9 dic 2014

Reseña: Tim Winton: Critical Essays

Lyn McCredden & Nathanael O'Reilly (eds.) Tim Winton: Critical Essays (Crawley: UWA Publishing, 2014). 341 páginas.

Han transcurrido ya casi veinte años desde que nació en mí un interés por la obra de Tim Winton, cuando una amiga me prestó su copia de Cloudstreet, un fragmento de la cual llegué a utilizar en mis clases durante el único año en que ejercí como docente en la Universitat de València. Desde entonces ha llovido mucho, y por fortuna Winton ha continuado escribiendo novelas, narraciones cortas, memorias y teatro. Por mi parte, he seguido leyéndole y reseñando sus nuevos libros.

Durante varios años de esas casi dos décadas (el plural produce una sensación de vértigo) me enfrasqué en el laborioso proyecto de traducir Cloudstreet al castellano, albergando la (vana) esperanza de que, en alguna parte, algún editor quisiera publicarla. Ni la producción de una serie televisiva basada en la novela ni algún que otro ensayo o trabajo que he publicado en libros o revistas de naturaleza académica parece haber despertado interés alguno por el libro en el mercado editorial de la lengua española.

Ellos se lo pierden.

Tim Winton: Critical Essays apareció este año, editado por Lyn McCredden y Nathanael O’Reilly y publicado por University of Western Australia Press. En el prólogo, los editores señalan que esta colección de ensayos se enmarca en un renovado intento por aportar más voces a la crítica literaria, cuyo objetivo debe ser “contribuir a los debates culturales, a la reflexión sobre la obra individual y sobre el estado de la cultura en la que participa la obra literaria.” (p. 2-3, mi traducción)

El mismo prólogo apunta la inherente cualidad contradictoria de la obra de Winton: “las tensiones entre la capacidad humana para construir significado y el poder destructivo de un accidente o la temporalidad; entre la intimidad tangible, dichosa, y los estragos de la violencia en las relaciones; entre las exigencias y placeres de la existencia material y las insinuaciones de un mundo sagrado, trascendente, que se presiente en lo palpable y lo cotidiano.” (p. 4, mi traducción)

Es indudable que Winton es uno de los narradores australianos contemporáneos más populares, y sin embargo su popularidad no es óbice para que se reconozca su intrínseca cualidad (y calidad) literaria. Winton escribe novelas ‘literarias’ que atraen a un público bastante heterogéneo, y por lo tanto su obra debe en teoría reflejar en buena medida qué es lo que se cuece en la escena cultural australiana en su sentido más amplio.

La colección de ensayos es, como cabría esperar de una recopilación tan variada, bastante desigual en su calidad. De hecho, si los editores hubiesen decidido descartar un par de ellos por su lenguaje excesivamente academicista y reducir el volumen a 10 ensayos, a lo sumo 11, pienso que el libro resultaría todavía más atractivo.

De todos los ensayos que integran el volumen, son dos los que me han cautivado, tanto por su temática como por su riguroso pero muy asequible análisis. El primero se titula simplemente ‘Water’, y lo firma Bill Ashcroft. Se trata de un estudio exquisitamente redactado en torno al agua como símbolo virtualmente omnipresente en la obra de Winton. Ashcroft trata el símbolo desde diversos puntos de vista, desde el litoral (de Australia Occidental) como límite o punto geográfico/moral/psicológico que no se puede sobrepasar al “medio de huida y libertad” (p. 24), pasando por el carácter onírico que el agua adquiere en novelas como Shallows (1984), Breath (2008) o Dirt Music (2001) o como símbolo de la muerte o el renacimiento de índole religiosa. El agua, el río, es el espejo/umbral que Fish cruza finalmente en el desenlace de Cloudstreet para regresar a un pasado y a una muerte interrumpida. El de Ashcroft es una delicia de ensayo, y en tanto que ocupa el primer lugar en la colección, sitúa el listón muy alto para el resto de contribuyentes.

El otro ensayo que quiero destacar es el segundo, ‘“Bursting with voice and doubleness”: vernacular presence and visions of inclusiveness in Tim Winton’s Cloudstreet’, cuya autora es Fiona Morrison. Tras hacer mención del hecho de que Cloudstreet haya pasado a engrosar la lista de títulos publicados por la prestigiosa editorial The Folio Society (ya estaba en la colección Clásicos Modernos de Penguin), Morrison analiza detalladamente cómo emplea Winton el lenguaje corriente, el habla popular en la novela o saga de las dos familias que comparten una enorme casona en una calle del Perth de la posguerra. Dice Morrison de la novela: “Cloudstreet es una obra que demuestra un don especial para reunir diversas formas de plenitud cómica y una reconciliación final: modismos junto a momentos de extremado lirismo, cuentos de tipo colonial junto a un neo-romanticismo postcolonial, lo natural junto a lo sobrenatural, el pasado y el presente.” (p. 56, mi traducción)

Hay otros interesantísimos ensayos en este volumen, por supuesto. Nicholas Birns realiza en ‘A not completely pointless beauty: Breath, exceptionality and neoliberalism’ una curiosa lectura de Breath, con un trasfondo histórico-político que nunca me habría pasado por la cabeza, pero que al menos a mí me resulta harto convincente. Cuando leí la novela en 2008 y escribí esta reseña para la revista Espéculo no intuí en modo alguno los paralelos que pueden perfectamente establecerse entre la trama de la novela de Winton y la relación geopolítica de Australia con los Estados Unidos de América en la década de los 70.

También resulta original la aportación de Per Henningsgard, ‘The editing and publishing of Tim Winton in the United States’, donde analiza las modificaciones y alteraciones que ha sufrido la obra de Winton en los EE.UU.


Se echa en cambio en falta un estudio de cómo (y en qué condiciones) se ha recibido la obra de Winton en otras lenguas. Como ya he comentado en otras ocasiones, constato una sensación de extrañeza o incluso estupefacción ante la falta de criterio o lógica respecto a qué autores australianos contemporáneos resultan ‘premiados’ con el honor (o fustigados con la desgracia, como fue el caso de Tim Winton y Música de la tierra) de la traducción al castellano. Uno puede perfectamente entender que una novelita tan graciosa como El proyecto Rosie se traduzca casi instantáneamente a una veintena o treintena de idiomas. Las editoriales ganan dinero con los best-sellers, and that’s fair enough. Lo que nunca terminará de cuadrarme es que exista un buen número de otros autores y obras surgidas en Australia que, por lo que se ve, nunca van a poder leer los lectores de lengua castellana. ¿Hasta cuándo?

6 dic 2014

Reseña: F, de Daniel Kehlmann

Daniel Kehlmann, F (Londres: Quercus, 2014), 258 páginas. Traducido al inglés del alemán por Carol Brown Janeway.

¿Qué esperar de una novela cuyo título es solo una letra? La única que me viene a la cabeza es la a veces impenetrable V, de Pynchon, que en algún momento en los próximos años trataré de releer.

 ¿Qué se esconde detrás de la F del título? En el caso de esta novela de Daniel Kehlmann, la letra F representa muchas cosas diferentes. Es, antes que nada, el apellido del padre de la familia (otra F) Friedland, Arthur, quien al inicio de la historia queda descrito como una especie de desastre dotado de piernas, un atolondrado aspirante a escritor, quien una tarde decide llevar a sus tres hijos (Eric e Ivan son gemelos idénticos, mientras que Martin es el hijo que Arthur ha tenido con otra mujer) a un espectáculo de hipnotismo del Gran Lindemann Maestro de la Hipnosis.

Arthur repite hasta la saciedad que el hipnotismo a él nunca le puede afectar. Cuando Lindemann le pide que suba al escenario, en un principio se niega, pero finalmente cede ante la insistencia de sus hijos. Una vez con el hipnotista, éste le somete a un interrogatorio en el que Arthur revela sus más recónditos anhelos al tiempo que insiste en que Lindemann no está consiguiendo hipnotizarle. El espectáculo termina con el mago dándole la orden de ser más ambicioso y esforzarse en escribir libros que sean publicados. Esa misma noche vacía la cuenta bancaria de su familia, coge el pasaporte y se fuga (otra F). Años después, se ha convertido en un famoso escritor, con un best-seller titulado My Name Is No One (Mi nombre es Nadie). El libro, sin embargo, alcanza notoriedad porque algunos lectores se suicidan tras su lectura. Este es uno de los temas clave de la novela de Kehlmann, en un apasionante juego entre ficción y realidad: la literatura creada dentro de la literatura.

Veinticuatro años después de la fuga de Friedland, nos encontramos a sus tres hijos, quienes se han convertido en tres hombres adultos sin la presencia constante de su padre. Son ellos quienes en los siguientes capítulos van a continuar con la narración – cada uno de ellos aportando un punto de vista diferente a sucesos y aspectos de la trama, en un ingenioso y excelentemente elaborado rompecabezas que recuerda al cubo de Rubik (la referencia no es gratuita, lee más abajo).

Martin es ahora (una de las fechas que leemos es el 8 de agosto de 2008) un obeso sacerdote católico que se hincha a comer barritas de chocolate mientras escucha (es un decir) las confesiones de los feligreses. Su obsesión es competir en el Campeonato Nacional del Cubo de Rubik – su ranking está entre los 30 primeros. El problema de Martin es la fe – o la falta de fe.

Eric ha conseguido labrarse una reputación como inversor. Casado con una famosa actriz, es el único de los tres que ha prolongado la estirpe familiar, con una niña, Marie. Tiene una amante y una afición desmedida por las pastillitas. El problema de Eric es que es un fraude (otra F): ha perdido todo el dinero de sus inversores y solamente espera el momento en que el escándalo le estalle en las narices y acabe enchironado.

Su gemelo Ivan también ha logrado abrirse camino como marchante de arte moderno. Habiendo estudiado en Oxford y escrito una tesis que lleva por título ‘La mediocridad como fenómeno estético’. Tiene acceso exclusivo a la obra de un pintor por cuyos cuadros se pagan millones de euros. Del pintor, ya fallecido, aparece cada cierto tiempo un cuadro ‘nuevo’ – Ivan había previamente manufacturado un catálogo de su obra, pero en realidad lo que está haciendo es pintar los cuadros. Es un falseador, un muy exquisito – sin duda alguna – falsificador (otra F más) artístico, aunque quizás frustrado por no haber conseguido el éxito como pintor de su propia obra.

En F Kehlmann elabora un retablo repleto de agudísima ironía sobre la sociedad del nuevo siglo. Los diálogos son vivaces, en lo cual sin duda debe tener también su mérito la traductora de esta versión en inglés que he leído. Kehlmann transmite su humor con una extraordinaria economía de palabras: por ejemplo, en la escena en que Eric y Martin discuten al final de la novela si la crisis financiera global ha sido un milagro, la obra de Dios destinada a salvarle a Eric del desastre. Es el sacerdote, sin embargo,  quien se opone tajantemente a la idea de una intervención divina.

No todos los personajes quedan bien redondeados, al menos para mi gusto: Arthur aparece y desaparece sin que llegue a cuajar como uno de los personajes protagonistas; ni siquiera en el capítulo final en el que lleva a una ya adolescente Marie, la hija de Eric, a la feria, donde la somete a un extremadamente alegórico paseo por el laberinto de espejos. Su presencia nunca se hace palpable: posiblemente sea algo apropiado para alguien que buscaba ser un fugitivo permanentemente.

Totalmente recomendable para pasar un buen rato, o varios buenos ratos.

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