11 ago 2014

Reseña: The Following, de Roger McDonald



Roger McDonald, The Following (North Sydney: Vintage Books, 2013). 260 páginas.
Quien quiera hacerse una idea definida y precisa de cómo es la vida en Australia sin abandonar las comodidades del siglo XXI puede optar por refugiarse (sí, has leído bien) en un gran centro metropolitano; o bien asumir riesgos y aventurarse entre las suaves ondulaciones al oeste de la Gran Cordillera Divisoria para terminar recorriendo las grandes planicies que separan al desierto de la densamente poblada franja costera. Son dos Australias distintas, pero están obviamente conectadas. La inmensa mayoría de los que visitan este país continente nunca verán esas regiones, y si aprenden algo de ellas, por lo general es bien poco y a través de terceros.

Esta singular novela del australiano Roger McDonald se compone de tres partes (o tres nouvelles, si se quiere) que presentan algunas tenues conexiones entre sí. La que abre el libro se sitúa en los albores del siglo XX en el oeste de Nueva Gales del Sur, y sigue la vida de Marcus Friendly, un chico huérfano, criado por su abuelo, que sabrá ascender peldaños en la escala social hasta alcanzar la cúspide, el puesto de Primer Ministro. De maquinista ferroviario a político en la Canberra de los años posteriores a la Gran Depresión, Friendly simboliza el ‘bloke’, el arquetipo masculino blanco que en su época sustentó (y desde un punto de vista meramente histórico, sigue sustentando) toda una mitología. Esta narración es, para mi gusto, la más conseguida de las tres. La caída en desgracia de Friendly debido a su oposición al reclutamiento forzoso en la Primera Guerra Mundial no será óbice para que progrese en las filas del partido Laborista.

La segunda sección de The Following se centra en tres personajes masculinos muy diferentes en la Australia de los años 60 y 70: Kyle Morrison, hijo del poeta Bounder Morrison, y terrateniente arruinado; el capataz de la propiedad, Ross Devlin; y finalmente un novelista amigo de Kyle, Powys Wignall (quien bien podría ser Patrick White, al igual que Friendly representaría al Primer Ministro Ben Chiefly). Kyle vive en una inmensa propiedad agrícola del oeste de Nueva Gales del Sur, gracias a la caridad de una tía suya, que intercedió para que no lo expulsaran de la granja. El desenlace funesto de esta parte me recordó en cierto modo a Voss, de Patrick White. Antes que abandonar la tierra que adora y que siente suya, se entrega a ella en cuerpo y alma. Literalmente.

La tercera nouvelle está más próxima a la época actual y la acción (por así decirlo) nos lleva a la costa sur de Nueva Gales del Sur. Un grupo de amigos está reunido al final del verano austral tratando de paliarle el dolor a su amiga Sonia, enferma terminal de cáncer. Rodeados por el humo de los incendios habituales en esa época del año, Max Petersen (parlamentario laborista que espera una cartera ministerial en cualquier momento), Harris, el marido de Sonia, y Tiger Yeomans beben y comen mientras recuerdan el pasado. Se menciona a modo de insinuación que Max es el hijo de Marcus Friendly, pero no termina de estar claro qué papel juega esa conexión en el entramado general del libro.

Con una prosa por momentos algo densa, McDonald fuerza en ocasiones al lector a desmadejar los nudos sintácticos con que engarza ideas en sus párrafos. The Following vendría pues a ser el enaltecimiento de un tiempo y una forma de vivir ya fenecidos: la sordidez de la escena política que retrata McDonald en la tercera parte contrasta con los valores de honestidad y esfuerzo que Friendly representaba.

Sin embargo, me resultó un tanto incongruente que no se haga una denuncia explícita y ecuánime de la desposesión de la población indígena. Dado que McDonald opta por un narrador omnisciente, son demasiados los interrogantes que quedan sin respuesta y muchas las lagunas que quedan sin explorar. La intención de The Following no termina de resultarme clara: numerosos personajes que aparecen y desaparecen sin que desempeñen un papel claro en un conjunto ya de por sí confuso.

5 ago 2014

Leer sin interrupciones

Now I have that new-smartphone feelin'! Do you?
El día se compone de veinticuatro horas. De esas veinticuatro quisiera poder dedicar, cuando menos, una hora y media diaria ininterrumpida a la lectura, ya que no lo hago a la escritura. Hace ya más de dos años que decidí que no quería tener un teléfono móvil, inteligente o no. No estoy seguro de que esta negativa de carácter ludita tenga mucho que ver con lo anterior. Sí sé, en cambio, que algo tiene que ver con lo que hace un par de meses parecía molestar tanto al escritor y traductor Tim Parks, que escribió en un post titulado ‘Writing: The Struggle’ de su blog en The New York Review of Books lo siguiente:

“De lo que hablo es el estado de absoluta distracción en el que vivimos y de cómo afecta las energías muy especiales que se necesitan para abordar una sustancial obra de ficción—para sumergirse en ella y regresar una y otra vez a ella en numerosas ocasiones durante lo que pueden ser días, semanas o meses, retomando cada vez los hilos de la historia o las historias, el esquema  de referencias internas, el posicionamiento de la obra en el contexto de otras novelas y, de hecho, del mundo en un sentido más amplio.” (mi traducción)
Y no es solamente la lectura como actividad intelectual ininterrumpida lo que está en estado de sitio constante. También la escritura, aunque sea tan esporádica como la del blog. En el mes de julio Martin Duwell, quien publica mes a mes una habitualmente exquisita reseña de poesía australiana en Australian Poetry Review decidió suspender la correspondiente a ese mes porque estaba dedicando casi todo su tiempo libre a ver no solamente el Mundial de fútbol de Brasil, sino también los pases de ‘grandes partidos’ históricos de ediciones anteriores del evento balompédico por excelencia que la cadena SBS emitía por las mañanas aquí en Australia.

Se suponía que todas estas nuevas tecnologías iban a hacernos la vida más fácil. Y en muchos aspectos, así ha sido. Ya es posible hablar y ver con un teléfono a otra persona en la otra punta del planeta, algo que en algún momento de mi infancia formó parte de las ficciones que formaba en mi cabeza. Quizás con lo que no contábamos es con esta inacabable serie de interrupciones que causan las tecnologías de la comunicación. Volviendo a lo que nos contaba Tim Parks:

“…cuando leemos hay más pausas, interrupciones y reinicios más frecuentes, más aportaciones procedentes de otras partes,  menos refugios en los que acomodar la mente. No se trata sencillamente de te interrumpan; se trata de que tienes de hecho una tendencia a la interrupción. Es por ello que se necesita más y más energía  para mantener el contacto con un libro, en especial uno que sea largo y complejo.” (mi traducción)
En el mismo remedio hemos creado otra enfermedad. ¿Quién no ha sufrido la inoportuna interrupción de alguna interesante, no ya importante, conversación, sea con colegas, con amigos, o incluso con desconocidos? La máquina se adueña de la atención humana y crea en nosotros una artificiosa necesidad de atender a sus requerimientos.

Y no te pienses que la circunstancia de no disponer de un teléfono celular te va a hacer menos vulnerables a las interrupciones. También existe el factor humano.

Un día de la semana pasada recibí cerca de veinticinco llamadas de teléfono procedentes de algún centro de llamadas radicado en, probablemente, la India. En una de las llamadas decidí coger el silbato que uso ocasionalmente cuando ejerzo de árbitro en los partidos de fútbol australiano que juega el equipo al que pertenecen mis hijos. El interlocutor colgó al instante. En otra llamada, fingí no hablar inglés. “Me no English. Español, Spanish, ¿sí? ¿Habla español? Yo very little English. No comprendo English.” Creo que el pobre jovencito se quedó pasmado – estoy seguro de que era un jovencito, que se esclaviza diciendo las fantochadas que esas empresas que los explotan les exigen decir. Y no me vale que me digan que eso se arregla desconectando el teléfono: dado que trabajo en casa y gran parte de mis ingresos proceden de ese trabajo, la idea de desconectar una de las vías de comunicación que me permite conseguir trabajo remunerado es obviamente contraproducente.

Hace poco menos de un año, el novelista Jonathan Franzen, en un artículo que publicó The Guardian y que llevaba por título ‘What’s Wrong with the Modern World’ (‘Qué tiene de malo el mundo moderno’ – por cierto, parece que ya ha desaparecido de la web del diario británico) señalaba la aborrecible tendencia que nos empuja a centrarnos únicamente en el presente:

“…hoy, 53 años después, la queja primordial de [Karl] Kraus – que el nexo entre tecnología y los medios de comunicación ha forzado inexorablemente a la gente a enfocarse en el presente y a olvidarse del pasado – no puede sino sonarme sincera. Kraus fue el primer gran ejemplo de escritor en percatarse plenamente de cómo la modernidad, cuya esencia es el ritmo de cambio cada vez más rápido, crea en sí misma las condiciones para que se dé un apocalipsis personal. Naturalmente, puesto que fue el primero, los cambios le parecían distintivos y singulares a él, pero de hecho lo que hacía era consignar algo que se ha convertido en elemento fijo de la modernidad. Las experiencias de cada nueva generación son tan diferentes de las de la anterior que siempre habrá a quien le parezca que se ha perdido la conexión con los valores clave del pasado. Mientras dure la modernidad, todos los días le parecerán a alguien los últimos de la humanidad.” (mi traducción)

Hace apenas dos semanas que mi amiga F. comenzó a impartir clases en una universidad local, después de unos cuantos años sin haber pisado un aula como docente. Me confesaba que sus estudiantes no demuestran tener curiosidad alguna por prácticamente nada. Medio en broma, medio en serio, le dije que para mucha gente hoy en día aprender conocimientos puede que suponga una pérdida de tiempo, puesto que lo que realmente valoran es la rapidez con la que pueden acceder a la información que precisen en un momento determinado. Ya no se valoran ni la erudición ni la capacidad de almacenar conocimientos sino la preparación tecnológica que permite acceder a información, sea esta veraz o falaz.

Mi día, como el tuyo, se compone de veinticuatro horas. Y cada día que consigo leer una hora sin interrupción alguna es para mí una pequeña conquista. No sé muy bien qué clase de territorio pudiera ser el que estoy adquiriendo, ni siquiera sé si se trata de algo tangible o perceptible que pueda mostrar, como si fuera un trofeo de caza. Pero no me cabe duda de que es mío.


Y que nadie se piense que esto lo he escrito de una sentada. Eso, ya se sabe, es imposible.

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