23 ene 2013

Reseña: El amor verdadero, de José María Guelbenzu


José María Guelbenzu, El amor verdadero (Madrid: Ediciones Siruela, 2010). 584 páginas.

Que la narrativa española actual más conocida presenta por lo general un panorama, si no desolador, al menos muy preocupante, no debe de ser noticia para nadie. A las listas de los libros más vendidos me remito. Realmente es difícil encontrar un novelista cuya obra reciente merezca el calificativo de excelente, o simplemente muy buena.

Pudiera ocurrir que un lector habitual de novela española, harto ya de añagazas pseudometafísicas (Fin o Marcos Montes, por poner dos ejemplos que fueron en su día muy populares) o de malabarismos narrativos con un cierto deje narcisista (Ejército enemigo), lea, todavía con alguna esperanza, alguna reseña en esos suplementos culturales que todos conocemos, y que opte por dar algún crédito a lo que le dicen en ellas los “expertos”.

El amor verdadero es la primera novela que he leído de José María Guelbenzu, quien hace acto de presencia de manera muy habitual con sus reseñas en Babelia. Es también muy probable, dicho sea de paso, que sea la última, al menos en mi caso. Y no es que sea rematadamente mala. Nada de eso. Guelbenzu tiene mucho oficio, pero no me resulta notable. Para mí, tras haber leído El amor verdadero, no es un autor imperdible.

Con un planteamiento en principio harto ambicioso, Guelbenzu busca abarcar casi sesenta años de historia de España a través de una narración plagada de múltiples puntos de vista, de la vida y la relación de un matrimonio, Andrés Delcampo y Clara Zubia, quienes repetidamente admiten que el otro es el hombre/la mujer de su vida. Nacidos ambos en un pueblo castellano en los primeros años de la durísima posguerra, Andrés y Clara quedan emparejados gracias al hechizo que lleva a cabo el tío de Clara, Cadavia. Más que el azar, Guelbenzu nos quiere dar a entender que es el tesón pasional  de ambos, Andrés y Clara, lo que los empuja a encontrarse en Madrid cuando empiezan a hacer vida propia como estudiantes universitarios. Una pareja de “personas corrientes, no…vulgares”, cuya lealtad, respeto y afecto mutuo son la envidia de casi todos los que los conocen. Pero, ¿son realmente tan leales y fieles como parece?

Así como en sus inicios El amor verdadero cautiva en parte por la brillantez del lenguaje, y en parte gracias a un aciago episodio de posguerra que la niña Clara describe, y cuya importancia queda un tanto diluida, al aparecer casi trescientas páginas después, la novela se desdibuja por momentos, en tanto que Guelbenzu insiste en recargar la narración con detalles de anécdotas y chismorreos sobre prácticamente cada uno de los personajes secundarios, además de alguna que otra disquisición moralizante en torno a la política española de la transición y los primeros años de la democracia. Podría apuntarse también que el texto se hubiera beneficiado de una revisión con espíritu crítico: en concreto, en el primer capítulo de la Primera Parte, la machacona inclusión de frases introductoras (“En el despacho.” “En la galería.”) para indicarle al lector dónde tiene lugar el diálogo que sigue. Son totalmente superfluas, y por tanto son un incordio.

Por otra parte, tanto bailoteo de voces narradoras (son tres: Andrés, Clara y un narrador omnisciente, en ocasiones un pelín condescendiente) y de posicionamientos temporales terminó por incomodarme. A mi parecer, cuando el autor obliga a que cada dos o tres páginas el lector tenga que adaptarse a una voz narradora “distinta” – lo pongo entre comillas porque no son tan diferentes, exceptuando algunos pasajes muy bien trabajados (he ahí el buen oficio novelista de Guelbenzu al que aludía antes), corre el riesgo innecesario de cansar al lector.

Incluso los primeros monólogos interiores de Clara Zubia me parecieron un poco acartonados, les faltaba vida: el abuso de los coloquialismos y las frases hechas no es suficiente para dotar de vida a un personaje:

“Lo cierto es que me gusta Andrés, me encanta Andrés, estoy enamorada de él, pero tiene que sufrir. Hasta que no sufra no hay tu tía. Si a los chicos les pones las cosas fáciles, preparate a que te dejen colgada o, lo que es peor, te tengan ahí aparcada mientras ellos vienen y van. No es que a mí me guste este plan, es que las cosas son así.” (p. 107)
“Voy a trincar a Andrés, ya está bien de jugar al gato y al ratón, o sea, a la gata y al ratón. Aunque también lo puedo dejar para después del verano, sí, buena idea, que espere un poco más […] reconócelo Clara, te encantaría pasar el verano con él. Pero ¿dónde? ¿Sin dinero? Es un sueño. Qué asco ser jóvenes.Andrés es terco y no se apea fácilmente de sus errores. Pero si el tío Cadavia se decide a ayudarme, idea que se me acaba de ocurrir, podemos adelantar acontecimientos.” (p. 120-1)

Hay que reconocer no obstante que a medida que avanza la novela, el personaje de Clara va cobrando dimensiones gratamente sorprendentes, hasta convertirse en el personaje principal, muy por encima de Andrés, al cual Guelbenzu no consigue en mi opinión separar plenamente de esa condescendiente tercera voz narradora, la voz omnisciente que al final se nos revela, à la Melville en Moby Dick, como Asmodeo.

Hay otros aspectos de El amor verdadero que merecen comentario, como algunas interesantes referencias metaliterarias a la situación actual de la literatura española (me pregunto si el propio Guelbenzu habrá caído alguna vez en las malas prácticas que critica por voz de su personaje Mateo Perdiz), y las numerosas citas de obras poéticas, generalmente bien ajustadas al contenido de la novela.

Por lo demás, y como es ya habitual en demasiadas ediciones españolas, hay unas cuantas erratas y gazapos de edición, algunas gordas (“una día tan bueno” (p. 134), “se alienan botellas” (p. 315), “atravesando por un periodo” (p. 310), o “ni un sólo comentario” (p. 380)).

El amor verdadero atraerá a muchos lectores poco exigentes, no me cabe ninguna duda. Es una historia con indudable interés, pero con una estructura cansina, un tanto fatigosa. En ocasiones al texto le falta frescura, y posiblemente le sobren muchas páginas. En pocas palabras, a mí no me convence.

17 ene 2013

Postales de Vietnam: 1


Para el recién llegado a Vietnam, sea al aeropuerto de Saigón, el gran centro económico del país, o al de la capital, Hanói, los primeros minutos en un taxi son de una angustia y un pánico irremediables. Los vietnamitas parecen no tener un reglamento de circulación, se dice el viajero recién llegado. El taxista está loco. Todos los demás que ocupan las carreteras están locos. Piensas que en cualquier momento el taxista va a llevarse a una moto por delante y el motorista va a aterrizar en el parabrisas, o peor, va a atravesarlo y te va da a dar a ti.

Y uno se imagina ensangrentado por la sangre y las vísceras de un pobre motorista vietnamita, destripado e incrustado en el parabrisas del taxi que  le lleva por la carretera de acceso a Hanói, o en la espaciosa avenida que une el centro de Ho Chi Minh con su aeropuerto.

Y sin embargo, eso no sucede. Salvo alguna contadísima excepción, claro está.

Este video, cuya duración no llega al minuto, está grabado desde la terraza de una cafetería en el centro de Hanói. Las cinco calles que confluyen en esta especie de plaza no tienen semáforos. De hecho, apenas hay semáforos en Hanói (ni tampoco abundan en Saigón), y los pocos que hay la mayoría de los motoristas no los respetan. Los pasos de cebra, señalizados como están, no significan nada (a un extranjero que se paró en un paso de cebra para dejarnos pasar lo hincharon y vituperaron ¡a claxonazos!)

Observa:

Quien no conozca Vietnam es muy probable que no dé crédito a sus ojos. ¿Cómo es posible que no haya ningún accidente? El cruce en cuestión tiene una altísima intensidad de tránsito a todas horas. El minuto que puedes ver en el video es una mínima muestra de lo que sucede prácticamente las 24 horas del día. Los peatones también cruzan a su aire, por cierto. Una asombrosa concentración de líneas en un mismo plano que sin embargo, no entran en colisión.

Estuve pensando un poco sobre este fenómeno. Algo así nunca ocurriría en Europa, ni en Australia, ni en los EE.UU. Ni siquiera en la ciudad de México, famosa por el caos circulatorio de sus calles, el caos llega a tanto.

Mi conclusión fue que, pese a las pocas reglas que rigen el tráfico en Vietnam (no es necesaria licencia de conducción para ir en motocicleta), hay una que está por encima de todas las demás: No hagas daño a los que comparten la vía contigo. Puedes colarte, recortar ángulos, saltarte los semáforos o incluso ir en dirección contraria, pero no les hagas daño a los demás usuarios de la calle. Esa parece ser la regla no escrita que permite que todos (una inmensa mayoría, en todo caso) vuelvan a casa cada noche.

¿Qué otra explicación puede haber?




For the traveller who has just arrived in Vietnam, whether at the airport of Saigon, the country’s great financial engine, or that of the capital, Hanoi, the first few minutes in a taxi can be of unavoidable agony and panic. Vietnamese people do not appear to have a set of traffic rules, the traveller might tell themselves. The taxi driver is crazy. All the other people on the road are absolutely crazy. At any moment now, the taxi driver is going to run into a motorbike, and the motorcyclist is going to land on our windscreen, or even worse, the guy’s going to crash through it and hit me, the traveller thinks.

And you easily picture yourself covered in blood and with the guts of a poor Vietnamese victim of a traffic accident, gutted and inserted through the windscreen of the taxi on the road to Hanoi or the great avenue that joins downtown Ho Chi Minh with its airport.

However, the above does not happen. There is always the odd exception, of course.

The video that follows, hardly a minute long, was recorded from a café at the top floor of a building in the very heart of Hanoi. The five streets that come together in this sort of square or place do not have traffic lights. In fact, there are not many traffic lights in Hanoi (they are not abundant in Saigon, either), and the few there are most motorists do not obey. Pedestrian crossings, though clearly signed, do not mean anything to them (yet a foreigner who stopped at one to let us cross the street was taken to task and hooted down!)

You've watched the video?

If you don’t know Vietnam, you can hardly believe your eyes. How is it possible that no accident actually takes place? The intersection has very high traffic intensity at all times. This one-minute footage is but a minimal sample of what happens there almost 24 hours a day. Pedestrians too cross the road as they wish, by the way. It is an amazing encounter of lines on one same plane, yet they never collide.

I thought about this for a while. Something like this would never take place in Europe, in Australia or in the USA. Not even in Mexico City, notorious for the traffic chaos that rules over its streets, reaches this kind of bedlam.

The conclusion I came to was that, despite the few rules that seem to regulate traffic in Vietnam (a driving licence is not required for driving a motorcycle), there is one that overrides all others: Do not hurt those who share the road with you. You may get out in front, cut corners, run a red traffic light or drive against the oncoming traffic, but do not hurt others on the streets. That seems to be the unwritten rule that allows them (most of them in any case) to get home every night.

Any other explanation, anyone?

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