El extremadamente optimista subtítulo de este libro (Cómo podemos construir el mundo ideal) debería ser suficiente para incitar a su
lectura, ¿no? Si la historia de la humanidad ha sido un avance de progreso y mejora,
de creación de sociedades cada vez más perfeccionadas y con mayores recursos
para evitar la miseria, la muerte o la desnutrición, la idea del mundo ideal
(esa utopía que ya propuso en su momento Tomás Moro) continúa siendo atractiva para quienes deseamos
el bien y no el mal para el prójimo.
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Retrato de Thomas More (1682): un grabado de Esme de Boulonnois que se encuentra en la Academia de las Ciencias y las Artes de Amsterdam. |
Bregman fundamenta su tesis en tres conceptos principales: el ingreso
básico universal, la semana laboral de 15 horas y la eliminación (o en su
defecto, la apertura) de las fronteras. Respecto al primer punto, el autor cita
numerosos ejemplos de localidades y regiones que a lo largo de la historia han
instituido el reparto de dinero para todos. La propuesta tiene su mérito, sin
duda, y resulta persuasiva desde el momento en que, dentro del sistema
neocapitalista actual, contar con lo simplemente necesario para vivir evitaría
muchos problemas sociales. Y no nos engañemos: una mayor presión fiscal sobre
los que tienen muchísimo más de lo que necesitan sería un buen (y factible) primer paso.
Si la crisis de 2008 demostró algo (cosa de la que, en mis peores días,
dudo) es que el sistema financiero neocapitalista del comienzo de este siglo no
funciona. Hacen falta visiones alternativas, propuestas plausibles para poder replantear
el debate y consumar los cambios que el mundo necesita, sugiere Bregman.
De entrada, dice el autor, habría que renunciar (o penalizar, ¿por qué no?)
el frívolo consumismo que parece conducir únicamente al agotamiento de
recursos, la destrucción de ecosistemas y el calentamiento climático global. Exigir
que de la ducha pueda salir toda el agua que uno quiera no es simplemente
egoísta: es estúpido.
La segunda pata de esta propuesta utópica de Bregman es la reducción del
tiempo utilizado en trabajar, junto con la eliminación de ciertos trabajos que remuneran
demasiado a quienes prácticamente nada hacen. El autor pone la mira en el
cálculo del PIB, el cual no es para nada representativo de lo que una sociedad moderna
debiera medir y examinar como progreso.
Finalmente, la tercera base en la que Bregman apoya su proposición es la
eliminación de las fronteras. Los datos que aporta John Washington en su libro
(reseñado aquí hace unos pocos meses) dan completamente la razón a lo que
ya proponía Bregman en 2014. El factor que más intensamente determina la salud,
el bienestar, la expectativa de vida o el nivel educativo de una persona es el
lugar de su nacimiento y el pasaporte al que tiene derecho.
Con un vocabulario absolutamente sencillo, haciendo gala de un estilo
directo y claro, Bregman hizo con este libro un llamamiento muy válido para que las fuerzas políticas progresistas
instauren estructuras que conduzcan hacia una redistribución de recursos con el
objeto de crear sociedades que sean tan justas como prósperas. Pero da cierta pena comprobar que todavía
haya quien asocie catástrofes históricas como el estalinismo con estas líneas de
pensamiento, como hizo
en su día Richard Seymour en The Guardian. Conectar lo ocurrido a
mediados del siglo XX en la URSS con una propuesta tan idealista y ambiciosa como
esta, dentro del ámbito socioeconómico y filosófico en el que se mueve Bregman,
me parece desacertado. Con amigos así, ¿alguien necesita enemigos?