Peter Carey, Theft: A Love Story (Milsons Point: Random
House, 2006). 269 páginas.
¿Qué es la
verdad? ¿Es la verdad de Fulano la misma verdad que sostiene Mengano? ¿Qué
ocurre entonces con una tercera versión de la verdad, la de Zutano? No hay
nadie que pueda sostener de manera rotunda que conoce toda la verdad, parece querer
recordarnos una vez más Carey en esta novela de trama enrevesada (algo habitual
en el escritor australiano). Además, cuando la noción de lo verdadero se aplica
a la autoría artística, todo un juego de prismas y espejos con sus
consiguientes distorsiones se puede abrir ante nosotros. ¿Es la reproducción escrupulosa
y respetuosa de una obra de arte otra obra de arte? En definitiva, ¿con qué autenticidad
debemos quedarnos? Como dice Carey al final de la novela, “¿Cómo sabe uno
cuánto pagar si uno no sabe el valor que tiene [una obra de arte]?”
Michael ‘Butcher’
Boone, famoso pintor australiano que acaba de salir de la cárcel por robarle a
su exmujer (la “Demandante” o la “Meretriz de la Pensión de Alimentos”, nos
recuerda Butcher en repetidas ocasiones) sus cuadros, que pasaron a ser
patrimonio de ella. Huido a una casa en Bellingen del mecenas Jean-Paul,
Michael tiene que cuidar de su hermano Hugh, un genial mocetón, un no siempre
tierno gigante con una extraña discapacidad intelectual, mientras pinta
intentando revivir su carrera artística. De repente aparece una femme fatale, Marlene, calzando un par
de Manolo Blahniks y a la búsqueda de un cuadro de un famosísimo cubista de
origen estonio, Leibovitz, que está en posesión de un vecino en Bellingen.
¿Inverosímil? Por supuesto que sí: tan inverosímil como la verdad misma.
El Leibovitz
desaparece, la policía acusa a Michael y decomisa su cuadro pensando que el
lienzo robado está oculto bajo la pintura que Butcher Bones ha estado comprando
con el dinero destinado a mantener la granja del mecenas.
Butcher regresa entonces
a Sydney, donde vuelve a encontrarse con Marlene, quien le promete ayuda para
recuperar sus cuadros. Michael sabe que Marlene es una fullera sin moral que
vive de la falsificación de obras de arte, pero tiene buena mano con Hugh. Michael
se enamora y se deja llevar (a Japón, y de allí a Nueva York), encantado por el
origen plebeyo que ambos comparten y por la idea de ver cómo Marlene engaña a
marchantes de arte, críticos y ricos compradores. ¿Acaso no merece una revancha
por el modo en que el mundillo del arte le ha tratado?
Narrada bajo dos
voces distintas, la trama de Theft
progresa concienzudamente, pero es sin duda alguna el contraste de los dos
puntos de vista (el de Michael frente al de su hermano Hugh) lo que nutre y
acrecienta el interés del lector (como ha hecho más recientemente Carey en Parrot
and Olivier in America). Michael, narrador exaltado, mezcla el lirismo
y el exabrupto, lo delicado con lo vehemente. Por su parte, Hugh nos ofrece sus
monólogos, pobremente puntuados y con extrañas ortografías, estructurados sin
apenas signos de puntuación y en los que destaca ideas geniales dentro de sus desvaríos
mediante las mayúsculas. La prosa cortante y desenvuelta de Michael y la palabrería
disparatada de Hugh, con sus dardos sagaces y lúcidas digresiones, se
complementan en la narración de la historia, mostrando sus puntos de contacto
en coloquialismos australianos y en los ecos de las invectivas que la trastornada
madre de ambos les infligió en su niñez, de índole bíblica, disciplinaria.
El lector
agradece no obstante que la mezcla de registros no ‘cante’: al contrario, es
una superposición igualitaria, reflejo perfecto de una sociedad australiana que
se sacude las ataduras coloniales y que pide (exige) su lugar en el mundo sin
servidumbres, sin complejos. Como ya hizo en The Unusual Life of Tristan Smith, My Life as a Fake o True
History of the Kelly Gang, Carey explora la cuestión de la fraudulenta
identidad australiana, pero en Theft
Butcher Boone se enfrenta a esa supuesta inferioridad con orgullo y derriba
mitos a golpes de palabra: Carey crea en esta novela una tesis con sabor muy australiano
sobre el concepto del arte, derrochando, como es habitual en él, humor e
ironía. El conjunto, que en un primer plano parece confuso, está sin embargo
bien respaldado con una mirada crítica y penetrante, distante pero inteligente.
Es curioso, por
otra parte, comprobar las conexiones autobiográficas de los hermanos Boone con
Carey: el autor hace que los hermanos procedan de Bacchus Marsh (en la vida real
Carey es natural de esta pequeña población del estado de Victoria); pero
además, resulta que Carey vivió un tiempo en Bellingen y en Sydney, que visitó
Japón y, por supuesto, reside en Nueva York. ¿Muchas coincidencias? No
importan: Una vez más, lo ficticio y lo real van de la mano, creando una magnífica
obra literaria que no defrauda.
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