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5 may 2012

Narcosis, un cuento de Meg Mundell, en Hermano Cerdo

Un soberano de oro de 1914 - Sant Jordi i el Drac

Se publica esta semana en Hermano Cerdo mi traducción al castellano de un estupendo relato de la escritora neozelandesa afincada en Melbourne Meg Mundell. En 'Narcosis', Mundell narra en primera persona un episodio de tintes dramáticos. Hannah es una mujer que recientemente ha perdido  a su compañero; como para retomar el contacto con el mundo y la vida social, decide acompañar a su amiga Lucía en una expedición submarinista, que explorará los restos de un naufragio de principios del siglo XX.

Mundell publicó el año pasado su primera novela, Black Glass, que reseñé aquí. Mientras que Black Glass estaba ambientada en una Melbourne distópica y narraba las aventuras y desventuras de dos hermanas separadas tras una catástrofe familiar en el entorno duro y hostil de un futuro no tan disimilar del presente en algunos aspectos, 'Narcosis' explora en las reacciones de la protagonista tras sufrir un episodio que la pone en serio peligro.

Por suerte para ella, saldrá indemne. 

Así comienza 'Narcosis':

Nos dejamos caer hacia atrás, en el océano, mientras hacíamos con la mano ese típico gesto del okey para la cámara. Más tarde volví a visionar esas imágenes varias veces, pero nunca terminaban de parecerme precisas: no éramos más que aletas, nos movíamos sin elegancia, brazos y piernas sin garbo alguno, sonrisas forzadas tras la boquilla, una entrada calamitosa que rompía la superficie del agua. En nada parecida a esa gracia pausada y algo empalagosa de cuando una está bajo el agua. 
Ese día bajamos cuatro: mi vieja amiga Lucía y su marido, Will, mi ambivalente yo y un hombre llamado Mick, un antiguo minero de ópalos con bizquera de alcohólico, a quien desde el primer momento parece que le caí fatal. Lo había notado cuando nos presentaron en el puerto deportivo antes del amanecer, y el sentimiento fue mutuo al instante. Ese es el problema de los misántropos, pensé: saben perfectamente cómo reclutarnos a los demás.

Como siempre, espero que te guste. Puedes terminar de leerlo aquí.

19 jul 2011

Reseña: Black Glass, de Meg Mundell


Meg Mundell, Black Glass. Melbourne: Scribe, 2011. 281 páginas.



Haciendo un uso laborioso y perspicaz de un acontecimiento real, la cumbre de los ministros de economía y de los gobernadores de los países del G-20 en Melbourne en noviembre de 2006, Meg Mundell construye en su primera novela una utopía negativa; es decir, lo que en inglés se conoce como ‘dystopia’ (distopía, palabra que el DRAE, absurdamente, no recoge todavía). Mundell la ubica en una ciudad dividida en zonas con mayor o menor control y vigilancia por parte del gobierno. La sociedad de esta futura Melbourne, una ciudad que alberga partes totalmente dilapidadas, se divide entre los documentados (los ciudadanos de pro, con derecho al trabajo legítimo) y los ‘undocs’, los indocumentados, sin derechos y por tanto sospechosos mientras no puedan demostrar lo contrario. Los peores aspectos de la sociedad contemporánea parecen haberse adueñado de la vida en este mundo futuro.
En la lectura de Black Glass no hay que olvidar el curioso preámbulo, que cita el ficticio (por ahora) artículo 18(b) de un código o una ley, y que nos dice: ‘No existe ningún requisito legal que obligue a hacer entrega de un conjunto completo de datos personales a la Base de Datos Nacional para la Documentación de la Identidad. Sin embargo, toda persona cuyos datos completos no estén registrados en la Base de Datos y no hayan sido actualizados tal como se estipula por el presente, pueden perder el derecho a ciertos beneficios, privilegios y derechos señalados en las pertinentes leyes nacionales e internacionales’.
Las principales protagonistas de Black Glass son dos hermanas, Grace y Tally (Tallulah), menores de edad y huérfanas (cabe suponer) de madre. Tras la muerte de su padre Max en una explosión accidental (un tipo taciturno, que se dedicaba a la fabricación de drogas de diseño), las dos adolescentes huyen por separado, pero se dirigen a Melbourne, donde esperan encontrarse. Allí, cada una por su lado, tratan de sobrevivir en un mundo hostil.
La trama nos lleva desde los casinos lujosos y edificios de oficinas a los recovecos más lúgubres y tenebrosos de esta ciudad futurista. Es una trama un tanto deslavazada: la narración se va construyendo a partir de notas, correos electrónicos y apuntes narrativos en tercera persona. Aunque un tanto caótica, no deja de tener una chispa de vivacidad.
Una de las subtramas más interesantes es la de Milk, un tipo extraño y reservado, cuyo trabajo consiste en crear ambientes propicios a los intereses de quien le paga. En la jerga de la novela, a Milk se le conoce como un ‘moodie’. Mediante esencias, aromas, colores, luces y sonidos subsónicos, este alquimista contemporáneo crea ‘ambientes’: en el Casino donde trabaja, escondido tras un ventanal negro, propicia las apuestas arriesgadas de clientes, que lo pierden todo al ‘oler’ la suerte.
El paisaje urbano que propone Mundell es, por lo demás, realista: la publicidad es dominante en el mercado, lo rige todo; los productores de los programas informativos no quieren informar; la armonía social está quebrada por la desigualdad económica; el inicuo gobierno vigila a la población con cámaras, y trata de controlar a las masas con las técnicas de Milk, influyendo en ‘el modo en que se percibe un espacio, se siente o se recuerda’.
Sin embargo, la sensación de que la trama carece de un rumbo previsto es palpable. De hecho, la narración de las vicisitudes por las que atraviesan las dos hermanas parece una recopilación de anécdotas más que una historia propiamente dicha, y es ahí donde falla Black Glass. El formato un tanto experimental, que no innovador, sí permite indagar en cuestiones de cierto peso y mucha relevancia actual. Por mencionar dos ejemplos: ¿es la podredumbre claramente percibida en los medios de comunicación de masas (News Corp) y en la clase política (Generalitat Valenciana) el resultado del fracaso del estado democrático y su defensa de la libertad pública? Ni siquiera Milk con sus extraordinarias esencias atenuantes podría enmascarar el hedor que surge de ciertos entornos.
Como dijo alguien hace unos cuantos siglos, ‘something’s rotten in the state’, pero no necesariamente el de Dinamarca.
El texto que sigue es del primer capítulo de Black Glass, una primera novela cuya lectura es amena y en general fácil, pero difícil de encasillar en un género preciso: en mi opinión, no es ciencia ficción, puesto que las situaciones descritas son inquietantemente actuales. Que lo disfrutes.


Capítulo Primero
Muerte de un químico

[Tally: Anotación en diario]
Justo antes de que suceda lo malo, siempre hay un pequeño aviso, una solamente tiene que prestar atención. Yo ya los he visto: un guante negro que alguien ha perdido junto al río, un naipe solo, tirado boca abajo en mitad de la calle. Una vez vi un gatito negro que había perdido uno de sus ojos y que llevaba un pajarito blanco en la boca. El pájaro no se movía, y va y el gato tuerto se quedó mirándome – y luego resultó que hubo un funeral al que tuvimos que ir. Y además otras cosas, como las flores que alguien se deja en un jarrón, o vivir en una calle sin salida cuando el rótulo de la calle ha desaparecido y una ni siquiera sabe dónde está, así es, Grace y yo sabíamos las dos que ésa fue una muy mala idea, pero ¿nos escuchó Max? Nones. Una no puede dejar que cosas así le dirijan la vida pero una quiere quedarse al margen de todo eso, una quiere tocar madera o alejarse sin más muy rápido y sin mirar atrás.


[Tally | Grace | Max: Vehículo matrícula FHE693]
Tally sabía que algo iba a salir mal. Por un lado, había habido algunas pistas, su padre había escogido un punto negro en la esquina derecha del mapa, un punto que estaba lo más al norte que nunca habían estado, y que apenas estaba en el mapa: Belton, decía en letra diminuta. Una línea férrea se apartaba al acercarse y luego desaparecía de la página.
Y los vidrios rotos. Cada vez que se mudaban de casa, había siempre unas cajas determinadas que las chicas sabían que no debían tocar. Max las marcaba poniéndoles encima con un rotulador grueso negro un garabato que decía Taller. Pero aquella noche, a última hora, cuando las panzudas palomillas topaban contra en las ventanas y Tally y Grace estaban guardando cubiertos y envolviendo platos con papel de periódico, su padre había entrado en la cocina sujetando una de esas cajas, que alguien – alguien que no era él – había dejado caer sin cuidado en el remolque. La dejaba caer encima de la mesa con una fuerza calculada, para que todos pudieran oír que algo caro estaba roto en su interior. Desde aquel sonido tintineante, apenas había dicho palabra.
En tercer lugar, estaba el poli – no es que los polis fueran algo inusual, pero este había aparecido de la nada, igual que lo hace una araña, o una premonición.

Se fueron en silencio antes del amanecer y habían estado conduciendo todo el día, la lona impermeable iba batiendo un ritmo caliente y aleatorio contra el remolque. Cada cierto tiempo, una de ellas miraba hacia atrás para comprobar que nada se hubiera soltado y caído en la carretera.
Atravesaron largos tramos de un vacío pardo roto por breves destellos de color apagado: un restaurante de carretera rosáceo, un grupo de casas de color pastel, un perro solitario que movía el rabo mientras sonreía cara al viento. Todo el paisaje estaba como apabullado por el calor, el aire arrastraba una fina calima de polvo. De vez en cuando pasaban por delante de una línea de cepas ennegrecidas, los restos de otro incendio forestal.
Max y Grace apenas hablaban aquel día. Los dos llevaban puestas sus nuevas y baratas gafas de sol, compradas en silencio del mismo estante en una estación de servicio: Las de Grace eran unos elegantes hexágonos (Paparazzi, decía la etiqueta que colgaba de ellas); Max escogió unas grandes y con patillas anchas que no dejaban pasar la luz por los lados.
Su padre conducía a un ritmo constante, con una lata de vodka con frambuesa metida entre los muslos, llevándose pequeños sorbos a la boca. Grace se había estirado en el asiento trasero, y su largo pelo rojo ondeaba junto a la ventana abierta, y de vez en cuando tatareaba alguna melodía acompañando a la radio.
Asomada a la ventana del copiloto, Tally tenía el brazo extendido contra el aire caliente. Llevaba una pequeña cámara plateada en el regazo. De vez en cuando la levantaba y enmarcaba contra el cielo algún árbol muerto, o la forma baja de algún granero, una mujer que hacía trotar a un caballo en pequeños círculos.
Había sido cuestión de pura suerte. La noche anterior, mientras llevaba a casa un paquete de patatas fritas calientes para la cena, el hombre viejo que vivía cerca de la tienda de comida para llevar se había asomado en el porche y le había hecho un ademán urgente para que se acercara. ‘Jovencita, ven, acércate, tengo una cosita para ti.’ En sus manos centelleaba una forma plateada. Tenía pinta de ser una chica lista, le había dicho él. ¿Había usado alguna vez una cámara? Hacía calor. Tenía unas Pepsis en la nevera. También tenía un libro de fotografía dentro de casa. ¿O a lo mejor le gustaría tomar prestada la cámara? Solo prestada.
El viejo esperó, con el aliento entrecortado y la mirada pálida y vacía. Tally se quedó clavada en los escalones del porche, pero se puso el paquete debajo de un brazo y le dejó que pusiera la cámara en la palma de la mano extendida. Pesaba menos de lo que parecía. Se la llevó a la altura de los ojos, se dio la vuelta para enfocar la escuela, el campo de fútbol, la seca hierba dorada por el sol y las bruscas sombras que había entre los edificios.
‘Papá tiene hambre, se me van a enfriar’, le dijo ella abruptamente. La cámara le encajaba perfectamente dentro de la mano; cerró el puño sin ofrecerse a devolverla. ‘¿Puedo jugar un poco con esto? Se lo traeré después de la cena'.
‘Tu papá, eh’, dijo el viejo con frialdad. ¿Y a qué se dedica tu papá?’

A la mañana siguiente se habían marchado de la casa alquilada, y con el coche se habían adentrado en la semi-penumbra, acompañados por los chirridos que el peso del remolque le causaba al coche. El pueblo estaba en silencio, el porche del viejo estaba vacío. Ni Max ni Grace se molestaron en preguntarle de dónde había sacado la cámara. En cuanto se hizo de día se dio la vuelta, encuadró a Grace que miraba fijamente por la ventana y apretó el botón: la piel pálida, el pelo rojo, unas gafas oscuras que ocultaban sus ojos, un perfil difuminado por el movimiento y el ocre quemado de la hierba seca que se extendía hasta el horizonte.
Tally estaba mirando la pantalla de la cámara cuando apareció la tercera señal. Se habían detenido ante un paso a nivel: el estruendo de las campanas, un tren que pasaba rugiendo por delante del rectángulo de luz, mientras el polvo brillaba con los rayos que brotaban a cada fracción de segundo entre los vagones.
Enseguida el tren desapareció, y allí delante, enfrente de ellos y al otro lado de la barrera, había un coche de la policía. Las campanas enmudecieron, la barrera se levantó con una sacudida, y los dos vehículos cruzaron arrastrando cada uno su carrocería por encima del montículo de las vías férreas, pasando al unísono como dos delfines que saltaran a través de un aro. Fue una maniobra fácil, pero pareció durar una eternidad.
Pasaron muy cerca. El poli llevaba puestas unas gafas de espejo, y las lentes desprendieron un destello sobre ellos al pasar, inexpresivamente. Reflejada en su superficie, Tally vio una imagen que se deslizaba: su viejo coche, el remolque, el perfil rígido de Max, el revoloteo rojizo del pelo de Grace y una forma pálida que posiblemente fuera su propia cara. Se dio la vuelta y se quedó mirando hasta que el coche del policía se fundió con las líneas evanescentes de la distancia.
[Tally: Anotación en diario]
Yo y Grace fuimos a dar un paseo. Pensé, vaya sitio, es tan pequeño. El aire parece espeso, la mayoría de las tiendas ha cerrado, las ventanas de las casas cerradas a cal y canto para que no entre el calor. Una señora vieja que desde su porche nos miraba cerrando los ojos, un chico muy flaco lanzando escupitajos dentro de una papelera en el exterior de la tienda de comidas para llevar, esto era todo lo que pasaba aquí. Grace levantó la vista y se quedó mirando un avión que pasaba por encima, dejando una de esas líneas blancas en el cielo, y dijo, estupendo, joder, es sencillamente estupendo.
Así que fuimos a ver el colegio, y vaya tela, incluso tiene peor pinta que el último, un montón de esos edificios prefabricados que tienen el color del pan mohoso, hay una cesta de baloncesto toda doblada, y la pista está toda agrietada. Pues eso, estuvimos allí un rato, de pie junto a la valla, imaginándonos el primer día de clases, cómo una entra en el aula con pinta de chica dura, se busca un asiento en la parte de atrás mientras todos los demás te miran de refilón, a ver si realmente das la talla. Nos quedamos un buen rato mirando ese sitio, yo y Grace. Es mejor no dejar que se te suba a las barbas.
Encontramos un buen mirador desde donde se ve el pueblo entero, subiendo un terraplén todo cubierto de plantas, cerca de las vías del tren, por donde cruza la carretera principal. Debajo está la terminal de carga de los ferrocarriles, un gran lío de líneas que se entrecruzan, se pueden ver los mercancías que cruzan el pueblo. Incluso se puede ver nuestra casa desde allí arriba, una casa que parece una cara vieja, con el porche deteriorado que le da un aspecto malhumorado. Se ven los graneros, la calle principal, la gasolinera, todas las casas viejas y luego los campos resecos con algunas vacas flacas en la distancia. En realidad no hay nada que ver. Como dice Grace, es otro caso de pueblo perdido en mitad de ninguna parte.

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