29 jul 2012

Contra el fumador

Adriaen Brouwer, Los fumadores, óleo, circa 1637


Contra el fumador

Durante aproximadamente veinticinco años, yo fui fumador. En otras palabras: reconozco públicamente – y sin tapujos – que durante casi veinticinco años de mi vida fui un ser estúpido y egoísta, y en mi estupidez, en mi mezquino empecinamiento, lo que hacía era cagarme en el derecho inalienable de los demás a no tener que respirar el humo de mis cigarrillos.

Hace poco leí en la prensa australiana que alguien propone que se prohíba la venta de cigarrillos a las personas nacidas en el siglo XXI. Australia es uno de los lugares del mundo donde menos se fuma. Hubo muchas campañas de concienciación, muchas campañas de apoyo a quienes hacían el esfuerzo de dejar esa droga, y sobre todo, se implementó una medida muy efectiva: el incremento del componente tributario sobre el producto, es decir, los impuestos sobre el tabaco, fue una de las reglas más disuasorias.

Entre otras disposiciones gubernamentales, en Australia no existe publicidad del tabaco. Los productos que causan la enfermedad conocida como tabaquismo no se encuentran a la vista en ningún lugar público (en supermercados y gasolineras están por ley ocultos en armarios que deben cerrar los empleados tras vender alguna dosis a algún usuario que la adquiera). La última de las juiciosas medidas tomadas por los legisladores de la res publica es la abolición de la posibilidad de que los productores de estas drogas las envuelvan en vistosos diseños llenos de colorido y tentadoras imágenes.

Todos sabemos que los productores de la droga manejan enormes cantidades de capital y obtienen vastísimos beneficios a costa de la salud de muchos infelices. Tan largos son los tentáculos de su dinero y tan poderoso es el poder de sus amenazas, que ya han ‘convencido’ a varios gobiernos de estados diversos (Ucrania, Honduras y la República Dominicana) para que presenten acciones legales en contra de la última de las medidas antitabaquismo del gobierno federal australiano.

Conozco a muchas personas con un alto nivel de inteligencia, personas que – y esto es algo que no niego – son mucho más inteligentes que yo, y que sin embargo resultan ser personas lo suficientemente obtusas como para seguir enganchadas a una droga que les matará mucho antes de que les llegue el momento natural de morir – salvo accidente o catástrofe natural – pero que reducirá (y esto es mucho más importante) con toda probabilidad la esperanza de vida de las personas con las que conviven.

Resulta difícil comprender que personas con un alto nivel intelectual (gente con un PhD, brillantes traductores plurilingües, espléndidos escritores, arquitectos), conscientes de su nocividad y sabedores de la existencia de los aditivos químicos que los productores agregan a sus preparados, no solamente continúen adquiriendo y consumiendo un engañabobos sino que además defiendan su ‘derecho’ a que los engañen, los envenenen y los timen.

Mi padre fue un fumador empedernido. Fumaba Ducados en el interior del coche (primero fue un modelo ranchera de marca que ahora no recuerdo, luego un Renault 12, luego un Chrysler que heredé yo más tarde) por lo cual desde bien pequeño estuve aspirando el humo del tabaco.

En aquella época el fumador era una figura idolatrada por la industria cinematográfica de Hollywood, que tan propensa ha sido siempre para ayudar a vender los productos de otras industrias. No es que pretenda – ni quiero hacerlo – disculpar ni justificar a mi padre, pero sí es cierto que en la época en la que creció y se educó, en medio de la posguerra y sometido a los esquemas represivos propios del régimen franquista, la presión social ("los hombres de verdad fuman") era de seguro insoportable o bien difícil de llevar; si a la perniciosa educación recibida le añadimos el estrés que conllevaba su trabajo, no debiera extrañar a nadie que el tabaco formara parte de su vida (y también de la mía) y que fuera la causa primordial de su prematura muerte.

Haber estado al borde de la muerte me ha enseñado algunas cosas – en realidad muchas, y muy valiosas – con las cuales no todo el mundo tiene por qué estar de acuerdo. Sin embargo, puedo decir con total seguridad y convencimiento que la decisión que tomé días después del nacimiento de mi difunta hija Clea (dejar de ser el ser estúpido, ciego y egoísta que era, y especialmente dejar de contaminar el aire que ella, una bebé de apenas 2 kilos de peso, respiraba) está entre las pocas decisiones tomadas en mis casi 48 años de vida que realmente podría aducir como inteligentes.

Es posible imaginar un mundo sin la lacra del tabaquismo. Por eso yo apoyo a rajatabla esa propuesta que establezca un mundo sin cigarrillos para los nacidos en el siglo XXI.

Fumador = Necio

23 jul 2012

Reseña: Theft: A Love Story, de Peter Carey


Peter Carey, Theft: A Love Story (Milsons Point: Random House, 2006). 269 páginas.

¿Qué es la verdad? ¿Es la verdad de Fulano la misma verdad que sostiene Mengano? ¿Qué ocurre entonces con una tercera versión de la verdad, la de Zutano? No hay nadie que pueda sostener de manera rotunda que conoce toda la verdad, parece querer recordarnos una vez más Carey en esta novela de trama enrevesada (algo habitual en el escritor australiano). Además, cuando la noción de lo verdadero se aplica a la autoría artística, todo un juego de prismas y espejos con sus consiguientes distorsiones se puede abrir ante nosotros. ¿Es la reproducción escrupulosa y respetuosa de una obra de arte otra obra de arte? En definitiva, ¿con qué autenticidad debemos quedarnos? Como dice Carey al final de la novela, “¿Cómo sabe uno cuánto pagar si uno no sabe el valor que tiene [una obra de arte]?”

Michael ‘Butcher’ Boone, famoso pintor australiano que acaba de salir de la cárcel por robarle a su exmujer (la “Demandante” o la “Meretriz de la Pensión de Alimentos”, nos recuerda Butcher en repetidas ocasiones) sus cuadros, que pasaron a ser patrimonio de ella. Huido a una casa en Bellingen del mecenas Jean-Paul, Michael tiene que cuidar de su hermano Hugh, un genial mocetón, un no siempre tierno gigante con una extraña discapacidad intelectual, mientras pinta intentando revivir su carrera artística. De repente aparece una femme fatale, Marlene, calzando un par de Manolo Blahniks y a la búsqueda de un cuadro de un famosísimo cubista de origen estonio, Leibovitz, que está en posesión de un vecino en Bellingen. ¿Inverosímil? Por supuesto que sí: tan inverosímil como la verdad misma.

El Leibovitz desaparece, la policía acusa a Michael y decomisa su cuadro pensando que el lienzo robado está oculto bajo la pintura que Butcher Bones ha estado comprando con el dinero destinado a mantener la granja del mecenas.

Butcher regresa entonces a Sydney, donde vuelve a encontrarse con Marlene, quien le promete ayuda para recuperar sus cuadros. Michael sabe que Marlene es una fullera sin moral que vive de la falsificación de obras de arte, pero tiene buena mano con Hugh. Michael se enamora y se deja llevar (a Japón, y de allí a Nueva York), encantado por el origen plebeyo que ambos comparten y por la idea de ver cómo Marlene engaña a marchantes de arte, críticos y ricos compradores. ¿Acaso no merece una revancha por el modo en que el mundillo del arte le ha tratado?

Narrada bajo dos voces distintas, la trama de Theft progresa concienzudamente, pero es sin duda alguna el contraste de los dos puntos de vista (el de Michael frente al de su hermano Hugh) lo que nutre y acrecienta el interés del lector (como ha hecho más recientemente Carey en Parrot and Olivier in America). Michael, narrador exaltado, mezcla el lirismo y el exabrupto, lo delicado con lo vehemente. Por su parte, Hugh nos ofrece sus monólogos, pobremente puntuados y con extrañas ortografías, estructurados sin apenas signos de puntuación y en los que destaca ideas geniales dentro de sus desvaríos mediante las mayúsculas. La prosa cortante y desenvuelta de Michael y la palabrería disparatada de Hugh, con sus dardos sagaces y lúcidas digresiones, se complementan en la narración de la historia, mostrando sus puntos de contacto en coloquialismos australianos y en los ecos de las invectivas que la trastornada madre de ambos les infligió en su niñez, de índole bíblica, disciplinaria.

El lector agradece no obstante que la mezcla de registros no ‘cante’: al contrario, es una superposición igualitaria, reflejo perfecto de una sociedad australiana que se sacude las ataduras coloniales y que pide (exige) su lugar en el mundo sin servidumbres, sin complejos. Como ya hizo en The Unusual Life of Tristan Smith, My Life as a Fake o True History of the Kelly Gang, Carey explora la cuestión de la fraudulenta identidad australiana, pero en Theft Butcher Boone se enfrenta a esa supuesta inferioridad con orgullo y derriba mitos a golpes de palabra: Carey crea en esta novela una tesis con sabor muy australiano sobre el concepto del arte, derrochando, como es habitual en él, humor e ironía. El conjunto, que en un primer plano parece confuso, está sin embargo bien respaldado con una mirada crítica y penetrante, distante pero inteligente.

Es curioso, por otra parte, comprobar las conexiones autobiográficas de los hermanos Boone con Carey: el autor hace que los hermanos procedan de Bacchus Marsh (en la vida real Carey es natural de esta pequeña población del estado de Victoria); pero además, resulta que Carey vivió un tiempo en Bellingen y en Sydney, que visitó Japón y, por supuesto, reside en Nueva York. ¿Muchas coincidencias? No importan: Una vez más, lo ficticio y lo real van de la mano, creando una magnífica obra literaria que no defrauda.

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