17 ene 2017

Reseña: The Boy Behind the Curtain, de Tim Winton

Tim Winton, The Boy Behind the Curtain (Australia: Penguin, 2016). 299 páginas.

Una mañana de verano (rondaría yo los 14 años de edad) iba en bicicleta a hacerle un pequeño recado a mi madre cuando pasé al lado de un grupo de chicos conocidos (con los que mi pandilla de amigos habíamos tenido nuestros más y nuestros menos). Uno de ellos llevaba un rifle de perdigones. Bajaba yo tranquilamente la cuesta cuando un perdigón me impactó en la espalda. Desde ese día he odiado las armas. Todas y cada una de ellas.

En el relato autobiográfico que da título a esta colección de ensayos y variados retazos personales del escritor natural de Perth, Winton cuenta cómo durante meses aprovechó las ausencias de sus padres en casa para apostarse en la ventana, armado de un viejo rifle de calibre 22 que había en la casa, y escondido tras la cortina, apuntaba a los transeúntes con él. “Cuando pienso en el muchacho que estaba en la ventana, en el chico que yo era, siento un persistente escalofrío. Por aquel entonces solo tenía una oscurísima noción de los problemas que me estaba buscando. No me imaginaba ni por un momento ser uno de esos desprevenidos transeúntes o conductores, qué habría sentido si al levantar la vista hubiera visto a un pistolero que me apuntaba con un arma. Nunca me había apuntado nadie con un arma.” (p. 6, mi traducción) El chico que me disparó no se ocultaba tras una cortina, sino en el grupo tribal en el que los cobardes suelen esconderse. Quise romperle la escopeta en la cabeza, pero no lo hice.

En este volumen se recogen la mayoría de los artículos y ensayos que Winton ha publicado en diversas revistas y medios en los últimos quince años. La lectura del conjunto nos da una visión muy completa de quién es Tim Winton el escritor, el padre de familia, el surfista, el ecologista comprometido, el observador de la sociedad australiana y la clase política que la rige y la engaña.

Es una colección variopinta, pues los temas que trata son muchos y, en algunos casos, en cierto modo inconexos. Desde el papel que juegan las armas de fuego en la Australia del siglo XXI hasta la absurda y mezquina persecución que sufren los tiburones en las playas australianas, pasando por la influencia de la religión en su formación personal o dos episodios (ambos relacionados con motos) de su infancia que más le marcaron: por un lado, el accidente que sufrió su padre, oficial de policía, y por otro, otro accidente distinto, que presenció con su padre una noche, unos cuantos años después, cuando volvían de una tarde de pesca.

Hay también escritos de carácter esencialmente político, como ‘Using the C-Word’, en el que desmorona con sencillez y conocimiento el mito de que no existen las clases sociales en Australia. Son tremendamente reveladores los ensayos en los que revela su significativa participación en la campaña para salvar los arrecifes de Ningaloo, ‘The Battle for Ningaloo Reef’ (Winton donó el dinero del premio Miles Franklin que ganó con Dirt Music para sostenerla), y ‘Lighting Out’, un relato autobiográfico y metaliterario en el que explica por qué y cómo decidió rescribir esa misma novela y reducirla desde las casi 1200 páginas del manuscrito que se negó a enviar a la editorial a menos de la mitad. Qué pena que después Destino la arruinara al publicarla en castellano.

Escrita en su acostumbrado lenguaje coloquial, la prosa de Winton posee un singular tono que combina el lirismo con la sencillez y la candidez y que a ratos suena a poesía íntima, bastas confesiones sin refinar, pero quizás por ello más redondas por lo que consiguen comunicar. Tanto en el agua como en la tierra Winton es un maestro de la descripción, capturando en imágenes brevemente expresadas el momento, el lugar, la esencia.

Otro de los ensayos en esta recopilación ofrece una curiosísima anécdota sobre la visión del clásico de Kubrick (basada en el libro de A.C. Clarke), 2001: Una odisea del espacio, cuando tenía ocho años, y la duradera influencia que ha tenido en su personalidad y en su escritura. Como con el resto de la ouvre de Winton, me parece difícil que vaya a ver la luz en castellano, o en catalán, lo cual es una lástima. A ver si hay algún editor que se anima.

La lucha por el arrecife de Ningaloo resultó ser algo más que una riña en torno a un proyecto de complejo turístico: fue un combate entre dos formas de ver la vida. En una esquina, el persistente ethos del colonizador, la suposición colonial de que la naturaleza existe para ser explotada – que no tiene un valor intrínseco, que siempre habrá más. Y en la parte opuesta, la idea de que la naturaleza tiene valor por derecho propio – que hace falta estudiarla, cuidarla y utilizarla con sumo cuidado para incrementar sus posibilidades de perdurar, porque todos sus sistemas son finitos. (‘The Battle for Ningaloo Reef’, p. 159, mi traducción). Fotografía de Eugene Regis.

La evidencia sugiere que nos atribuiremos el permiso de hacerle al tiburón cualquier cosa. Es por eso que continúa prosperando el bárbaro comercio de la aleta de tiburón, es por eso que los grandes tiburones pelágicos han desaparecido en todo el mundo sin que nadie se inmute, es por eso que es improbable que los chicos que mutilan y torturan a los tiburones bajo los muelles de los municipios costeros de toda Australia reciban una reprimenda, por no hablar de que sean condenados por infracción alguna, y es por eso que a la gente biempensante en ciudades como Sydney y Melbourne les parece bien comprar carne de tiburón bajo el nombre comercial falso y engañoso de flake, aun a medida que sus números decrecen. De todos los recursos pesqueros cercanos al colapso, el tiburón es el que menos probabilidades tiene de avivar nuestra conciencia colectiva. Porque fundamentalmente el tiburón no importa – he ahí el subtexto tenaz, perenne. La demonización de los tiburones nos ha cegado la vista, no solamente respecto a nuestro propio salvajismo, sino también a nuestra despreocupada hipocresía. (‘Predator or Prey’, página 209, mi traducción)

Puede que Australia sea un país deslumbrantemente próspero, y dispuesto a proyectar la imagen de una sociedad sin clases para el país mismo y para los demás, pero todavía está estratificada socialmente, aun si son menos los indicadores obvios de la distinción de clases que existían hace cuarenta años. El acento no es, por supuesto, uno de ellos. Tu código postal pudiera resultar revelador, pero no es concluyente. Ni siquiera la ocupación de una persona puede ser algo fiable, y este mundo superficial jamás ha resultado ser tan complicado para hacerle una lectura. En una época de regímenes de crédito relajados, lo que la gente vista o conduzca es algo engañoso, igual que lo es el tamaño de las casas en las que viven. A los australianos les ha dado por vivir de manera ostentosa, proyectando aspiraciones sociales que deben más a la industria del entretenimiento que a una ideología política. La medida más sólida del estatus social de una persona es la movilidad, y la principal fuente de ella reside en los ingresos. Bien nazcas con dinero, bien lo acumules, es la riqueza lo que determina la elección de educación, vivienda, atención sanitaria y empleo. Es también un indicador de salud y de longevidad. El dinero continúa hablando con la voz más alta, incluso cuando lo a veces lo haga desde las comisuras de la boca, Aun si habla con la boca completamente tapada. Y a los gobiernos ya no les apetece realizar una redistribución de la riqueza. Tampoco les gusta intervenir para abrir enclaves y derribar barreras que impiden la movilidad social. Según parece, estas son tareas cuya responsabilidad recae en el individuo. (‘Using the C-Word’, p. 231-2, mi traducción). Fotografía de D.A. Eaton.

11 ene 2017

Reseña: How the Dead Live, de Will Self


Will Self, How the Dead Live (Londres: Bloomsbury, 2000). 404 páginas.
A sus 65 años, la londinense Lily Bloom (son innegables los ecos de Joyce), una energética mujer judía antisemita nacida en los EE.UU., se está muriendo. Si hay algo de lo que pueda presumir Lily, es una portentosa lengua viperina, y en unas cuatrocientas páginas nos lo va a contar todo, de pe a pa: tanto la historia de su vida como la historia de su muerte y lo que le sigue a esta. La novela comienza – algo sorprendentemente – con el epílogo; en realidad se trata de un pequeño artificio narrativo que le sirve a Self para manejar el resto del material a su antojo.

Desahuciada por los médicos, Lily decide irse a su casa a morir. Sus dos hijas son como el día y la noche – Charlotte, la mayor, es la acaudalada y estirada; la menor, Natasha, es adicta a todas las drogas que se le pongan al alcance de la mano y hará cualquier cosa por conseguir la pasta necesaria. Las horas inmediatamente anteriores al óbito de Lily (que finalmente se produce en el hospital) le permiten a Self confeccionar una narración desternillante por boca de Lily, que no deja títere con cabeza.

Una vez difunta, a Lily la viene a buscar un inverosímil aborigen australiano llamado Phar Lap Jones, quien será su guía en el más allá. Hay un moderno Caronte, un taxista de origen griego llamado Kostas, y muchos requisitos burocráticos que cumplimentar. Vamos, como en la vida misma, ¿no?

El caso es que, si ya en vida Lily se pasaba el tiempo denigrando, criticando y despotricando contra todo bicho viviente (empezando por sus propias hijas, pasando por los médicos y terminando con la enfermera que va a cuidar de ella en sus últimas horas), ¿qué otra cosa puede hacer en la eternidad de la muerte sino exactamente lo mismo? Esta es verdaderamente la esencia de How the Dead Live: una extensísima invectiva contra todo y contra todos, en la que Self hace uso de su mordaz sentido del humor, de su ingenio y facilidad para el juego de palabras y de sus irrefrenables dotes para confeccionar los exabruptos más ofensivos.

Y no es que consiga sostener ese ritmo frenético inicial ni el nivel de exquisitez literaria durante las cuatrocientas páginas. Ni mucho menos. A ratos uno se pregunta qué demonios busca el autor, aparte de criticar a la clase media británica con un sarcasmo cáustico y brutal y con múltiples referencias sexuales, a veces una pizca gratuitas. Hay episodios que te hacen partirte de risa, es cierto: pero son los menos en una trama que se extravía desde unos barrios ignotos de Londres hasta el outback australiano. Para cuando Self quiere recuperar el hilo (y con este a un lector tan distraído como yo), quizás ya sea tarde. Lily termina su muerte sin pena ni gloria. Eso sí, antes de ello soltará unas cuantas andanadas contra sus hijas, Tony Blair, la familia real inglesa, Saddam, Winnie Mandela, los Bush y todo bicho viviente.

Si no te molestan el exceso, el cinismo, el exabrupto y la rechifla, este es un libro para ti. De lo contrario, abstente. Eso sí, no estaría nada mal que Will Self creara una novela similar alrededor de cierto personajillo mezquino, soez y dado a la mentira que en apenas una semana va a asumir un puesto de poder que nunca debió haber alcanzado. Por desgracia, ya es tarde, y parece que tendremos que lidiar con eso.

How the Dead Live fue publicada en castellano por Mondadori en 2003 (Cómo viven los muertos); la traducción corrió a cargo de Ignacio Infante.

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