Cristo de Elqui, y que recorrió Chile de arriba abajo (la única manera posible de recorrer Chile) predicando y exhortando a sus feligreses al arrepentimiento.
Rivera Letelier toma a este personaje e introduce a la prostituta beata Magalena Mercado, meretriz principal de la oficina salitrera ‘La Piojo’. El Cristo de Elqui acude hasta allí obsesionado con la idea de hacerla su compañera de peregrinaje. Lejos de ser el azote de los pecadores, este Cristo es fornicador compulsivo, defensor de los derechos de los obreros, charlatán profesional y recetador de curas herbales para todo tipo de males y enfermedades.
Rivera Letelier trata al protagonista con una mezcla de socarronería y ternura. En el primer capítulo nos cuenta cómo un grupo de mineros le gastan una cruel broma al hombre santo cuando se presentan ante él con un compañero que, le dicen, ha caído fulminado de un ataque después del almuerzo. Personaje quijotesco y entrañable, el Cristo de Elqui mide la realidad desfavorable que le rodea con destellos de locura, y el autor sabe rodearlo de personajes extravagantes (el viejecito don Anónimo, el de la escoba con la que barre el desierto, es todo un hallazgo).
El punto de vista narrativo en El arte de la resurrección cambia según los capítulos, adoptando ángulos que hacen del relato una experiencia amena, fluida y llena de humor. El empleo de localismos puede suponer algún problema para el lector no familiarizado (recomiendo esta página web para hacer tus consultas, que te verás obligado a hacer si no eres chileno).
En esta exquisita narración siempre está presente el paisaje atacameño: una tierra seca, dura e impracticable, en la que solamente la línea del ferrocarril es un referente fiable. Hoy en día automóviles, camiones y motocicletas recorren el desierto en otro peregrinaje todavía más absurdo que el del Cristo de Elqui, un peregrinaje anual absurdamente llamado Dakar.
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Una vivienda imposible en mitad del desierto (c) Jorge Salavert, 1993 |
No es una novela impecable. No todos los capítulos resultan igual de atractivos, y alguna que otra vez Rivera Letelier le endiña al lector un ripio estilístico tan reseco como las calicheras del desierto que describe: “el sol apareció por el lado de los cerros radiante y redondo, exacto como un Longines de oro” (p. 116). No creo que recibiera pago alguno por el símil anterior, ni que el ínclito Zaplana haya leído el libro.
Una última anotación, un sonoro cachetazo para Alfaguara, por permitir que cosas como ésta se impriman y pasen el control de calidad exigible a una industria que cobra caros sus productos (los libros): “para darle un soplo de aliento a esos seres humanos que, desesperados, al borde del suicidio, no hayan dónde aferrar su poquito de vida.” (pp. 239-40). La cita anterior, señores de Alfaguara, es impresentable. You gotta lift your game.