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9 feb 2020

Reseña: Living in the Maniototo, de Janet Frame

Janet Frame, Living in the Maniototo (North Sydney: Vintage, 2018 [1979]). 236 páginas.

Tenía este libro de la autora neozelandesa en las estanterías desde hacía años, y decidí cogerlo el día antes de salir de viaje para Nueva Zelanda. El título me indujo a pensar que la novela estaría de algún modo situada en lo que se conoce como Maniototo, una extensa llanura al este de las cordilleras de la Isla Sur. Craso error. Maniototo apenas aparece en el libro, y desde luego Frame no incluye descripción alguna de cómo era vivir en esa parte del mundo.

Que lo anterior no se interprete como una crítica negativa del libro. Es sencillamente una observación sobre lo engañoso que puede ser un título. Publicado el día en que cumplía yo 12 años, curiosamente fue reseñado un mes después en The New York Times por una joven escritora llamada Margaret Atwood, quien por cierto confundió el nombre Blenheim del ficticio barrio de Auckland con otro lugar (posiblemente inexistente) llamado Glenheim. Sí existe Glenfield, probablemente la inspiración para el detestable centro comercial de la zona que Janet Frame bautiza como Heavensfield.

Glenfield, Auckland. Centro comercial construido años después de la novela. ¿Una visión del futuro? ¿La premonición de la fealdad capitalista?
¿Y qué decir entonces de Living in the Maniototo? Pues confesar que me ha parecido que es una novela extraña, singular y atípica parece no decir mucho a favor de su lectura, pero a quien le guste la literatura que mezcla realidad y ficción de la misma manera que el gazpacho junta tomate y pepino este libro le va a dejar un excelente recuerdo.

La narradora comienza con un divertido truco: Mavis Halleton nos dice que la podríamos conocer por alguno de los varios seudónimos o nombres alternativos que usa (Alice Thumb o Violet Pansy Proudlock, entre otros). Se jacta de haber enterrado a dos maridos, y tras la muerte del segundo decide retomar su carrera literaria con un viaje a los Estados Unidos. La primera escala la hace en Baltimore, en la casa de su amigo Brian, en un barrio poco recomendable. Semanas más tarde llegará el sobrino de Brian, un muchacho confuso cuya visita da lugar a extrañas situaciones y embarazosos desencuentros.

De Baltimore Mavis/Alice vuela a Berkeley, en la Bahía de San Francisco. Los Garrett, unos amigos suyos, van a irse de viaje a Italia y le prestan la casa mientras estén fuera. La ocasión la pintan calva, dicen. Silencio, soledad, y tiempo para escribir.

El caso es que a las pocas semanas se produce un terremoto en el norte de Italia, y le llega la noticia de la muerte de los Garrett en el desastre. Para más sorpresa todavía, el abogado de los difuntos le comunica que le han dejado a ella la casa en su testamento. Mavis sabe que a la casa iban a venir otras dos parejas de amigos de los Garrett. Compungida, y al mismo tiempo un tanto avergonzada por haber heredado una casa de una pareja a la apenas conocía, Mavis decide hospedar a los cuatro.

En cierto modo es en este punto en el que realmente comienza la novela. Si antes Mavis ha narrado su vida con el primer y el segundo esposo y la espantosamente aburrida y mediocre existencia en Blenheim, a partir de la llegada de los invitados, la narración adopta una perspectiva diferente e intrigante.

Las interacciones de Mavis con los Prestwick (Roger y Doris) y los Carlton (Theo y Zita), y entre ellos cuatro, conforman una confabulada historia, desbordante de ironía y buen humor. Además, Frame (a través de su alter ego, la escritora Mavis) salpica el libro de singulares reflexiones sobre el arte de la ficción. Una muestra:
“Como una solitaria abeja carpintera, una escritora atesora pedacitos del múltiple surtido y luego procede a roerlos de manera obsesiva, construyendo una larga galería, anidando su existencia misma en el interior de esa comida. Quien se los come, desaparece. Aparecen entonces los personajes en esa larga galería. Pero estoy hablando, sin embargo, de la ficción. Yo tenía cuatro invitados. Quería saber algo de ellos. Era natural su tentación de intentar ‘contarlo todo’, puesto que se hallaban dentro de un límite de tiempo y luchando de forma constante contra él, mientras que los personajes de ficción tienen todo el tiempo del mundo y mucho más, y no hace falta que cuenten, de manera deliberada, secreto alguno”. (p. 128, mi traducción)
Y en verdad que la novela es así, tal como la describe la narradora: una larga galería, o si se quiere, un desfile narrativo de singulares personajes, a los que, insiste Frame, hay prestar atención. Desde los dos maridos, Lewis Barwell (durante veinte años) y Lance Halleton (que “durmió con dos calculadoras de bolsillo bajo la almohada en nuestra noche de bodas” (p. 34, mi traducción), pasando por el estafador Albert Wynyard, con el que se obsesionó Lance tras dejar su trabajo como profesor de francés para convertirse en cobrador de deudas.

Luego están los muchos personajes de Baltimore: la anciana asistenta de Brian en su casa de Baltimore, la Sra. Tyndall, que la invita a contemplar en directo el milagro de las diez de la mañana del Hermano Coleman:
“Concluido el himno, la muchedumbre guardó silencio, y el Hermano Coleman levantó los brazos como un sacerdote y entonó con voz apasionada:‘Dad todo lo que tenéis a Dios. No os estoy pidiendo que me deis dinero a mí, quiero que se lo deis a Dios. Acercaos, todos, ¡sí, todos!’ decía casi gritando, ‘vaciad los monederos a los pies de Dios por el amor de Dios; no importa lo pequeño que sea lo que ofrezcáis, Dios lo acepta, Dios lo comprende.’” (p. 82, mi traducción)
O el joven Lonnie, el sobrino díscolo de Brian, que se apropia de la colección de monedas de una familia que lo invita a pasar unos días en su casa de campo. Y los personajes en Berkeley, a cada cual más chocante y ridículo. Y esta revista de personajes ficticios concluye con una sorpresa que Frame se saca de la chistera como por magia. El final es, sencillamente, genial.

En las calles de Dunedin, esta placa rinde homenaje a su escritora más famosa.
Una novela que se anticipó mucho al tipo de ficción que produciría décadas más tarde el postmodernismo y la autoficción, tan denostada en algunas partes. Que yo sepa, nunca fue traducida al castellano ni al catalán.

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