Neel Mukherjee, The Lives of Others (Londres: Chatto & Windus, 2014). 516 páginas.
La guerrilla
naxalita de orientación maoísta apareció en la región india de Bengala
Occidental en las décadas posteriores a la independencia del país en 1947 y se
extendió posteriormente a otras regiones del subcontinente. Sus objetivos eran
claros: lograr la redistribución de las tierras entre los campesinos que
ninguna tenían o que habían perdido la poca que tenían a manos de los
terratenientes, prestamistas y otros caraduras de muy diversa índole. Dejando
de lado lo adecuado o no del método por el que optaron para intentar lograr sus
objetivos – tema que es sin duda discutible desde varios puntos de vista – no
cabe duda de que dichos objetivos eran loables. De hecho, la reforma agraria
que tanto se prometió durante el proceso de independencia y después de esta
nunca se ha llevado a cabo a rajatabla.
Fotografía de Michael Gäbler. |
Este es el
contexto histórico en el que sitúa Mukharjee esta su segunda novela, la cual
estuvo cerca de llevarse el Premio Man Booker de 2014, que se llevó otra
magnífica historia, la del australiano Richard Flanagan (The
Narrow Road to the Deep North). The Lives of Others tiene como
protagonista indiscutible a la familia Ghosh, perteneciente a la clase
media-alta de Calcuta. Es un trabajo muy ambicioso, presentado en dos
narraciones paralelas durante buen aparte del libro. Por un lado, una narración
omnisciente en tercera persona, en la que Mukherjee sigue las vicisitudes (que
son muchas, y no siempre fascinantes) de la familia Ghosh. Por otro lado, el
autor incluye una serie de cartas que Supratik, el joven heredero del clan
Ghosh huido para organizar y liderar las guerrillas naxalitas, escribe a una
mujer de la familia de quien no sabemos el nombre.
La familia Ghosh
tiene como patriarca a Prafulla, quien sobrevivió a una infancia dura y
consiguió construir su pequeño imperio económico en la industria papelera. Su
mujer es Charubala, que manda en la casa con mano de hierro. Tienen cinco
hijos, cuatro varones y una mujer, Chhaya, a la que nunca consiguen casar. Si
en los años 60 los Ghosh acumulan riquezas y se codean con la creme de la creme
de Calcuta, una pobre estrategia industrial y financiera verá cómo la familia
entra en declive en los 70. Los dos hijos mayores, Adinath y Priyo, culpan a su
padre; en realidad, parece decir el narrador, el proceso de declive era
inevitable.
Tea shop in Kolkata. Fotografía de Arnabpatra Jhargram |
El hijo mayor de
Adinath, Supratik, aprende en la universidad las enseñanzas del líder de la
Revolución Cultural, un tal Mao, y harto de las hipocresías y constantes
crueldades de la familia (un ejemplo fehaciente de la sociedad patriarcal
tradicional en Bengala, sostenida sobre un sistema de violencia y opresión de
los poderosos hacia los que nada tienen) se echa al monte en el distrito de
Medinipur.
Entre los
campesinos más pobres, los desheredados de la Tierra, Supratik pasará varios
años. Aprenderá a labrar, plantar, cosechar y fertilizar los campos de arroz en
jornadas de más de 12 horas diarias, y con otros compañeros revolucionarios
emprenderá acciones de lucha armada contra el sistema. Conocerá de primera mano
las tragedias y las injusticias que padecen los más pobres – como el caso de
Nitai Das, sobre el que Mukherjee escribe el prólogo de la novela (ver más
abajo). En compañía de otros jóvenes guerrilleros, Supratik participa en su
primera acción sangrienta (el asesinato de un rico prestamista sin escrúpulos),
a la que seguirán otras. La represión gubernamental no se hará esperar, y
Supratik regresa a Calcuta, al hogar familiar.
La familia Ghosh
no es precisamente un dechado de decencia y honradez. Mukherjee ahonda en los
detalles más oscuros y execrables de cada uno de ellos. La matriarca,
Charubala, ejerce el poder de forma despótica y trata a la viuda de su hijo más
joven y a los nietos como si fueran intocables. Priyo frecuenta un burdel donde satisface sus obsesiones escatológicas hasta que una tarde recibe una paliza. Chhaya
tiene una lengua viperina. El hermano de Supratik es un vivalavirgen enganchado
a la heroína. Es un mosaico en el que la hipocresía, los valores patriarcales y
clasistas de la clase media bengala y los dobles raseros que emplean en las
relaciones interpersonales quedan muy resaltados. El autor pone de relieve la
fuerte contradicción entre esa opulencia venida a menos y sus aspiraciones a
seguir siendo relevantes en la elite social de Calcuta. Ni siquiera Supratik
escapa de la mordaz crítica de Mukherjee: no es ningún héroe.
En un desenlace relativamente
inesperado, al rápido declive económico de la familia Ghosh se sumarán otras
vergüenzas, seguidas de una tragedia posterior a la deshonra que significa para
todos ellos un allanamiento nocturno por parte de la policía.
One way of making a living in heavy traffic. Fotografía de M M. |
The Lives of Others es una novela harto ambiciosa tanto por su extensión
como por el estilo deliberadamente anticuado en ocasiones del que intenta dotar
la novela Mukherjee. Hacer gala del dominio de un vocabulario rebuscado y una
sintaxis vetusta no ayuda de ningún modo al lector. Todo lo que tiene de bueno
de estudio de personajes queda un poco desdibujado. A diferencia del prólogo –
uno de los más impactantes que he leído en años recientes por lo que muestra de
la brutalidad a la que la miseria aboca a los desheredados y abandonados – los dos
epílogos apenas añaden nada de auténtica relevancia a la trama de la novela,
una notable saga de la vida en Calcuta cuyo saldo final es más bien imperfecto.
Prólogo - Mayo de
1966
Después de cubrir la tercera parte del recorrido del camino que une su
choza con la casa del amo, Nitai Das siente que empieza a tambalearse. O puede
que sea otra vez el mareo. Se sienta en el campo yermo que tiene que cruzar
antes de llegar a su choza. No hay ni una brizna de sombra en ninguna parte. El
sol de mayo es un fuego implacable; le quema la sangre hasta dejarlo seco. Y
quema también cualquier atisbo de esperanza que le queda de que el monzón
arribe a tiempo para terminar con este tercer año de sequía. Alrededor, la
tierra empieza a agrietarse y partirse. Le pesan los párpados. Cierra los ojos
por un instante, y luego, justo cuando el sueño empieza a vencerle, se mueve
hacia adelante, despertándose bruscamente. Toquetea distraídamente a su gran
enemigo, el suelo, que ya no es tal suelo, sino polvo compacto. Hasta el
recuerdo del agua ha quedado borrado para siempre, como si nunca hubiera existido.
Toda la mañana ha estado mendigando una taza de arroz en el exterior de la
casa del amo. Sus tres hijos no han comido nada en cinco días. Su última comida
fue un puñado de heno robado del establo del amo, y hervido luego en el agua
amarillenta y turbia del pozo. Hasta el pozo se está quedando seco. Durante los
últimos tres años vienen comiendo una vez cada cinco o seis o siete días. Las
últimas veces que había ido a pedir no habían servido de nada, solamente
recibió insultos y que lo echaran a la fuerza de las tierras de la casa del
amo. Al principio, cuando empezó a ir allí a mendigar comida, le cerraban las
puertas y ventanas y pasaban los pestillos, mientras él se quedaba sentado
fuera de la casa durante horas y horas, y el día dejaba paso a la tarde, y ésta
a la noche, hasta que descubrieron su resiliencia y cambiaron de táctica. Hoy
los guardias le han atacado. Uno de ellos le ha atizado en la espalda, los
hombros y las piernas con un palo, mientras el otro bromeaba: ─ ¿Dónde vas a
darle a este perro? Si no es más que huesos, ni siquiera hace falta arrearle.
¡Sopla y verás cómo se cae de espaldas!
Curiosamente, Nitai no siente dolor alguno tras la paliza de esta mañana. Sabe
lo que tiene que hacer. La cabeza vuelve a darle vueltas, y Nitai cierra los
ojos ante el castigo de la luz blanquísima. Todo lo que tiene que hacer es
caminar la distancia que le queda, unos quinientos metros. Al cabo de unos
momentos ya se encuentra bien. Una especie de energía nerviosa surge de repente
en su interior, se levanta y se pone a andar. A los pocos segundos comienza el
jadeo, pero él sigue adelante. Una arcada seca le interrumpe el paso por un
instante. Pero después sigue caminando.
Su esposa está sentada en el exterior de la choza, esperando a que regrese
con algo, lo que sea, para comer. Apenas puede sostener la cabeza. Incluso
antes de que él pase a convertirse de un punto en el horizonte en la forma de
su marido, la mujer ya sabe que regresa con las manos vacías. Los niños han
dejado de levantar la vista cuando él regresa de los campos. También han dejado
de llorar de hambre. La más pequeña, que tiene tres años, no es más que un bulto
diminuto que apenas se mueve, con unos ojos enormes y pesados. La segunda es un
esqueleto revestido de piel negra flácida, pulida. El mayor, con el vientre
hinchado, se ha vuelto tan lánguido que hasta su misma sombra parece menguada y
torpe. Los huesos se han comido la poca carne que tenían en sus muslos y
nalgas. Las raras ocasiones en las que lloran no mana de sus ojos lágrima
alguna; sus cuerpos son reacios a desprenderse de todo lo que puedan retener y
consumir. Nitai no puede ver ya nada en sus ojos. Antes había hambre en ellos,
hambre y esperanza, y el fin de la esperanza y del dolor, y quizás incluso un rencor
lleno de perplejidad, una suerte de acusación silenciosa, pero ahora ya no hay
nada en ellos: es una nada torpe, que va más allá del final.
El amo le ha explicado qué les espera a sus hijos si no paga los intereses
del primer préstamo. Nitai los ha traído a este mundo de miseria, una miseria
interminable, una miseria sin fin. ¿Quién puede escapar de lo que uno lleva
escrito en la frente desde que nació? Nitai ya sabe qué hacer ahora.
Recoge la hoz de mango corto, coge a su mujer por la muñeca huesuda y la
saca afuera. Con su experta mano de agricultor arquea la hoz y la hace bajar
cruzándole el cuello. Advierte las dos motas de saliva en las comisuras de sus
labios, sus ojos enormes llenos de terror. La cabeza no ha quedado bien
cortada, quizás no le ha golpeado con la fuerza suficiente, de manera que
cuelga de unas fibras todavía por cortar de piel, músculo y arterias, mientras
ella se desploma con un golpe seco. En la cara y en el pecho, que parece estar
a punto de reventar, le ha caído un poco de la sangre que ha salido a
borbotones. Tiene la mano derecha muy pegajosa.
Al oír el ruido, sale el chico. Nitai es rápido, tiene la energía y la
concentración de un animal henchido de sí mismo y únicamente de sí mismo. Antes
de que la visión que el chico tiene ante sí pueda comprimirse en algo con
sentido, su padre le empuja contra la pared de adobe y dirige la curva de la
hoja con toda la fuerza que hay en su ser enardecido contra el cuello del
chico, decapitándolo de un solo golpe. Esta vez la sangre, un chorro fino y
tibio, le da de lleno en la cara. La mano está ahora tan resbaladiza que deja
caer la hoz, En el interior de la pequeña choza está su hija sentada en el
piso, temblando, tratando de arrastrarse hacia un rincón donde poder
desaparecer. Quizás haya olido esa sangre metálica, o se haya asustado del
gemido animal que brota de su padre, un sonido que no es posible que sea
humano. Por instinto, Nitai se limpia la mano derecha, la mano con la que
trabaja, en su lungi apretujado,
agarra a su hija por la garganta con ambas manos, y aprieta y aprieta hasta que
los desorbitados ojos de la niña casi se salen de las cuencas a las que están unidos,
le cuelga la lengua afuera y quedan quietas las piernas que se revolcaban. Se
arrastra por el piso hasta el rincón donde está llorando la última de su prole,
con un gimoteo enclenque, y con manos temblorosas le cubre la boca y la nariz,
apretando con fuerza, manteniendo las manos fuertemente apretadas hasta que ya
no hay nada.
Nitai sabe qué hacer. Levanta el bidón de Folidol que le sobra desde hace
tres temporadas y bebe con los labios bien ajustados a la boca de la lata,
hasta que ya no puede beber más. En su interior un fuego le quema las entrañas
hasta paralizarlo, y entonces empieza a revolverse y retorcerse como una
lombriz lanceada, no para de revolverse y retorcerse y finalmente le sale por
la boca una espumilla rosácea, hasta que también él regresa de la nada que hay
en su vida a la nada que ya es.