20 feb 2022

Reseña: Amsterdam, de Ian McEwan

Ian McEwan, Amsterdam (Londres: Vintage, 2016 [1998]). 178 páginas.
¿Qué significa escribir buena ficción? ¿Prima la resolución de una buena trama, el bosquejo competente de personajes y los ambientes en los que se mueven o el acoplamiento de todos los elementos narrativos necesarios en una prosa exquisita, fluida, ocurrente?

El hecho es que McEwan ha alcanzado cotas de maestría (Atonement, por supuesto; o incluso On Chesil Beach) a lo largo de su extensa carrera autorial. Eso no admite discusión. Pero que le concedieran el Premio Booker en 1998 por una nouvelle como Amsterdam, cuyo desenlace está más cercano al de un entremés que al de una novela, sigue siendo un misterio no resuelto más de dos décadas después.

La trama comienza con un funeral. La difunta es Molly Lane. Entre muchas otras personas, al funeral asisten tres de los amantes que Molly tuvo en su vida. Además del shock que les ha causado a los tres la rápida muerte de Molly, han de pasar por el mal trago de cómo darle el pésame al esposo de Molly, George Lane, quien les prohibió visitarla cuando se supo que estaba muriéndose.

¿Y quiénes son los tres ínclitos caballeros? Vernon Halliday, el editor de un periódico que ha visto tiempos mejores, cuyo puesto pende de un hilo; Clive Linley, un reputado compositor a quien le han encargado una sinfonía que marque la llegada del nuevo milenio; y Julian Garmony, ministro de exteriores del gobierno conservador, quien tiene considerables aspiraciones a convertirse en el siguiente Primer Ministro del Gobierno de Su Majestad.

Para Lane, los tres son poco más que moscas cojoneras, pero Garmony parece llevarse todos los numeritos del premio gordo del desprecio. De manera que cuando encuentra entre las posesiones de la difunta unas comprometedoras fotos del ahora ministro, no duda en entregárselas a Vernon.

Para el editor, las fotos son justo lo que necesitaba para relanzar la tirada del periódico y hundir la reputación del político. Dos pájaros de un tiro, ¿no? Vernon decide consultarlo con Clive, que rechaza la idea y aduce que sería como una traición a Molly.

En el transcurso de esa primera conversación entre ellos (siempre regadas con vinos carísimos que McEwan parece conocer muy bien) los amigos llegan a una especie de pacto de asistencia recíproca en caso de contraer una enfermedad irreversible o perder el juicio y la capacidad de decidir poner fin a su propia vida.

En fin: se publican las fotos, Clive y Vernon se pelean, se insultan y comienzan a odiarse. Clive huye al distrito de los Lagos para intentar terminar la sinfonía y allí es testigo de cómo un violador ataca a una mujer pero no hace nada porque en ese instante le llega la inspiración. A Garmony lo salvan de la dimisión y la ruina de su carrera una hábil maniobra de sus asesores utilizando a la esposa del ministro en una entrevista televisiva.

El escritor en el Festival Fronteiras do Pensamento, São Paulo, en 2016. Fotografía de Greg Salibian.
Por mucho que Amsterdam apunte a la corrosión moral de los personajes (nadie parece estar a salvo), la trama se hunde con un exceso de impostura. De hecho, en apenas tres páginas McEwan resuelve la historia, forzando la sátira en torno a cómo una profunda amistad deviene en intenso antagonismo, con fatales resultados. Resulta plausible que la muerte de una amiga en común termine por arrastrar una amistad hacia la más deplorable animadversión, pero un doble asesinato recíproco roza lo ridículo.

Y para colmo, la sinfonía nunca llega a interpretarse. Mejor cambiar de emisora.

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