23 oct 2014

Reseña: Eyrie, de Tim Winton

Tim Winton, Eyrie (Melbourne: Hamish Hamilton, 2013). 424 páginas.

Mi tercera edición (ya caduca y superada) del diccionario Macquarie define eyrie como “the nest of a bird of prey, as an eagle or a hawk”, esto es, el nido de un ave rapaz, por ejemplo, un águila o un halcón. En esta última novela de Winton, se trata de una doble referencia, tanto a la torre de apartamentos (¡el Mirador!) donde vive el protagonista, Tom Keely, como al árbol donde se aloja el pájaro que divisan Keely, Gemma y Kai en su salida en bote por el estuario del río Swan.

El caso es que Keely dista mucho de ser águila o halcón; la impresión que le queda al lector es que, pese a la simpatía que despierta, la cruda realidad es que Keely va camino más bien de terminar en dodo.

Al inicio de la novela, Tom Keely está tratando de sobreponerse a una espantosa cogorza, una resaca histórica, mientras intenta averiguar, agachado y husmeando como un sabueso, por qué en la moqueta de su apartamento ha aparecido una enorme mancha húmeda. Este momento presenta un contraste casi brutal con otro, hacia el final de Eyrie, en el que Keely toma en sus manos una pistola de agua de juguete, la cual ha comprado por una cantidad irrisoria y ha repintado con espray, y se da cuenta de lo absurda y ridícula que ha sido su quijotesca lucha personal tratando de proteger a Gemma y Kai.

Divorciado, desempleado y desgraciado, su vida es un auténtico desastre. Hasta hacía poco trabajaba como activista medioambiental y ejercía una importante influencia, pero en un episodio acerca del cual el narrador omnisciente se muestra deliberadamente impreciso, Keely arruina su carrera y toma refugio en un alto apartamento de Fremantle, en un edificio dilapidado. Al alcohol, los antidepresivos y los tranquilizantes le sucede un doble expreso cada mañana, y los desvanecimientos que sufren apuntan a algún problema neurológico serio.

En una de sus salidas topa en el ascensor con Gemma Buck, a la que conoció en su niñez, y a quien Nev, el padre de Tom, salvó en más de una ocasión de la violencia doméstica que se vivía en su hogar. Gemma se convirtió en una atractiva adolescente, pero no es inmune al paso de los años. Resulta que malvive en un apartamento, casi contiguo al de Tom, con su nieto Kai, de seis años. La madre de Kai está en la cárcel, Gemma trabaja en un supermercado por las noches y deja solo a Kai.

Naturalmente, Tom quiere ayudarla. (Creo que no supone ningún spoiler si menciono que el polvo que echan tiene cierta influencia en ese ofrecimiento). Gemma se resiste a dejar que Keely se inmiscuya, y lo que en un principio parecía un inusitado nerviosismo por parte de Gemma resulta ser terror. La amenaza se personaliza en Stewie, el padre de Kai (en realidad un delincuente de poca monta) y sus secuaces; pero Gemma les tiene pánico (normal, cuando alguien así te exige $5000 a cambio de no hacerle daño a tu nieto, el asunto no es para tomárselo a risa).

El caso es que Kai logra conectar con Tom Keely. Es un chico extraño, retraído por momentos y muy imaginativo en otras ocasiones. En una caracterización temible, Keely/Winton nos dan a entender que tiene la convicción de que no llegará a viejo. ¿Puede Kai ser para Keely el niño que nunca tuvo con su mujer? Para Keely, el apoyo de su madre, Doris, es fundamental, pero nunca podrá ser suficiente.

Eyrie se configura por tanto como un estupendo thriller, en el que la sensación de amenaza constante empuja a Keely a hacer cosas realmente absurdas o desesperadas, mientras la trama avanza hacia un desenlace que Winton (por fortuna, me atrevo a añadir) deja abierto, sin resolver.

Como en muchas de las novelas de Winton, el protagonista es un perdedor nato. El lector toma partido por el antihéroe, el underdog ya casi mitificado en la cultura popular australiana; uno quisiera pues que Keely gane la partida, que derrote al enemigo y ponga fin a la espiral de alcoholismo y abuso de sustancias, que logre de alguna manera ayudar a Gemma y a Kai a salir a flote.

Pero en los lacónicos diálogos de los protagonistas y en la sucinta, rica y poética prosa del autor no hay lugar para el triunfo de Keely. Eyrie es una novela absorbente, muy en la línea de lo que quizá podríamos ya llamar vintage Winton. No en vano es el autor de corte literario más popular entre el público lector australiano. Son muchos los temas que aparecen en novelas anteriores (Cloudstreet, The Riders, Dirt Music o Breath, por ejemplo) que afloran de nuevo en Eyrie. Decepción, pérdida, la belleza de lo natural, la asunción de responsabilidad por nuestras acciones, las relaciones familiares, la redención… temas presentes en otras obras que vuelven a hacer acto de presencia en esta última.

En el caso de Tom Keely, sin embargo, Winton ha puesto como trasfondo la creciente desigualdad económica de su Australia Occidental en la primera década del siglo XXI, en la que la extracción de minerales se ha antepuesto a toda consideración medioambiental, por no hablar de juicios de índole ética. ¿Lamentaremos en un futuro que haya sido así?

21 oct 2014

Whitlam


Former Australian Prime Minister Whitlam has died at 98. I was kind of fortunate to meet him in person in Sydney, in the late 1990s. The occasion was an official reception at the Spanish Consul-General's residence in Potts Point. I was there not because of the passport I held but because of the job my wife had at the time. I certainly felt like fish out of water.

After being given drinks upon arrival, we were introduced to Whitlam, who turned out to be a chatty, warm, genial old man (he must have been around 82). Delicious Spanish canapés were being distributed while we talked. Whitlam showed some interest in us, a young couple who had recently married and decided to settle in Australia. He subtly inquired if we still spoke different languages at home (we were childless at the time), and I promptly confirmed we did.

Whitlam instantly showed his wit and affability by telling us that, as long as we used the same language for 'pillow-talk', mutual understanding would be a certainty. But then, at some point during the chat, a little morsel of food left his mouth and landed on my shirt, leaving a little stain. I did not take much notice. A day or so later, being the Labor hero he undoubtedly was, and held in a status of almost sainthood by my in-laws, I was urged not to wash the shirt.


The indelible mark Whitlam left on my memory has nothing to do with the shirt or the canapé stain. His was a peculiar, mythical presence, a larger-than-life figure, yet that day he came across as one of the most down-to-earth, straightforward politicians you could expect to meet.

98 years of living is a lot of years: a very long life, one to be celebrated , now that it has come to an end.

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