11 mar 2012

Un año después: 11 de marzo

Racecourse Beach (borrowed from Surf-Sisters.com)

Lo creas o no, Canberra celebra su día de fiesta siempre el segundo lunes del mes de marzo, sea cual sea la fecha. El año pasado ese festivo día cayó en el 14 de marzo, por lo que aprovechando el final del verano austral nos fuimos toda la familia a la costa, a una preciosa playa llamada Racecourse Beach.
Llegamos allí poco después de la hora de la cena (en Australia se cena sobre las 7 en el horario de verano), dejamos todos nuestros bártulos playeros, guardamos comida y bebida, preparamos las camas y fuimos a echar un vistazo rápido a la playa antes de que se hiciera de noche.
Sobre las 8 de la noche ya estábamos de regreso en el bungalow alquilado por tres noches, dispuestos a relajarnos, y con el ánimo de propiciar que los mellizos pudieran disfrutar de un largo fin de semana. Encendí entonces el televisor, dispuesto a ver alguna de esas películas que han repetido mil veces, o simplemente para entretener a los chicos un rato antes de meterlos en la cama.
Esto es lo que vimos:

Dirás: Todo el mundo ha visto esas imágenes; no son nada nuevo. Cierto, las han pasado por TV una y otra vez hasta la saciedad. Pero estoy seguro de que tú, quien en estos momentos lees estas palabras que ahora escribo, no las puedes ver ni las has visto de la misma manera que mi familia y yo las vimos. Ojalá nunca tengas que verlas.


No, tú no has visto esa larga lengua negra (que en las imágenes avanza por las tierras del norte de la isla de Honshu a gran velocidad, ¿verdad que sí?) aparecer de repente entre tus pies, mientras corrías agarrando de la mano a tu hijo de cinco años y gritabas 'Corred, corred' a tus hijos y tu esposa.
Tú no has sido alzado en vilo por la fuerza brutal del océano y engullido décimas de segundo después por una montaña de agua, un océano que de pronto se ha salido de su sitio. No, tampoco lo has visto venir como lo veo venir yo, así, aquí, ahora o en cualquier momento, porque, oh shit, la línea del horizonte está arqueada y aunque no parece que tenga sentido, aunque parece absurdo e increíble, el instinto te dice que tienes que correr.
Tú no has corrido descalzo con el pánico metido en el cuerpo, mientras vas gritándoles a todos los que te vas encontrando en tu huida desesperada que corran, que corran, que viene el océano.

Tú no has sentido los golpes de innumerables trozos de coral, de maderos, de troncos de árbol en la espalda, las piernas, los pies, la cabeza mientras te estás hundiendo, no puedes hacer nada por evitarlo, no puedes nadar en esta masa de agua que juguetea contigo y con ese niño de 5 años, tu hijo, que tienes bien agarrado con un brazo porque si lo sueltas, ¿qué va a sucederle?

¿Qué os va suceder? Después de la primera, y unos segundos de lo que parece una calma que tira de vosotros hacia atrás, viene una segunda, que es mucho peor, que arrastra todavía mucha más mierda, que lleva esos tejados de calamina que podrían cortarte la cabeza, como le sucedió a algunos...

Y no se termina, porque luego viene una tercera, y estás tragando agua, y como puedes, sin saber cómo, consigues levantar en vilo por encima del agua a ese niño de cinco años, a tu hijo, para que por lo menos él sí, oh fuck, oh fuck, por lo menos él sí, joder, por lo menos él sí, que respire, que se salve…

Y tus fuerzas empiezan a abandonarte cuando todavía llega una cuarta, y tú ya no piensas en nada, no puedes ya pensar en nada porque todo se oscurece, ya no puedes luchar más contra esos diez metros de altura de un océano que de pronto ha engullido la playa por la que apenas treinta segundos antes estabas paseando con tu familia: tus tres hijos, tu esposa y tú, de vacaciones en lo que apenas un minuto antes era el paraíso.

Y de algún modo, cuando aquello termina, sigues flotando con tu hijo en brazos, estás inmovilizado por los escombros que se han acumulado, y cuando por fin logras salir de allí, no encuentras a tu hija, la hermana mayor, la niña de tus ojos.

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Hace ahora un año, esos dos niños que la mañana samoana de la que hablo tenían cinco años y una hermana mayor que ya no tienen, vieron esas imágenes en la tele y les dijeron a sus padres, llorando: “I don’t want to die”. Por suerte, tú no has vivido eso, ese terror televisado directamente al inconsciente de sus recuerdos, a los miedos que creías haber dejado atrás. Y yo te digo que ojalá nunca tengas que vivir algo así.

Cuando esto salga publicado [lo he dejado programado para las 00:00 horas del 11 de marzo de 2012], estaremos los cuatro otra vez en Racecourse Beach. Nosotros, los padres de esos dos chicos, estaremos intentando normalizar sus vidas, estaremos haciendo un esfuerzo por que esos niños, los mellizos que le tenían tantísimo miedo a lo que veían en televisión y que estaba sucediendo a miles de kilómetros de distancia, disfruten de la playa y que jueguen con las olas del océano, como cualquier otro niño.
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Uno puede interiorizar una pesadilla así; de hecho, uno no tiene otra opción que hacer que pase a formar parte de su ser y apartarlo de la vida diaria, del trabajo, de lo cotidiano. O uno hace eso, o se vuelve loco. Seguro que este fin de semana los canales de televisión 'celebran' el primer aniversario. Durante muchas horas, la alerta se había extendido a las costas orientales de Australia - iba a tardar ocho horas en llegar, habían calculado.

Nunca llegó. Pero uno nunca se acostumbra a revivir la peor de sus pesadillas.
Hay algo que me despierta casi todas las noches, y no es ni el perro del vecino, ni la preocupación por pagar los plazos de la hipoteca, ni la posibilidad de que comience una guerra nuclear porque EE.UU. (o quien sea) ataque a Irán.

8 mar 2012

Reseña: El arte de la resurrección, de Hernán Rivera Letelier


Hernán Rivera Letelier, El arte de la resurrección (Madrid: Alfaguara, 2010). 254 páginas.

A principios de abril de 1993, cargando a mis espaldas con una voluminosa mochila en la que llevaba al menos un par de kilos de madera petrificada de la Patagonia argentina llegué poco después del mediodía a San Pedro de Atacama, un pueblecito que por aquella época comenzaba a ser parada obligatoria para mochileros y otros turistas, y donde a las once de la noche los carabineros (de buenas maneras) cerraban el único bar que abría hasta tarde, en el cual siempre había alguien dispuesto a tocar alguna canción de Serrat para entretener al personal a la luz de unas velas (la luz desaparecía de sopetón a eso de las diez).


El desierto de Atacama, en 1993. (c) Jorge Salavert

Atacama es una región extraña: un desierto donde nunca llueve; el agua que baja de las cumbres nevadas de los Andes lleva altísimas concentraciones de minerales que le dan un sabor terrible. Es asimismo un lugar que ha tenido fuertes altibajos económicos a lo largo de su historia, dependiendo de la explotación de sus muchos recursos mineros.

Es en esta parte del mundo donde Rivera Letelier sitúa su novela, en la década de los 40 del siglo pasado. El protagonista está basado en un personaje real, un locuelo de nombre Domingo Zárate Vega, que se hizo llamar el Cristo de Elqui, y que recorrió Chile de arriba abajo (la única manera posible de recorrer Chile) predicando y exhortando a sus feligreses al arrepentimiento.

Rivera Letelier toma a este personaje e introduce a la prostituta beata Magalena Mercado, meretriz principal de la oficina salitrera ‘La Piojo’. El Cristo de Elqui acude hasta allí obsesionado con la idea de hacerla su compañera de peregrinaje. Lejos de ser el azote de los pecadores, este Cristo es fornicador compulsivo, defensor de los derechos de los obreros, charlatán profesional y recetador de curas herbales para todo tipo de males y enfermedades.

Rivera Letelier trata al protagonista con una mezcla de socarronería y ternura. En el primer capítulo nos cuenta cómo un grupo de mineros le gastan una cruel broma al hombre santo cuando se presentan ante él con un compañero que, le dicen, ha caído fulminado de un ataque después del almuerzo. Personaje quijotesco y entrañable, el Cristo de Elqui mide la realidad desfavorable que le rodea con destellos de locura, y el autor sabe rodearlo de personajes extravagantes (el viejecito don Anónimo, el de la escoba con la que barre el desierto, es todo un hallazgo).

El punto de vista narrativo en El arte de la resurrección cambia según los capítulos, adoptando ángulos que hacen del relato una experiencia amena, fluida y llena de humor. El empleo de localismos puede suponer algún problema para el lector no familiarizado (recomiendo esta página web para hacer tus consultas, que te verás obligado a hacer si no eres chileno).

En esta exquisita narración siempre está presente el paisaje atacameño: una tierra seca, dura e impracticable, en la que solamente la línea del ferrocarril es un referente fiable. Hoy en día automóviles, camiones y motocicletas recorren el desierto en otro peregrinaje todavía más absurdo que el del Cristo de Elqui, un peregrinaje anual absurdamente llamado Dakar.



Una vivienda imposible en mitad del desierto (c) Jorge Salavert, 1993

No es una novela impecable. No todos los capítulos resultan igual de atractivos, y alguna que otra vez Rivera Letelier le endiña al lector un ripio estilístico tan reseco como las calicheras del desierto que describe: “el sol apareció por el lado de los cerros radiante y redondo, exacto como un Longines de oro” (p. 116). No creo que recibiera pago alguno por el símil anterior, ni que el ínclito Zaplana haya leído el libro.

Una última anotación, un sonoro cachetazo para Alfaguara, por permitir que cosas como ésta se impriman y pasen el control de calidad exigible a una industria que cobra caros sus productos (los libros): “para darle un soplo de aliento a esos seres humanos que, desesperados, al borde del suicidio, no hayan dónde aferrar su poquito de vida.” (pp. 239-40). La cita anterior, señores de Alfaguara, es impresentable. You gotta lift your game.

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