Janet Frame, Living in the Maniototo (North Sydney: Vintage, 2018 [1979]). 236 páginas.
Tenía este libro
de la autora neozelandesa en las estanterías desde hacía años, y decidí cogerlo
el día antes de salir de viaje para Nueva Zelanda. El título me indujo a pensar
que la novela estaría de algún modo situada en lo que se conoce como Maniototo,
una extensa llanura al este de las cordilleras de la Isla Sur. Craso error.
Maniototo apenas aparece en el libro, y desde luego Frame no incluye
descripción alguna de cómo era vivir en esa parte del mundo.
Que lo anterior
no se interprete como una crítica negativa del libro. Es sencillamente una
observación sobre lo engañoso que puede ser un título. Publicado el día en que
cumplía yo 12 años, curiosamente fue reseñado un mes después en The New York Times
por una joven escritora
llamada Margaret Atwood, quien por cierto confundió el nombre Blenheim del
ficticio barrio de Auckland con otro lugar (posiblemente inexistente) llamado
Glenheim. Sí existe Glenfield, probablemente la inspiración para el detestable
centro comercial de la zona que Janet Frame bautiza como Heavensfield.
Glenfield, Auckland. Centro comercial construido años después de la novela. ¿Una visión del futuro? ¿La premonición de la fealdad capitalista? |
¿Y qué decir
entonces de Living in the Maniototo? Pues confesar que me ha parecido
que es una novela extraña, singular y atípica parece no decir mucho a favor de
su lectura, pero a quien le guste la literatura que mezcla realidad y ficción
de la misma manera que el gazpacho junta tomate y pepino este libro le va a
dejar un excelente recuerdo.
La narradora
comienza con un divertido truco: Mavis Halleton nos dice que la podríamos
conocer por alguno de los varios seudónimos o nombres alternativos que usa
(Alice Thumb o Violet Pansy Proudlock, entre otros). Se jacta de haber
enterrado a dos maridos, y tras la muerte del segundo decide retomar su carrera
literaria con un viaje a los Estados Unidos. La primera escala la hace en
Baltimore, en la casa de su amigo Brian, en un barrio poco recomendable.
Semanas más tarde llegará el sobrino de Brian, un muchacho confuso cuya visita
da lugar a extrañas situaciones y embarazosos desencuentros.
De Baltimore
Mavis/Alice vuela a Berkeley, en la Bahía de San Francisco. Los Garrett, unos
amigos suyos, van a irse de viaje a Italia y le prestan la casa mientras estén
fuera. La ocasión la pintan calva, dicen. Silencio, soledad, y tiempo para
escribir.
El caso es que a
las pocas semanas se produce un terremoto en el norte de Italia, y le llega la
noticia de la muerte de los Garrett en el desastre. Para más sorpresa todavía,
el abogado de los difuntos le comunica que le han dejado a ella la casa en su
testamento. Mavis sabe que a la casa iban a venir otras dos parejas de amigos
de los Garrett. Compungida, y al mismo tiempo un tanto avergonzada por haber
heredado una casa de una pareja a la apenas conocía, Mavis decide hospedar a
los cuatro.
En cierto modo es
en este punto en el que realmente comienza la novela. Si antes Mavis ha narrado
su vida con el primer y el segundo esposo y la espantosamente aburrida y
mediocre existencia en Blenheim, a partir de la llegada de los invitados, la
narración adopta una perspectiva diferente e intrigante.
Las interacciones
de Mavis con los Prestwick (Roger y Doris) y los Carlton (Theo y Zita), y entre
ellos cuatro, conforman una confabulada historia, desbordante de ironía y buen
humor. Además, Frame (a través de su alter ego, la escritora Mavis)
salpica el libro de singulares reflexiones sobre el arte de la ficción. Una
muestra:
“Como una solitaria abeja carpintera, una escritora atesora pedacitos del múltiple surtido y luego procede a roerlos de manera obsesiva, construyendo una larga galería, anidando su existencia misma en el interior de esa comida. Quien se los come, desaparece. Aparecen entonces los personajes en esa larga galería. Pero estoy hablando, sin embargo, de la ficción. Yo tenía cuatro invitados. Quería saber algo de ellos. Era natural su tentación de intentar ‘contarlo todo’, puesto que se hallaban dentro de un límite de tiempo y luchando de forma constante contra él, mientras que los personajes de ficción tienen todo el tiempo del mundo y mucho más, y no hace falta que cuenten, de manera deliberada, secreto alguno”. (p. 128, mi traducción)
Y en verdad que la novela es así, tal como la describe la narradora: una larga galería, o
si se quiere, un desfile narrativo de singulares personajes, a los que, insiste
Frame, hay prestar atención. Desde los dos maridos, Lewis Barwell (durante
veinte años) y Lance Halleton (que “durmió con dos calculadoras de bolsillo
bajo la almohada en nuestra noche de bodas” (p. 34, mi traducción), pasando por
el estafador Albert Wynyard, con el que se obsesionó Lance tras dejar su
trabajo como profesor de francés para convertirse en cobrador de deudas.
Luego están los
muchos personajes de Baltimore: la anciana asistenta de Brian en su casa de
Baltimore, la Sra. Tyndall, que la invita a contemplar en directo el milagro de
las diez de la mañana del Hermano Coleman:
“Concluido el himno, la muchedumbre guardó silencio, y el Hermano Coleman levantó los brazos como un sacerdote y entonó con voz apasionada:‘Dad todo lo que tenéis a Dios. No os estoy pidiendo que me deis dinero a mí, quiero que se lo deis a Dios. Acercaos, todos, ¡sí, todos!’ decía casi gritando, ‘vaciad los monederos a los pies de Dios por el amor de Dios; no importa lo pequeño que sea lo que ofrezcáis, Dios lo acepta, Dios lo comprende.’” (p. 82, mi traducción)
O el joven
Lonnie, el sobrino díscolo de Brian, que se apropia de la colección de monedas
de una familia que lo invita a pasar unos días en su casa de campo. Y los
personajes en Berkeley, a cada cual más chocante y ridículo. Y esta revista de personajes
ficticios concluye con una sorpresa que Frame se saca de la chistera como por
magia. El final es, sencillamente, genial.
En las calles de Dunedin, esta placa rinde homenaje a su escritora más famosa. |
Una novela que se
anticipó mucho al tipo de ficción que produciría décadas más tarde el
postmodernismo y la autoficción, tan denostada en algunas partes. Que yo sepa,
nunca fue traducida al castellano ni al catalán.