2 oct 2012

Reseña: Gats al parc, de Alba Dedeu


Alba Dedeu, Gats al parc (Barcelona: Proa, 2011). 197 páginas.


Cuando leo un volumen de cuentos, espero que cada uno de los relatos que componen el libro contenga los suficientes alicientes y sea lo bastante interesante como para no solamente terminar ese relato sino acrecentar mis ganas de leer el siguiente. Conforme avanzaba (a veces a trompicones) en la lectura de Gats al parc, la sensación de insatisfacción y decepción fue creciendo, y en algún momento me rondó la cabeza la idea de dejar el libro a medias.

Gats al parc se compone de siete relatos elegantemente decorados en cada una de las páginas de título con una ilustración a cargo de Gisela Bombilà. El principal problema de Gats al parc es que, en su mayoría, son relatos sin ímpetu, sin fuerza narrativa, desangelados. Los relatos nos muestran a personas corrientes en situaciones nada extraordinarias: una chica que se pasa el día laboral cortando carne en una factoría y que antes vendía ella la carne en su propia carnicería. La suya es una tarea anodina, y por momentos la narración cae en la insustancialidad, y peca de repetición de detalles que no aportan casi nada al relato – sí, es verdad, el sabor del café de máquina es muy inferior al hecho en casa, pero eso ni constituye una historia ni añade prácticamente nada de interés a una trama de por sí coja.

Decepcionante me resultó también el segundo relato, ‘El balneari’, que narra la visita a un balneario de una anciana a la que se le aparecen los espíritus de las personas que significaron algo en su vida. En su conclusión, el cuento no explota las posibilidades de esa puerta a la fantasía que la autora había abierto, y el desenlace es un tanto ambiguo y falto de tensión narrativa.

El siguiente cuento del volumen, ‘Maniquins’, me pareció bastante flojo; es una narración sin un propósito definido, y un final tan previsible como mediocre. La realidad es que no basta con escribir una prosa pulcra, limpia y elegante para captar a un lector: se necesita tensión, hace falta una chispa de imaginación, es necesario proponer un mínimo reto al lector; en mi opinión, ni esa imaginación ni ese reto se hacen presentes en casi ninguno de los relatos que componen Gats al parc.

Posiblemente, los dos mejores cuentos sean ‘Madeleine’ y ‘Nadal’. En el primero, un jovenzuelo inexperto y algo presuntuoso venido de un pueblo se presenta en la casa de su tía Madeleine en la gran ciudad. Su difunto padre y su tía no se hablaban desde hacía años; el chico llega a la ciudad a matricularse en derecho y alberga grandes sueños sobre su futuro, sobre la base del apoyo financiero que le va a prestar su padrastro. La tía Madeleine vive sola – bueno, no sola, sino en compañía de muchos gatos. Es un buen relato con un final algo insulso.

El mejor de los siete relatos es sin duda, y de lejos, ‘Nadal’, una mirada muy crítica al contexto de las típicas y obligadas reuniones familiares por Navidad, y que la narradora describe con mucha gracia y acertada ironía. Alrededor de la mesa y en la cocina se suceden diálogos muy bien trabajados, y los distintos personajes quedan muy retratados con sus propias palabras y las observaciones de la narradora.

Los otros dos relatos exploran temas muy diferentes. ‘Les últimes pàgines del quadern groc’ adopta el formato de un diario personal, en el que una jovencita marroquí con mucha imaginación altera la realidad de su vida y la de sus amigas. ‘Un dia’, por el contrario, no termina de profundizar en los sentimientos de la mujer cuya vida describe, y que está a la espera de un juicio por algo que hizo y que tuvo consecuencias irreparables. El hecho de que no queden explicitadas las causas de su zozobra no ayuda a darle una estructura plausible al cuento, que se pierde en vaguedades sin demasiado interés.

Gats al parc se hizo merecedor en su día del Premi Mercé Rodoreda de 2010. Y cabe preguntarse por qué. Es innegable que la autora tiene un potencial amplio: en algunos pasajes, Dedeu deleita con una prosa pulida, bien escrita. Pero eso no alcanza nunca para crear interés en el lector. Al menos para mí, la principal virtud de un relato breve estriba en que el desenlace te haga paladear el camino recorrido hasta allí. Excepto en el caso de ‘Nadal’, ninguno de los relatos de Gats al parc lo consigue.

1 oct 2012

Octubre-Port Arthur

Las ruinas de la Penitenciaría de Port Arthur, Tasmania. En la parte trasera una compañía de teatro realiza  cada día varias funciones para los visitantes al complejo.

La historia del asentamiento penal de Port Arthur comenzó en 1830. Su importancia aumentó con el paso de los meses, y para 1840 Port Arthur era ya una de las colonias penales más importantes en la tierra de Van Diemen, el nombre que inicialmente se le dio a la isla de Tasmania.

Los penados eran en su mayoría jóvenes pobres reincidentes, que habían cometido una segunda ‘fechoría’ (habitualmente el hurto de alguna mercancía de poco valor, o de ganado,  para poder comer). Muchos eran niños y mujeres jóvenes, que nunca volverían a su tierra de origen.

En Port Arthur, además de ser sometidos a castigos físicos y torturas mentales diversas, fueron obligados a realizar trabajos forzados: cortaban los gigantescos árboles que por entonces cubrían la península de Tasman, trabajaban como herreros y en cualquier otro oficio para el que tuvieran cierta maña. Las condiciones eran horrorosas.

La idea de que el asentamiento se hiciera autosuficiente resultó, como casi todas las ideas que los ingleses intentaron aplicar a Australia, equivocada y destinada al desastre. En 1842 se inició la construcción del molino de harina y granero, el edificio cuyas ruinas muestra la fotografía. En 1845 el edificio estaba terminado, pero el suministro de agua para hacer funcionar el molino resultó ser más difícil de lo que habían supuesto. Diez años después, el molino fue reconvertido en Penitenciaría. Con el final de la política de transporte de convictos, el lugar quedó abandonado, y varios incendios terminaron de destruir los restos a fines del siglo XIX.

Hoy en día, Port Arthur es una escala obligada para cualquiera que viaje a Tasmania, y ciertamente es una visita muy recomendable e instructiva sobre las crueldades de las que somos capaces de infligir unos seres humanos a otros.

En el caso de Port Arthur, a su ya terrible pasado se añadió otro terrible suceso un día de abril de 1996: un joven que por entonces contaba con 28 años de edad, cuyas iniciales son M. B. (prefiero no hacerle publicidad a tal escoria), un degenerado en suma que jamás debió haber tenido acceso a las armas automáticas que tenía, mató a sangre fría, entre risas y burlas, a 35 personas, e hirió a otras 23, turistas y locales que se encontraban en las ruinas aquella funesta mañana. Que se pudra para siempre en la cárcel de donde nunca saldrá.

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