«Ahora mismo, tú te
encuentras donde te encuentras porque, o bien tú, o bien tus padres, o bien tus
antepasados, emigraron ahí» (p. 220, The Case for Open Borders, mi
traducción).
Si has asentido (siquiera levemente) tras leer la
cita anterior, debes de tener bastante claro el hecho innegable de que la
Historia de la humanidad es en buena medida una de continuas migraciones. El fenómeno
contemporáneo del cierre a cal y canto de fronteras es la reacción conservadora
a una característica muy propia de los seres humanos (la movilidad) con
consecuencias profundamente negativas. Ese es uno de los mensajes centrales de
este estudio de John Washington.
Es infrecuente encontrar libros como este, que elabora
una intachable propuesta positiva para que el lector considere la mera
posibilidad de que los gobiernos de muchos países del mundo abran sus fronteras
o, al menos, las conciban de manera muy diferente a la que predomina: lugares
violentos donde la muerte, la represión y el racismo campan a sus anchas.
Washington aborda de manera elocuente y cuidadosa la
cuestión y elabora su propuesta en torno lo que son, a grandes rasgos, cuatro
ejes argumentales incontestables: la historia de la formación de fronteras, y los
aportes de la ciencia económica, climática y política en torno a la frontera y
la migración.
En el primer caso, la
formación de muchos estados modernos (democráticos, si se quiere, como por
ejemplo, Australia) es el producto de más o menos largos procesos de
desposesión y de asimilación forzosa y violenta de tierras de pueblos
autóctonos. Pero las fronteras siempre han sido movedizas. Una curiosidad que
se le podría ofrecer a John Washington podría ser indagar en el hecho de que
haya tantísimas poblaciones españolas que llevan la frase «de la Frontera» en
su nombre, demostración irrefutable de que esa frontera se fue desplazando con
el paso de los siglos.
En las estribaciones de la Serranía: La Frontera, Cuenca. Fotografía de Diego Delso. |
Económicamente, la
migración (inmigración y emigración) es positiva. Es algo innegable. Washington
cita un sinnúmero de datos y estudios que lo prueban. La historia económica de
Australia en los siglos XX y XXI —y las tendencias recientes del estado
español— lo demuestran. Sin inmigrantes, Australia apenas lograría anotar unas
décimas de crecimiento en su PIB. Por otra parte, Washington plantea un
importante cambio en las políticas occidentales respecto a la supuesta
protección de fronteras y los enormes gastos militares que conllevan: «Si los
Estados Unidos, la Unión Europea y Australia despojaran de financiación sus
aplicaciones fronterizas y sus presupuestos militares, liberarían enormes
cantidades de dinero que podrían gastarse en la creación de puestos de trabajo,
la financiación de escuelas, la mitigación del cambio climático, reparaciones y
en las artes, además del fortalecimiento responsable de las comunidades
foráneas de las que huye la gente» (p. 166, mi traducción).
Washington avisa
además de los considerables movimientos de personas que la catástrofe climática
global parece estar causando ya. Intentar preservar la
integridad de esas fronteras cerradas traerá muy probablemente más conflictos
violentos (tanto internos como externos) y será causa de periodos de crisis
económica más frecuentes y largos.
Finalmente, desde un
punto de vista político, el libro analiza las flagrantes contradicciones del capitalismo
tardío en términos de fronteras: mientras que el dinero, las materias primas, la
tecnología y multitud de productos manufacturados y artículos sujetos a las
leyes de la propiedad intelectual cruzan las fronteras sin ninguna clase de
cortapisas, las mismas reglas no se aplican a las personas que trabajan en su
producción. La apertura irrestricta de las fronteras, según la plantea
Washington, es una condición necesaria para la creación de una sociedad futura
más justa e igualitaria. Y el autor va incluso más lejos: «La migración no
autorizada, sea la de solicitantes de asilo que huyen para salvar sus vidas o
la de pobres que buscan mejores oportunidades, debe ser entendida como un acto
radical. Es un acto individual, con frecuencia impulsado por la necesidad, pero
constituye también un agravio y una subversión de un violento sistema de subordinación
colonial» (p. 182, mi traducción).
Uno se pregunta, al
fin y al cabo, por las razones que llevan a tanta gente a defender la bajeza
moral de las políticas de cierre a ultranza de fronteras. Y uno sospecha que el
motor principal de esa bajeza es el racismo. «Buena parte del mundo […] ha
aprendido que el racismo es un mal absoluto, y sin embargo muchos todavía lo
asumen abiertamente o excusan la deshumanización y la discriminación mortal que
se basa en el lugar de nacimiento de una persona» (p. 200, mi traducción). Es
algo que, lamentablemente, uno puede percibir muy de cerca —yo lo hago, incluso
en mi familia política.
A veces, un libro puede cambiar un poquito el mundo. Si por casualidad llega a tus manos The Case for Open Borders, léelo y compártelo.
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