27 ene 2012

My long journey - Mi largo viaje


My Long Journey


I’ve been using my daughter’s lunchbox and her little Tupperware for over two years. It may sound like a meaningless or pointless gesture to some, but for me it’s just one simple, everyday way of trying to make sense of the lease of life I was given on 29 September 2009.

Mind you, I did not pray or beg for it; all I did, in the spur of the moment, was simply to fight the water to keep my son J. alive, and in that process I guess I stayed alive.

For Clea I used to put half a twiggy stick and some rice crackers in the little container, and carefully place her cut sandwich in the lunchbox. One of her favourite lunches was Spanish omelette, which these days I don’t make as often as I used to.

Even though I never actually saw the scene, I think I can picture her sitting close to her school friends, next to Laura, and nibbling away at her sandwich. My daughter was always a slow eater, except perhaps when she was about one, when she would insist (after having had her own breakfast) on sitting on my knees while I was having my brekkie, and like a little bird Clea would demand chunks from my mushrooms and toast (generously sprinkled with rock salt and cracked pepper) or from my fried egg on toast (which on top of salt and pepper, would have been bombarded with a generous dash of Worcestershire sauce! Rather brave for a one-year old!)

I have also been wearing Clea’s pink hair band on my wrist since the day of her burial. It gets curious glances from people. Right now, it has created a whitish strip around my wrist where the fierce Australian sun has not been darkening my brown skin. I guess one day, in a few years time, the hair band will start falling into pieces, and only then will I chuck a sickie and drive to the coast, and I will stand close to the waters of the Pacific Ocean that killed her, to finally let it go.

Notas Literarias is now approaching its second year of existence. What began as an attempt to stay in touch with my former students of Spanish – I soon realised I could no longer be able to commit myself to remaining in a classroom for the whole two hours – has evolved into something else. Confronted with the cowardly silence from many, I felt the need to give free rein to words, as I have already tried to explain in Después de Lalomanu. I still don’t know exactly what this blog is, but I like to think it resembles a bridge. And bridges are, after all, things that make travelling possible.

Travelling always entails learning. I used to say it should be mandatory for young people to backpack around for a while. I would have liked to pay for Clea’s. I’ve been fortunate to learn lots by keeping this blog. Similarly, the lease of life I’ve been living since 29 September 2009 is also a journey. I know when the journey began, and I know it has no foreseeable end.

These are things I have learnt in my journey over the last two years and four months:

I prefer to be “brutally” (that’s obviously a hyperbole: there’s no violence involved, I promise!) honest with people I meet now for the first time. It’s useful, as it separates the brave from the easily frightened. Some weeks ago my mother-in-law truly shocked me (hey, why can’t I be allowed a euphemism now and then?) by stating that we were “pushing people away”. Sorry, but it’s the other way round. It’s in human nature to shirk pain and sadness. And it’s not only happened with people I have met after Clea’s death.

Silence can hurt as much as words, or even much more than any words anyone might say, for no words anyone might say could hurt me more than the fact that Clea is dead. A few people I’ve known for a long time received the book of poems I wrote to the memory of Clea, Lalomanu, but chose not to acknowledge it.

It does not help me at all to say or hint that it’s time for me to ‘get over it’ or to ‘cheer up’. You can ask any worthy and knowledgeable psychologist why.

If you ever experience the loss of a child (I hope not!), here’s my advice: Pay no heed to those who mean well and encourage you to seek comfort in religion. I try to be civil towards people who publicly display or express they have religious beliefs (I have my own thoughts about this: I see it as a sign of fear and/or weakness, definitely human traits, but mostly fear of accepting our irrelevancy in the big scheme of things the universe is), but I most definitely do not want to be told “there is still hope”. No, there is not. Nothing will bring my daughter back with me. The same goes for the notion of the ‘other world’, or her now being a ‘little angel’ in heaven or somewhere else, and nonsense of that kind. Thanks, but no thanks. I think such comments are self-comforting, but they do not comfort me.

In the end, I am a traveller, but I really travel alone in this long journey of mine. Still, thank you for your company when reading, and commenting whenever you feel like it.



Mi largo viaje


Llevo más de dos años haciendo uso de la fiambrera y del pequeño contenedor de Tupperware de mi hija. Para algunos, puede que parezca un gesto sin sentido o fútil, pero para mí es un modo sencillo y cotidiano de intentar darle un sentido a esta segunda vida con que quedé el 29 se de septiembre de 2009.

Eso sí, que quede claro: ni recé ni rogué por ella; todo lo que hice, de forma instintiva, no fue otra cosa que luchar contra el agua para salvarle la vida a mi hijo J., y supongo que por eso conseguí también salvar la mía.
Solía ponerle medio palito de salami y unas cuantas galletitas de arroz en el contenedor pequeño, y le colocaba el sándwich en la fiambrera con cuidado. Uno de sus almuerzos favoritos era la tortilla española, que hoy en día no hago con tanta frecuencia.

Aunque de hecho nunca viera la escena, creo que puedo imaginármela sentada cerca de sus amigas en el cole, junto a Laura, mordisqueando el sándwich. Mi hija siempre comía despacio, excepto quizás cuando tenía un año, cuando insistía (después de haber despachado su propio desayuno) en sentarse en mis rodillas mientras yo estaba desayunando y como un pajarito Clea me exigía trozos de mis champiñones con tostadas (espolvoreados generosamente con sal de roca y pimienta molida) o de mi huevo frito con tostadas (el cual, además de la sal y la pimienta, yo habría bombardeado generosamente con salsa Worcestershire… ¡Muy valiente para una niña de un año!)

Desde el día de su entierro, también he llevado en la muñeca su diadema rosa, como si de una sudadera o una pulsera se tratase. Atrae miradas de cierta curiosidad. Estos días me ha hecho una banda blancuzca en la muñeca allí donde el fuerte sol del verano australiano no ha podido oscurecerme la piel. Supongo que algún día, dentro de algunos años, la diadema empezará a hacerse pedazos, y solamente entonces pienso tomarme el día libre, coger el coche e ir a la costa, y me acercaré a las aguas del Océano Pacífico que le quitaron la vida a Clea, para dejarlo ir por siempre.

Notas Literarias se acerca a su segundo año de existencia. Lo que comenzó como un intento por mantener el contacto con mis antiguos estudiantes de lengua española – me di cuenta muy pronto de que ya no podía comprometerme a permanecer en un aula durante dos horas  – se ha convertido en otra cosa. Frente al silencio cobarde de muchos, surgió en mí la necesidad de darle rienda suelta a las palabras, como ya intenté explicar en Después de Lalomanu. Todavía no sé exactamente qué es este blog, mas me gusta pensar que se asemeja a un puente. Y los puentes son, después de todo, cosas que hacen posibles los viajes.

Viajar siempre implica aprender. Solía decir que debería ser obligatorio para todos los jóvenes un periodo como mochileros. Me habría gustado pagarle ese viaje a Clea. He tenido la fortuna de aprender mucho manteniendo este blog. De igual modo, esta segunda vida que he vivido desde el 29 de septiembre de 2009 es también un viaje. Sé cuándo comenzó el viaje, pero sé también que no tiene un final previsible.

Estas son cosas que he aprendido en mi viaje durante los últimos dos años y cuatro meses:

Prefiero ser “brutalmente” (una hipérbole, obviamente: no hay nada de violencia, ¡lo prometo!) honesto con la gente a la que conozco por primera vez. Me resulta útil porque separa a los valientes de los espantadizos. Hace algunas semanas mi suegra me dejó pasmado (yo también tengo derecho a los eufemismo de vez en cuando, ¿o no?) cuando nos dijo que estábamos “ahuyentando a la gente”. Perdón: es todo lo contrario. Es parte de la naturaleza humana el querer librarse el dolor y la tristeza. Y es algo que no solamente me ha ocurrido con gente a la que he conocido después de la muerte de Clea.

El silencio puede doler tanto como las palabras, o incluso mucho más que cualesquiera palabras que nadie pueda decir, puesto que ninguna palabra podría causarme mayor dolor que el hecho de que Clea esté muerta. Hay unas cuantas personas a las que conozco desde hace tiempo que recibieron el poemario que escribí en memoria de Clea, Lalomanu, pero que tomaron la decisión de no hacer acuse de recibo.

No me ayuda para nada decirme o dar a entender que ya es hora de que ‘lo supere’ o de ‘me anime’. Puedes preguntarle por qué a cualquier psicólogo que se precie y sepa bien su oficio.

Si alguna vez sufres la pérdida de un hijo (¡Ojalá no ocurra nunca!), éste es mi consejo: No hagas caso a quienes con buenas intenciones te alienten a buscar consuelo o confort en la religión. Trato de ser cortés con la gente que muestran o expresan en público que tienen creencias religiosas (tengo mis propias ideas acerca de esto: lo veo como un síntoma de miedo y/o debilidad, características desde luego muy humanas, pero sobre todo el miedo a aceptar nuestra irrelevancia en el gran rompecabezas que es el universo), pero ante todo no quiero que me digan que “todavía hay esperanza”. No la hay. Nada me va a devolver a mi hija. Lo mismo digo de la noción del ‘otro mundo’, o que tengo en el cielo o algún otro  lugar un ‘angelito’, y bobadas por el estilo. No gracias, esos comentarios son para el confort propio, pero a mí no me confortan.

A fin de cuentas soy pues un viajero, pero en realidad viajo solo en mi largo viaje. Con todo, gracias por acompañarme con la lectura, y por tus comentarios cuando te apetece hacerlos.

22 ene 2012

Road Kill, un cuento de William Dylan Powell

Carretera en Death Valley, (c) Adrille, 2007

Esta semana ha aparecido en Hermano Cerdo la versión que he vertido al castellano de un breve cuento del autor estadounidense William Dylan Powell. Road Kill, expresión que suele representar a los animales que mueren con frecuencia atropellados por los vehículos en las carreteras, narra el encuentro de un camionero con una anciana en una parte muy remota del estado de Texas.

El desenlace es de por sí sorprendente, pero lo que más me atrae de la historia son las preguntas que pudiera (casi siento la necesidad de escribir ‘debiera’) provocar en el lector. Pienso que es imposible quedarse indiferente ante Road Kill, y la pregunta ‘¿Qué habría hecho yo en su lugar?’ emerge con toda la fuerza y dureza inherentes al estilo directo y conciso de Powell.

Road Kill comienza así:

Metí a Loco en su jaula de viaje y limpié el asiento del copiloto, de pralinés sin terminar, de latas vacías de Dr. Pepper y la tesis doctoral de un viejo amigo mío acerca del racionalismo ético kantiano.

Ayudé entonces a la anciana a subirse al camión, y luego subí yo. El aire acondicionado resultó ser una bendición mientras yo iba cambiando marchas para recuperar la velocidad en la carretera 187 de Texas.
—Me llamo Elbow Jones —dije mientras veía por el espejo retrovisor cómo desaparecía su coche, con el capó levantado y tirado en la cuneta de la carretera.
—Eve Dawson.
Íbamos dejando velozmente atrás alambradas, campos de altramuces y amaros. En la radio sonaba George Straight.


Puedes terminar de leer Road Kill aquí. Si prefieres leer esta historia en el inglés original, puedes encontrarla aquí. En cualquier caso, espero que lo encuentres interesante. Como decía antes, dudo mucho que te deje indiferente.

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