Ismael Martínez Biurrun, Mujer abrazada a un cuervo (Madrid: Salto de página, 2010). 295 páginas.
La cita de rigor que
precede a Mujer abrazada a un cuervo
pertenece a A Journal of the Plague Year
(1722) de Daniel Defoe, una excelente ficción que leí hace ya muchos años y que
por entonces encontré fascinante por la detallada descripción de lo que debe
ser un verdadero averno sobre la Tierra:
el Londres de 1665 durante un brote de la Black Death, la peste. El original de
Defoe dice así – como suele ser habitual entre las editoriales españolas, se
ningunea al traductor de la cita al castellano:
“Nor was this by any new medicine found out, or new method of cure discovered, or by any experience in the operation which the physicians or surgeons attained to; but it was evidently from the secret invisible hand of Him that had at first sent this disease as a judgement upon us; and let the atheistic part of mankind call my saying what they please, it is no enthusiasm; it was acknowledged at that time by all mankind.”
“Him”, por
supuesto, es “God”. Se tardaría muchos años en descubrir cómo se producía y se
contagiaba la peste, que desaparecía, como por arte de magia o poder divino, una
vez había hecho estragos entre la población.
Además, la
edición de Salto de Página incluye una reproducción del grabado de Paul Fürst Doctor Schnabel von Rom (Doctor Pico de Roma) de 1656, que
muestra la indumentaria típica de los médicos que trataban a los apestados, con
la llamativa máscara de un pájaro negro que les cubría la cara y, supuestamente,
les protegía del contagio.
Mezclar géneros
es una arriesgada empresa en literatura, y Mujer
abrazada a un cuervo lo hace, con resultados desiguales. Por momentos una
novela de tintes detectivescos, esta novela de Martínez Biurrun parece también transitar
en ocasiones por la novela histórica, la novela fantástica y el melodrama
familiar. Un batiburrillo que no siempre se deja leer con soltura.
Por otra parte, el
autor (o quizás el editor) introduce en la maquetación del libro unos innecesarios
saltos de página (de verdad: un lector discerniente no requiere ese tipo de señales;
véase por ejemplo la
novela Vidas perpendiculares del
mexicano Álvaro Enrigue, en la cual los saltos temporales y espaciales son
aun más bruscos y radicales) cada vez que Cruz, la heroína, comienza o termina
uno de sus ‘safaris’ al pasado.
El argumento de Mujer abrazada a un cuervo debería despertar
la curiosidad del lector: una joven estudiante de medicina, Cruz Montenegro,
recibe el ofrecimiento de su padre Gabino, especialista epidemiólogo de
renombre y hombre divorciado, alcohólico e inadaptado, para que investigue un
extraño caso en un pueblo (ficticio) de Navarra, llamado Lortia. Nerea
Uztárroz, descendiente de un linaje noble del pueblo, dio a luz a un bebé que murió
a los pocos minutos a causa de una hemorragia interna; en el pueblo se habla de
una maldición. Las investigaciones revelan que varias mujeres de la familia
Uztárroz dieron a luz a bebés muertos, y los indicios parecen indicar una conexión
con el brutal brote de peste que sufrió Lortia en 1601.
Como buena científica,
Cruz no cree en la maldición, sino que piensa que se trata de un virus adaptado
a la bacteria que causa la peste, y que se fue propagando de generación en
generación. Cruz recluta a su amigo Michi y acude a Lortia (Michi, por supuesto, quiere llevársela al catre). Para ayudarse en esta detectivesca investigación,
Cruz hará uso en muchas ocasiones de una inverosímil facultad que ha tenido
desde muy pequeña, la capacidad de viajar en el tiempo, no solamente con la
mente sino con el cuerpo, y ver lo que pasó en otro lugar. La única condición parece
ser que el lugar al que viaja tiene que estar dominado por el dolor y el
sufrimiento.
Mujer abrazada a un cuervo tiene en general un buen ritmo narrativo:
los ‘safaris’ de Cruz pueden resultar un tanto lentos debido a la descripción de
cómo era un pueblo del norte de Navarra en el siglo XVII. Pero es en el
lenguaje donde, en mi opinión, falla la novela. Martínez Biurrun pretende ser
preciosista en un entorno narrativo (la novela fantástica y/o detectivesca) que
realmente no permite florituras ni ornamentos gratuitos, y especialmente si las
metáforas coexisten con pasajes ciertamente ramplones. Pongo por ejemplo este
párrafo de la página 207:
“Cruz no tenía sueños por las noches desde que comenzó su investigación en el caso de Lortia. La pantalla de sus párpados era un cine clausurado, incapaz de hacer la competencia a la realidad de los safaris. Su cerebro echaba la persiana cada noche y daba igual lo que el inconsciente tuviera que opinar al respecto, no había sesión golfa, ni descargas emocionales ni compensaciones freudianas. Sólo oscuridad y ruido de tuberías hasta el amanecer.”
Pienso que chirrían
un poco las tuberías de la prosa de Martínez Biurrun, y se necesita un buen
desatascador para que una narración de misterio progrese sin interrupciones y
sin sutilezas poco afortunadas.
Por otra parte,
el trabajo de edición no es de un alto nivel: hay unas cuantas erratas e incluso
errores de sintaxis, casi de principiantes, que se le escaparon al corrector y
al editor: “Pero safaris y redenciones a parte,“(p. 217). Incluso el
autocorrector de Word me está avisando del error mientras escribo esto. Y al comentar
esto no se trata de que uno sea pedante, sino de asegurar que futuras ediciones
de la novela (si es que las hay) no incluyan dichos errores.
Como el libro que
el atormentado cura de Lortia tenía guardado, oculto en la iglesia tras cuatro
siglos, Mujer abrazada a un cuervo quedará
oculto en mis estanterías durante muchos años, hasta que alguno de mis dos
hijos o algún visitante se decida a leerlo, si es que lo hacen. Por mi parte, yo
no volveré a acompañar a Cruz Montenegro en sus safaris.
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