En el transcurso de uno de los trabajos de
interpretación que hice durante mis años en Sydney (insisto en escribir así el
nombre de la ciudad aquí: la grafía «Sídney» es un error de chiste que
se ha emperrado la RAE en mantener) tuve que llevar a un grupo de clientes
españoles al centro de Auburn, uno de los barrios en la parte oeste de la
metrópolis más multicultural de Australia. Los señores estaban
hambrientos, eran ya casi las dos de la tarde (es decir, había pasado ya la
hora del almuerzo) y Auburn era el lugar más cercano.
Para su desgracia, en Auburn solamente había
tiendas de comida turca y árabe. Uno de ellos incluso se negó a bajar del taxi,
por lo que ese día no hubo almuerzo. No hace falta que explique el porqué de su negativa, ¿verdad?
Solamente añadiré que su plante incluyó palabras soeces y de clara inclinación
racista.
En fin. El caso es que esta triste anécdota me
sirve para presentar esta Bildungsroman australiana, tan peculiar e
inusual. Peculiar porque la iniciación a la madurez del protagonista pasa por
el descubrimiento de su homosexualidad a los 15 años durante el Ramadán, en
medio de un entorno sociocultural extremadamente conservador y religioso, pero
marginado por el sistema sociopolítico mayoritario blanco anglosajón.
Sakr estructura la historia en cuatro partes.
Pasa de la adolescencia y la memoria de la niñez marcada por la ausencia de su
padre turco, el maltrato sufrido a manos de su madre y su ulterior traslado a
la familia de su tía, en cuya casa seguirá sufriendo duros castigos físicos, a
su salida de Australia con destino a Turquía, en busca de una figura paterna y
de una identidad que nunca podrá lograr, pues no domina la lengua.
Escrita totalmente en tercera persona, el punto
de vista es siempre el de Jamal. Y es ahí donde Sakr podría haberse planteado
una estrategia un poco más audaz para la novela: por ejemplo, si figurasen en primera
persona las escenas de los encuentros furtivos de Jamal con el único amigo que
consigue hacer en Turquía u otros episodios en la vida del protagonista, la
obra tendría una rica variedad de enfoques y técnicas.
Con todo, Son of Sin deberá pasar a
formar parte del elenco de esa subcategoría de la novela australiana contemporánea
que profundiza en temas importantes para nuestra sociedad en estos tiempos tan
turbulentos: ¿Qué representan la familia, la religión, el idioma de la diáspora
o el origen étnico para ese sector de la sociedad que tiene que hacer el esfuerzo
de reconciliar sus propias percepciones con la permanente sospecha a la que son
sometidos? ¿Cómo armonizar las experiencias de marginación y racismo, la sensación
de integración en una sociedad multicultural, la libertad que puede vivirse en
ella y las presiones del conservadurismo y las tradiciones de la tierra de los
padres que intentan replicar en Australia una forma de vivir que, en realidad,
ha dejado de existir tanto en el espacio como en el tiempo?
Jamal, el hijo del pecado, encarna esa dolorosa
pugna de forma personal e íntima tanto por el conflicto que implica su orientación
sexual como por el hecho de haber perdido desde muy pequeño parte de una
identidad propia.
Te dejo un fragmento de la novela traducido al castellano. En esta escena, Jamal y sus primos están viendo por televisión los sucesos de las infames Cronulla Riots de 2005 en un barrio del sur de Sydney.
Después
Es por esto por lo que lucharon nuestros
abuelos, ¡no vamos a permitir que estos putos libaneses nos lo quiten! La
multitud bramaba. Miles de blancos, con una cerveza en la mano, banderas
australianas por todas partes, oleada tras oleada de piel rosácea y quemada por
el sol, rodeaban un tropel de micros y grabadoras. No sois bienvenidos,
¡marchaos! Una cadena de blancos perseguía a la gente de pelo oscuro y piel
aceitunada por las calles y por la arena de la playa. Los maderos escoltaban a
las parejas de enamorados, agachados tratando de esquivar los botellazos, a los
anglos revestidos de motivos australianos que les azuzaban y empujaban, la
cámara se tambaleaba, chillidos de maldiciones que les caían encima como
urracas y querían arrancarles la sangre de los oídos: ¡Iros a tomar por culo!
¡A tomar por culo! Estaban bailando y dando voces, estaban furiosos, pero había
niños que les sonreían y mujeres que se reían, y entonces un hombre puso la
cara justo delante de la cámara y gritó: ¡Iros a vuestra puta casa! Había
docenas como ellos propinándoles una paliza a dos chicos morenos. Los maderos movían
las porras, rociaban a todo el mundo con gas pimienta, trataban de hacer
retroceder a la muchedumbre blanca. Iros a tomar por culo, ¡libaneses de
mierda! Un corpulento policía, grande como un barril, atacó a los jóvenes, aplicando
todo su peso sobre la porra y los hizo retroceder. Jamal, Moses y Jihad lo jaleaban
desde la sala de estar de su Tía Rania. ¡Dales! ¡Dales una hostia! ¡Ese tío es
un ídolo!, corearon.
¡Vinisteis de fuera, nosotros crecimos aquí!, respondían
coreando los jóvenes anglos, como si el modo en que los padres de Jihad habían
llegado se le extendiese a él y quedase para siempre clavado en el proceso de
arribada. Tal como ellos parecían estar, todavía en sus blancos buques
coloniales, aterrorizando una playa doscientos años después.
A Tía Rania no le gustó: ¿Por qué están
haciendo esto? ¿Qué les pasa?
Es que ligamos con sus chicas, soltó Moses con
una sonrisilla, y enseguida tuvo que agachar la cabeza cuando ella le arrojó la
shahayta. ¡Guau!, dijo entre risas, pero cambió la expresión en cuanto
ella se levantó con la otra sandalia en la mano, amenazándole. Ella tenía casi
una sonrisa en los labios: la había lanzado como un aviso, como si estuviera
pensándose si le iba a permitir ese descaro.
¿Guau? Te voy a dar guau, wulah. Se le echó encima, pero Moses se escabulló y salió por pies por la puerta frontal de la casa, riéndose. Siempre se escapaba. Incluso cuando le soltó un taco a su madre el año pasado, logró escaparse. Había vuelto sabiendo la que le esperaba, y la paliza que recibió fue conforme a sus expectativas. No había vuelto a vivir con Jamal y su mamá, como si estuviese probando cuánto tiempo podía mantenerse alejado, en qué medida podía vivir a su manera. Si guardaba la esperanza de que Hala cedería antes y le diría que volviese, Moses iba a morir esperando.
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