Los días
perfectos es un librito
compuesto de dos largas cartas que escribe Luis. La primera va dirigida a su
amante mexicana Camila, con quien había estado acudiendo a un congreso de
periodismo en Austin (Texas) hasta ese año. Por un lado, la carta rememora cómo
se conocieron y pasaron días que rozaron la perfección, mientras que por otro hace
un repaso de su peculiar investigación de corte biográfico-literario en torno a
las cartas del Nobel de 1949 de Literatura, William Faulkner, a Meta Carpenter,
la secretaria de su agente, con quien mantuvo una relación de las llamadas ilícitas.
En realidad, la
fascinación de Luis con Faulkner y sus cartas le sirve al autor como
subterfugio narrativo para dotar al libro de un trasfondo literario para la
(apenas presente) trama.
La segunda parte
es también una carta de Luis, dirigida en cambio a su esposa Paula en Madrid.
En ella también hace mención de Faulkner y sus misivas a Meta, refiriéndose a
la apatía a la que intuye que la vida conyugal lo ha condenado: «somos
incapaces de arrancar espontáneamente con esa vieja melodía sobre la que
improvisar a dúo, nos salimos de la canción todo el rato, estamos tocando sin
escucharnos, la intensidad se pierde pronto y todo parece previsible y recitado
a media voz como recitan las viejas en misa.» (p. 162)
Un día perfecto, una canción perfecta.
¿Qué es un día perfecto?, podríamos preguntarle a Luis (o a Bergareche, ya puestos). E incluso si fuese posible dar con una respuesta a esa pregunta, yo personalmente la rebatiría de inmediato, porque la idea de vivir ‘un día perfecto’ ya no me sirve de nada. Me es más atractiva la noción de vivir cada día como si pudiese ser el último día que viva. Pero ninguno es perfecto.En ambas cartas
Luis compone una diatriba no exenta de humor sobre el hecho de enamorarse y ejercer
el apasionamiento en nuestras vidas. Pero no deja de ser una invocación
convencionalmente rebelde en contra de la frustración que sigilosamente invade
nuestras vidas conforme envejecemos.
Y un último
apunte: Bergareche traduce «collarbone», es decir, la clavícula (de la carta
que Faulkner le dirigió a Meta un viernes de 1960) como «vértebra», un pequeño error
significativo dado el contexto en el que aparece.
El cuadro favorito de Luis: Goya, Retrato de la Marquesa de Santa Cruz, 1805. |