Daniel Kehlmann, F (Londres: Quercus, 2014), 258 páginas. Traducido al inglés del alemán por Carol Brown Janeway.
¿Qué esperar de
una novela cuyo título es solo una letra? La única que me viene a la cabeza es
la a veces impenetrable V, de Pynchon,
que en algún momento en los próximos años trataré de releer.
¿Qué se esconde detrás de la F del título? En
el caso de esta novela de Daniel Kehlmann, la letra F representa muchas cosas
diferentes. Es, antes que nada, el apellido del padre de la familia (otra F) Friedland,
Arthur, quien al inicio de la historia queda descrito como una especie de
desastre dotado de piernas, un atolondrado aspirante a escritor, quien una
tarde decide llevar a sus tres hijos (Eric e Ivan son gemelos idénticos,
mientras que Martin es el hijo que Arthur ha tenido con otra mujer) a un
espectáculo de hipnotismo del Gran Lindemann Maestro de la Hipnosis.
Arthur repite
hasta la saciedad que el hipnotismo a él nunca le puede afectar. Cuando
Lindemann le pide que suba al escenario, en un principio se niega, pero finalmente
cede ante la insistencia de sus hijos. Una vez con el hipnotista, éste le
somete a un interrogatorio en el que Arthur revela sus más recónditos anhelos
al tiempo que insiste en que Lindemann no está consiguiendo hipnotizarle. El
espectáculo termina con el mago dándole la orden de ser más ambicioso y
esforzarse en escribir libros que sean publicados. Esa misma noche vacía la
cuenta bancaria de su familia, coge el pasaporte y se fuga (otra F). Años
después, se ha convertido en un famoso escritor, con un best-seller titulado My Name
Is No One (Mi nombre es Nadie).
El libro, sin embargo, alcanza notoriedad porque algunos lectores se suicidan
tras su lectura. Este es uno de los temas clave de la novela de Kehlmann, en un
apasionante juego entre ficción y realidad: la literatura creada dentro de la literatura.
Veinticuatro años
después de la fuga de Friedland, nos encontramos a sus tres hijos, quienes se
han convertido en tres hombres adultos sin la presencia constante de su padre.
Son ellos quienes en los siguientes capítulos van a continuar con la narración –
cada uno de ellos aportando un punto de vista diferente a sucesos y aspectos de
la trama, en un ingenioso y excelentemente elaborado rompecabezas que recuerda
al cubo de Rubik (la referencia no es gratuita, lee más abajo).
Martin es ahora (una
de las fechas que leemos es el 8 de agosto de 2008) un obeso sacerdote católico que
se hincha a comer barritas de chocolate mientras escucha (es un decir) las confesiones de los
feligreses. Su obsesión es competir en el Campeonato Nacional del Cubo de Rubik
– su ranking está entre los 30 primeros. El problema de Martin es la fe – o la
falta de fe.
Eric ha
conseguido labrarse una reputación como inversor. Casado con una famosa actriz,
es el único de los tres que ha prolongado la estirpe familiar, con una niña,
Marie. Tiene una amante y una afición desmedida por las pastillitas. El
problema de Eric es que es un fraude (otra F): ha perdido todo el dinero de sus
inversores y solamente espera el momento en que el escándalo le estalle en las
narices y acabe enchironado.
Su gemelo Ivan también
ha logrado abrirse camino como marchante de arte moderno. Habiendo estudiado en
Oxford y escrito una tesis que lleva por título ‘La mediocridad como fenómeno estético’.
Tiene acceso exclusivo a la obra de un pintor por cuyos cuadros se pagan
millones de euros. Del pintor, ya fallecido, aparece cada cierto tiempo un
cuadro ‘nuevo’ – Ivan había previamente manufacturado un catálogo de su obra,
pero en realidad lo que está haciendo es pintar los cuadros. Es un falseador,
un muy exquisito – sin duda alguna – falsificador (otra F más) artístico,
aunque quizás frustrado por no haber conseguido el éxito como pintor de su propia
obra.
En F Kehlmann elabora un retablo repleto de
agudísima ironía sobre la sociedad del nuevo siglo. Los diálogos son vivaces,
en lo cual sin duda debe tener también su mérito la traductora de esta versión en
inglés que he leído. Kehlmann transmite su humor con una extraordinaria economía
de palabras: por ejemplo, en la escena en que Eric y Martin discuten al final
de la novela si la crisis financiera global ha sido un milagro, la obra de Dios
destinada a salvarle a Eric del desastre. Es el sacerdote, sin embargo, quien se opone tajantemente a la idea de una intervención
divina.
No todos los
personajes quedan bien redondeados, al menos para mi gusto: Arthur aparece y
desaparece sin que llegue a cuajar como uno de los personajes protagonistas; ni
siquiera en el capítulo final en el que lleva a una ya adolescente Marie, la
hija de Eric, a la feria, donde la somete a un extremadamente alegórico paseo
por el laberinto de espejos. Su presencia nunca se hace palpable: posiblemente
sea algo apropiado para alguien que buscaba ser un fugitivo permanentemente.
Totalmente
recomendable para pasar un buen rato, o varios buenos ratos.