30 ene 2016

Reseña: American Rust, de Philipp Meyer

Philipp Meyer, American Rust (Crows Nest: Allen & Unwin, 2009). 367 páginas.

Uno de los precandidatos a la nominación por el Partido Republicano en los EE.UU. (todos sabemos de quién se trata, ¿no?) parece echarle la culpa de todos los males que afectan a su país a la gente procedente de otros países, obviando la pésima gestión que tuvo durante ocho larguísimos años un presidente inepto e incompetente. Parece que ni siquiera los ochos años del mandato de Obama podrán salvar al Imperio de su declive. Y lo peor que casi seguro arrastrarán al resto del mundo con ellos.

Meyer escoge una pequeña ciudad de Pennsylvania llamada Buell como escenario modelo de ese declive. Durante décadas la población local vivió de la siderurgia. Pero las acerías cerraron, y la herrumbre de los edificios y la maquinaria está por todas partes. Cuando el tejido productivo de una comunidad se pudre, lo lógico y normal es que también los miembros de esa comunidad sufran esa corrosión moral, y la desesperación se ceba en ellos. Sin un gran sueño americano por el que luchar, ¿qué les queda?

Víctimas de esa decadencia son dos jóvenes, Isaac English y Billy Poe. Sus circunstancias personales son algo diferentes: Isaac es muy inteligente, pero algo retraído, y por los avatares del destino está atado al cuidado de su padre, discapacitado tras un accidente laboral. La madre optó por suicidarse. Billy, en cambio, es muy atlético y bastante atractivo, pero es el típico camorrista de pequeña ciudad. Vive con su madre en una caravana, evitando encontrar trabajo o que el trabajo le encuentre a él. Las diferencias entre las personalidades de ambos muchachos son enormes, pero de un incidente pasado surgió entre ellos la amistad.

El río Mon en verano. En la otra orilla, algunas de las muchas ruinas del otrora poderío industrial estadounidense. Fotografía de Tur3106.
El día que Isaac decide largarse del valle del río Mon (tras haberse apropiado de cuatro mil dólares que su viejo tenía escondidos) le pide a Billy que le acompañe en su primera jornada. ¿Destino final? California, Berkeley, la universidad, un porvenir. Un fuerte aguacero los obliga a refugiarse en uno de las numerosas fábricas abandonadas cerca del río, y mientras están allí llegan tres vagamundos, quienes reclaman el lugar como suyo.

Isaac, poco dado a discutir con nadie, entiende las indirectas, pero Billy no se arredra y decide plantarles cara. Pasados unos minutos, Isaac regresa por una ruta diferente. La escena que se encuentra es terrorífica: uno de los tres nómadas, el mexicano, tiene dominado a su amigo con una navaja al cuello, otro de ellos, el sueco, parece disponerse a abusar sexualmente de él y un tercero está en tierra, presumiblemente golpeado por Billy. Isaac no se lo piensa dos veces y le lanza el primer objeto contundente a la cabeza al sueco, que cae desplomado. Aprovechando la confusión, Billy logra evadirse (si bien se lleva un tajo), y los chicos huyen del lugar. Isaac ha dejado la guita escondida, y Billy se ha dejado su jersey en la escena del crimen.

Pittsburgh Steel Company, Monessen Works, Blast Furnace No. 3, Donner Avenue, Monessen, Westmoreland County. Pero podría haber sido el Port de Sagunt, o Port Kembla.
La narración en la que nos sumerge Meyer es más bien ralentizada, a ratos repetitiva. Incluso en ocasiones da la impresión de ir un pelín a la deriva. Las diferentes partes del libro se dividen en capítulos que adoptan el punto de vista de cada uno de los personajes. Los dos jóvenes toman decisiones erróneas que terminarán por causarles graves problemas. Mientras, la relación entre la madre de Billy, Grace, y el jefe de policía local, Bud Harris, añade una interesante trama secundaria, en la que se plantean otras cuestiones morales en torno a personajes maduros, aunque prácticamente resignados al fracaso.

El homicidio del sueco es tratado con cierta ambigüedad moral: tanto Billy como Isaac se hacen preguntas acerca de las consecuencias de ese acto − muy diferentes en cada caso – pero la mayoría de las veces conjeturan sobre sus propias inacciones u omisiones pasadas. Cuando ambos tuvieron la oportunidad de salir del círculo vicioso que es la pobreza en esa parte del país, no lo hicieron. Ahora ya es demasiado tarde.

Pero salir, ambos salen. Mientras que Isaac emprende huida a bordo de trenes de mercancías, sufre una paliza y finalmente le roban el dinero, Isaac es arrestado. Ingresa en la cárcel al negarse a declarar (y así proteger a Isaac), un mundo terrorífico en el que es extraordinariamente difícil que sobreviva un joven sin experiencia como él.

American Rust bebe de una gran tradición estadounidense, que se remonta a Huckleberry Finn y pasa por el Kerouac de On the Road. Uno de los principales problemas del debut del autor de The Son, una magnífica novela que reseñé hace unos meses, es que Isaac está pobremente caracterizado. No porque sea poco plausible que un chico enclenque, posiblemente virgen y no muy ducho en las artes, buenas y malas, que se requieren para sobrevivir en la jungla de la calle, pueda matar a un hombre fornido y recorrer cientos de millas en solitario y vivir para contarlo. Isaac es un personaje poco creíble porque son muchas las contradicciones que lo rodean, amén del absurdo recurso que emplea Meyer para hacer que Isaac se refiera a sí mismo en tercera persona. Simplemente no funciona. En todo caso, es una amena lectura. Pero a diferencia de The Son, todavía no se ha publicado en castellano.

21 ene 2016

Reseña: Painting Death, de Tim Parks

Tim Parks, Painting Death (Londres: Harvill Secker, 2014). 346 páginas.

Quizás con este libro debería haberse incluido un pequeño catálogo de las pinturas a las que se hace referencia en sus casi 350 páginas. Aunque los comentarios sobre los cuadros son excelentes, es casi obligatorio mirar las imágenes para hacerse una idea más completa y exacta de qué entraña cada una de ellas.

El inglés Morris A. Duckworth (las iniciales no son una coincidencia gratuita) es residente de Verona (como el autor, quien dedica la novela a los veroneses). Casado con la heredera de una pudiente familia de la muy católica burguesía de la ciudad, ha logrado hacerse un hueco entre la clase alta. Justo cuando le llega el honor de ser nombrado hijo adoptivo y predilecto de la hermosa municipalidad del norte de Italia decide embarcarse en un aparentemente descabellado proyecto: una grandiosa exposición de arte que recorra la extraña obsesión de los artistas con el asesinato. Pintar la muerte, como dice el título.

Lo curioso es que Duckworth ha hecho del asesinato una de las bellas artes. A lo largo de los años se ha pulido a las dos hermanas de su esposa Antonella, al exmarido de ésta, al chófer y al pintor al que le encargaba copias de valiosísimos cuadros que luego suplantaba con las imitaciones, amén de alguna que otra víctima más. Una joyita, vamos.

Todo en esta novela es engañoso, hasta la misma novela. Al comienzo de la trama, Duckworth parece llevar las riendas de su vida con soltura, pero cuando la policía arresta por conducta violenta a su hijo, seguidor incondicional del Hellas Verona (que ocupa por estas fechas el último peldaño de la clasificación de la Serie A), comienzan a torcérsele las cosas. Y en cierto modo, también se le tuercen, por desgracia, al autor.

Lo que comienza como una cómica novela negra, con una trama de thriller y un cáustico trasfondo de crítica a la omnipresente corrupción de la Italia de Berlusconi se convierte poco a poco en una enrevesada farsa, en un embrollo inconsecuente con un desenlace previsible, personalmente muy poco satisfactorio.

Por el camino quedarán tres muertos, diversas componendas y variados chanchullos que implican al clero, la policía, a políticos locales y a diplomáticos libios. La masonería hace acto de presencia con sus anacrónicos rituales iniciáticos. Y en todo este pastel, Duckworth, acusado del primero de esos tres asesinatos, mantiene esperpénticas conversaciones con los fantasmas de sus víctimas.

En suma, una gran decepción, considerando que la otra novela suya que había leído, Destiny, me dejó un excelente sabor de boca. Aunque Parks escriba en una prosa briosa que rebosa sátira e ingenio (se incluye a sí mismo en la novela bajo el nombre de Tim Parkes como el socorrido escritor local a quien le piden en última instancia que escriba los comentarios para el catálogo de la exposición), el resultado final parece un tanto desquiciado.

Para compensar, aquí te dejo tres imágenes de esa ficticia exposición, incluidos los pies de foto que Morris escribe en su “cautiverio” mientras espera la fecha para la vista de su juicio.

Tiziano, Caino e Abele.
“Los primeros hombres, el primer asesinato. […] No todos pueden complacer a Dios, y es bien difícil cuando tu hermano se convierte en el favorito del Todopoderoso. ¡Mátalo! Ticiano añade un cielo de tormenta y nos ofrece la acción desde un ángulo inferior. Sangriento y brutal, pero estéticamente emocionante, Ahora Dios puede desterrar a Caín, el mundo cuenta ya con su primer refugiado y la Historia se ha puesto en marcha.” (p. 304, mi traducción) 
Artemisia Gentileschi, Giuditta decapita Oloferne.
“¡Vestida para decapitar! Tenemos aquí dos armas: la belleza femenina y la espada. Maquillada y con vistosas alhajas, Judith embiste con la bendición de Dios. Holofernes se lo merece porque quiere destruir a los Hijos de Israel y seducir a una pobre mujer. Violada en su juventud, Artemisia Gentileschi pintó este asesinato una y otra vez con cada vez mayor deleite. A todos nos gusta una señora que mata por una buena causa.” (p. 304, mi traducción)
Walter Sickert, What Shall We Do for the Rent? 
"¡Misterio! – así debía comenzar – El Destripador se sienta junto a su víctima desnuda, la cabeza gacha, su cara y su identidad ocultas, un hombre derrotado por su propia libido enferma. La mujer no es hermosa, salvo en la muerte pintada. Si durante breve tiempo el propio Sickert fue sospechoso de asesinato, es porque todos sentimos el vínculo entre los impulsos artísticos y criminales. Ambos reducen a la mujer a un objeto inerte.” (p. 304, mi traducción)

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