Alberto Olmos, Ejército enemigo (Barcelona: Mondadori, 2011). 279 páginas.
Me acerqué a esta
novela de Alberto Olmos con una mezcla de curiosidad y aprensión. Había leído
muchísimos comentarios sobre la novela, y había seguido de bastante lejos los
numerosísimos dimes y diretes acerca del autor, que ciertamente habían
alimentado mis expectativas y mis suspicacias.
Vayamos por
partes. De Olmos, a quien no conozco de nada, me separan dos cosas
fundamentales: el país de residencia (España él, Australia yo) y el año de
nacimiento (le llevo once años de ‘ventaja’ en este valle de lágrimas). No he
leído ninguna de sus novelas anteriores.
La lectura de Ejército enemigo me ha dejado un poco
indiferente: ni es tan mala como algunas críticas apuntaban con evidente saña,
ni creo que reúna mérito alguno para pasar a la historia de la literatura
española. No tiene brillantez, ni le sobra originalidad. Salvo algunos pasajes
bien trabajados, el conjunto de Ejército
enemigo me ha parecido un tanto pedestre.
La novela adopta
algunas de los principios del relato detectivesco, incluso desarrolla bien la
intriga en torno a la muerte de Daniel y las pesquisas que realiza Santiago.
Pero Olmos parece haber optado por preparar un extraño cóctel, un batiburrillo de
registros y temas, en ocasiones un poco alocado, en lugar de centrarse en un
tema o en un único motivo.
Así, mezcla en
esa trama de misterio otros elementos que, personalmente, pienso que sobraban: afirmaciones
categóricas, más que reflexiones, sobre la inmigración en España (o en Madrid,
para ser específicos), el marketing, la privacidad o la pornografía en
internet. Hay un exceso de imágenes pornográficas que, ciertamente, no vendrían
a cuento si la novela fuera solamente un whodunnit;
es un tema que no me interesa para nada, pero puede que a los adolescentes
españoles exiguamente educados de principios del siglo XXI sí les atraiga; la pornografía
es algo, créame usted que me lee, que vende, y mucho. Y para rematar la faena, muchos,
muchísimos, extractos del diario del protagonista (un recurso sobreactuado: se
repite más que el ajo). ¿Quieres leer una novela de misterio e intriga
reciente, mucho mejor que Ejército
enemigo? Te sugiero La
mala espera, del argentino Marcelo Luján.
Si Olmos buscaba
realizar una crítica de la más que triste realidad social en la que se ha
hundido España, Ejército enemigo es
un fracaso tan sonoro como la industria de solidaridad que desprestigia el
protagonista hasta la saciedad. O cabe la posibilidad de que en realidad Ejército enemigo tratase de ser un
reflejo medianamente certero de ciertos atributos que pueden adjudicarse a esa
España rancia y desprestigiada, la que no gana campeonatos de fútbol, la heredada
de los cuarenta años de Franco y que tan vigorosamente revitalizó el gobierno
de un señor de Valladolid con bigotito de sargento de la Benemérita, bajo un
disfraz de democracia participativa. Zafiedad, envidia, estulticia,
revanchismo, corrupción, avaricia, grosería, el insulto como gesto vital.
El protagonista,
Santiago, se revela por momentos como un patético fascista. Un treintañero
madrileño, soltero y sin compromiso, un auténtico wanker, con un carácter agrio. Es un personaje que resulta del
todo repelente: no desprende simpatía alguna (ni en el lector ni en los otros
personajes), desborda cinismo y rencor. No tiene prácticamente amigos, y al
único con el que mantiene una conexión esporádica, Daniel, un jovencito pequeño
burgués que cree que se puede cambiar el mundo con causas solidarias, va y lo
matan en un descampado.
Santiago recibe
un sobre que Daniel dejó a su nombre. En él está la contraseña del email de
Daniel. Santiago entra en el correo electrónico de Daniel y comienza sus
pesquisas. ¿Quién era Daniel en realidad, y a qué se dedicaba? ¿Quién lo mató,
y por qué? Santiago llega hasta el final, pero en su huida hacia adelante se
llevará una enorme y humillante sorpresa: resulta que lo han utilizado. No era
tan listo como se pensaba.
Por lo demás,
cabe hacer mención de algunos errores de bulto en esta segunda edición de
Mondadori. Alguien debiera explicarles (¿o al autor?) que “12:00 am” es la
medianoche, no el mediodía.
Ah, y pobre
Cristina Valbuena. No se merecía ese final.