Tim Winton, Eyrie (Melbourne: Hamish Hamilton, 2013). 424 páginas.
Mi tercera
edición (ya caduca y superada) del diccionario Macquarie define eyrie
como “the nest of a bird of prey, as an eagle or a hawk”, esto es, el nido de
un ave rapaz, por ejemplo, un águila o un halcón. En esta última novela de
Winton, se trata de una doble referencia, tanto a la torre de apartamentos (¡el
Mirador!) donde vive el protagonista,
Tom Keely, como al árbol donde se aloja el pájaro que divisan Keely, Gemma y
Kai en su salida en bote por el estuario del río Swan.
El caso es que
Keely dista mucho de ser águila o halcón; la impresión que le queda al lector
es que, pese a la simpatía que despierta, la cruda realidad es que Keely va
camino más bien de terminar en dodo.
Al inicio de la
novela, Tom Keely está tratando de sobreponerse a una espantosa cogorza, una
resaca histórica, mientras intenta averiguar, agachado y husmeando como un
sabueso, por qué en la moqueta de su apartamento ha aparecido una enorme mancha
húmeda. Este momento presenta un contraste casi brutal con otro, hacia el final
de Eyrie, en el que Keely toma en sus
manos una pistola de agua de juguete, la cual ha comprado por una cantidad
irrisoria y ha repintado con espray, y se da cuenta de lo absurda y ridícula que
ha sido su quijotesca lucha personal tratando de proteger a Gemma y Kai.
Divorciado,
desempleado y desgraciado, su vida es un auténtico desastre. Hasta hacía poco
trabajaba como activista medioambiental y ejercía una importante influencia,
pero en un episodio acerca del cual el narrador omnisciente se muestra
deliberadamente impreciso, Keely arruina su carrera y toma refugio en un alto
apartamento de Fremantle, en un edificio dilapidado. Al alcohol, los
antidepresivos y los tranquilizantes le sucede un doble expreso cada mañana, y
los desvanecimientos que sufren apuntan a algún problema neurológico serio.
En una de sus
salidas topa en el ascensor con Gemma Buck, a la que conoció en su niñez, y a
quien Nev, el padre de Tom, salvó en más de una ocasión de la violencia
doméstica que se vivía en su hogar. Gemma se convirtió en una atractiva
adolescente, pero no es inmune al paso de los años. Resulta que malvive en un
apartamento, casi contiguo al de Tom, con su nieto Kai, de seis años. La madre
de Kai está en la cárcel, Gemma trabaja en un supermercado por las noches y
deja solo a Kai.
Naturalmente, Tom
quiere ayudarla. (Creo que no supone ningún spoiler
si menciono que el polvo que echan tiene cierta influencia en ese
ofrecimiento). Gemma se resiste a dejar que Keely se inmiscuya, y lo que en un
principio parecía un inusitado nerviosismo por parte de Gemma resulta ser
terror. La amenaza se personaliza en Stewie, el padre de Kai (en realidad un
delincuente de poca monta) y sus secuaces; pero Gemma les tiene pánico (normal,
cuando alguien así te exige $5000 a cambio de no hacerle daño a tu nieto, el
asunto no es para tomárselo a risa).
El caso es que
Kai logra conectar con Tom Keely. Es un chico extraño, retraído por momentos y
muy imaginativo en otras ocasiones. En una caracterización temible, Keely/Winton
nos dan a entender que tiene la convicción de que no llegará a viejo. ¿Puede Kai
ser para Keely el niño que nunca tuvo con su mujer? Para Keely, el apoyo de su
madre, Doris, es fundamental, pero nunca podrá ser suficiente.
Eyrie se configura por tanto como un estupendo thriller, en el que la sensación de amenaza constante empuja a
Keely a hacer cosas realmente absurdas o desesperadas, mientras la trama avanza
hacia un desenlace que Winton (por fortuna, me atrevo a añadir) deja abierto,
sin resolver.
Como en muchas de
las novelas de Winton, el protagonista es un perdedor nato. El lector toma
partido por el antihéroe, el underdog
ya casi mitificado en la cultura popular australiana; uno quisiera pues que
Keely gane la partida, que derrote al enemigo y ponga fin a la espiral de
alcoholismo y abuso de sustancias, que logre de alguna manera ayudar a Gemma y
a Kai a salir a flote.
Pero en los lacónicos
diálogos de los protagonistas y en la sucinta, rica y poética prosa del autor
no hay lugar para el triunfo de Keely. Eyrie
es una novela absorbente, muy en la línea de lo que quizá podríamos ya llamar vintage Winton. No en vano es el autor
de corte literario más popular entre el público lector australiano. Son muchos
los temas que aparecen en novelas anteriores (Cloudstreet, The Riders, Dirt Music o Breath, por ejemplo) que afloran de nuevo en Eyrie. Decepción, pérdida, la belleza de lo natural, la asunción de
responsabilidad por nuestras acciones, las relaciones familiares, la redención…
temas presentes en otras obras que vuelven a hacer acto de presencia en esta
última.
En el caso de Tom
Keely, sin embargo, Winton ha puesto como trasfondo la creciente desigualdad económica
de su Australia Occidental en la primera década del siglo XXI, en la que la extracción
de minerales se ha antepuesto a toda consideración medioambiental, por no
hablar de juicios de índole ética. ¿Lamentaremos en un futuro que haya sido
así?