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24 mar 2012

A la fi de l’estiu: la collita



Avui he fet collita. Ahir el vent del sud-oest ja portava els seus aromes d’autumne i la gelor de l'Antàrtic: a les muntanyes de Tasmània va caure una mica de neu. L’estiu s’ha acabat.

Enguany les pluges han estat (potser massa) generoses, i hem arreplegat (i menjat, és clar) de panotxes de dacsa, mongetes tendres (batxoqueta molt fina), safanòries, tomàquets petits i també autèntiques tomaques valencianes (ma mare em va enviar llavors fa un parell d’anys), pèsols xinesos i remolatxa. L’horta que tinc aquí a casa no és massa gran i no em dóna per a molt, però és el sabor de les verduretes i dels tomaques el que s’aprecia: és autèntic! I et dóna un plaer força especial menjar a la nit el que has arreplegat de la teua horta...

No tinc massa clar per què, però quan estic treballant a la meua horta sent una connexió especial amb la meua terra. Recorde els matins quan anava amb mon pare al Mercat d’abastos, i compràvem caixes senceres de taronges, de maduixes. Érem quatre boquetes a casa, i els preus eren més baixos al mercat. També recorde els colors i les olors del Mercat Central, la gran varietat de productes de la terra, el peix, la carn, els embotits, eixes sardines salades tan bé col·locades dins dels barrilets de fusta, les fruites seques, les veus de les dependentes, l’entonació tan característicament valenciana de les seues paraules. “Quant et pose, rei? Vols un kilo només?”

Aquesta remolatxa l'hem batejat 'Messi': el més gran!

Prop de l’horta vaig plantar ara fa gairebé dos anys una figuera. Per a molta gent, la idea de plantar un arbre per recordar la meua filla Clea semblava prou natural, i ens donaren uns quants vals per comprar-ne. Potser siga una bona idea, però el cas és que Clea i jo ja havíem plantat  prop de casa un arbre (un kurrajong, un arbre natiu) un parell de mesos abans de la seua mort. L’etiqueta que portava l’arbre deia que les figues que em done en el futur serien turques.

Enguany la figuera m’ha donat una figa només, la primera. Me la vaig menjar jo, va estar molt tendra i molt dolça, però la veritat és que no em va semblar gens estrangera. Pense que, malgrat tot, aquestes seran figues de Ngunnawal.

11 mar 2012

Un año después: 11 de marzo

Racecourse Beach (borrowed from Surf-Sisters.com)

Lo creas o no, Canberra celebra su día de fiesta siempre el segundo lunes del mes de marzo, sea cual sea la fecha. El año pasado ese festivo día cayó en el 14 de marzo, por lo que aprovechando el final del verano austral nos fuimos toda la familia a la costa, a una preciosa playa llamada Racecourse Beach.
Llegamos allí poco después de la hora de la cena (en Australia se cena sobre las 7 en el horario de verano), dejamos todos nuestros bártulos playeros, guardamos comida y bebida, preparamos las camas y fuimos a echar un vistazo rápido a la playa antes de que se hiciera de noche.
Sobre las 8 de la noche ya estábamos de regreso en el bungalow alquilado por tres noches, dispuestos a relajarnos, y con el ánimo de propiciar que los mellizos pudieran disfrutar de un largo fin de semana. Encendí entonces el televisor, dispuesto a ver alguna de esas películas que han repetido mil veces, o simplemente para entretener a los chicos un rato antes de meterlos en la cama.
Esto es lo que vimos:

Dirás: Todo el mundo ha visto esas imágenes; no son nada nuevo. Cierto, las han pasado por TV una y otra vez hasta la saciedad. Pero estoy seguro de que tú, quien en estos momentos lees estas palabras que ahora escribo, no las puedes ver ni las has visto de la misma manera que mi familia y yo las vimos. Ojalá nunca tengas que verlas.


No, tú no has visto esa larga lengua negra (que en las imágenes avanza por las tierras del norte de la isla de Honshu a gran velocidad, ¿verdad que sí?) aparecer de repente entre tus pies, mientras corrías agarrando de la mano a tu hijo de cinco años y gritabas 'Corred, corred' a tus hijos y tu esposa.
Tú no has sido alzado en vilo por la fuerza brutal del océano y engullido décimas de segundo después por una montaña de agua, un océano que de pronto se ha salido de su sitio. No, tampoco lo has visto venir como lo veo venir yo, así, aquí, ahora o en cualquier momento, porque, oh shit, la línea del horizonte está arqueada y aunque no parece que tenga sentido, aunque parece absurdo e increíble, el instinto te dice que tienes que correr.
Tú no has corrido descalzo con el pánico metido en el cuerpo, mientras vas gritándoles a todos los que te vas encontrando en tu huida desesperada que corran, que corran, que viene el océano.

Tú no has sentido los golpes de innumerables trozos de coral, de maderos, de troncos de árbol en la espalda, las piernas, los pies, la cabeza mientras te estás hundiendo, no puedes hacer nada por evitarlo, no puedes nadar en esta masa de agua que juguetea contigo y con ese niño de 5 años, tu hijo, que tienes bien agarrado con un brazo porque si lo sueltas, ¿qué va a sucederle?

¿Qué os va suceder? Después de la primera, y unos segundos de lo que parece una calma que tira de vosotros hacia atrás, viene una segunda, que es mucho peor, que arrastra todavía mucha más mierda, que lleva esos tejados de calamina que podrían cortarte la cabeza, como le sucedió a algunos...

Y no se termina, porque luego viene una tercera, y estás tragando agua, y como puedes, sin saber cómo, consigues levantar en vilo por encima del agua a ese niño de cinco años, a tu hijo, para que por lo menos él sí, oh fuck, oh fuck, por lo menos él sí, joder, por lo menos él sí, que respire, que se salve…

Y tus fuerzas empiezan a abandonarte cuando todavía llega una cuarta, y tú ya no piensas en nada, no puedes ya pensar en nada porque todo se oscurece, ya no puedes luchar más contra esos diez metros de altura de un océano que de pronto ha engullido la playa por la que apenas treinta segundos antes estabas paseando con tu familia: tus tres hijos, tu esposa y tú, de vacaciones en lo que apenas un minuto antes era el paraíso.

Y de algún modo, cuando aquello termina, sigues flotando con tu hijo en brazos, estás inmovilizado por los escombros que se han acumulado, y cuando por fin logras salir de allí, no encuentras a tu hija, la hermana mayor, la niña de tus ojos.

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Hace ahora un año, esos dos niños que la mañana samoana de la que hablo tenían cinco años y una hermana mayor que ya no tienen, vieron esas imágenes en la tele y les dijeron a sus padres, llorando: “I don’t want to die”. Por suerte, tú no has vivido eso, ese terror televisado directamente al inconsciente de sus recuerdos, a los miedos que creías haber dejado atrás. Y yo te digo que ojalá nunca tengas que vivir algo así.

Cuando esto salga publicado [lo he dejado programado para las 00:00 horas del 11 de marzo de 2012], estaremos los cuatro otra vez en Racecourse Beach. Nosotros, los padres de esos dos chicos, estaremos intentando normalizar sus vidas, estaremos haciendo un esfuerzo por que esos niños, los mellizos que le tenían tantísimo miedo a lo que veían en televisión y que estaba sucediendo a miles de kilómetros de distancia, disfruten de la playa y que jueguen con las olas del océano, como cualquier otro niño.
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Uno puede interiorizar una pesadilla así; de hecho, uno no tiene otra opción que hacer que pase a formar parte de su ser y apartarlo de la vida diaria, del trabajo, de lo cotidiano. O uno hace eso, o se vuelve loco. Seguro que este fin de semana los canales de televisión 'celebran' el primer aniversario. Durante muchas horas, la alerta se había extendido a las costas orientales de Australia - iba a tardar ocho horas en llegar, habían calculado.

Nunca llegó. Pero uno nunca se acostumbra a revivir la peor de sus pesadillas.
Hay algo que me despierta casi todas las noches, y no es ni el perro del vecino, ni la preocupación por pagar los plazos de la hipoteca, ni la posibilidad de que comience una guerra nuclear porque EE.UU. (o quien sea) ataque a Irán.

27 feb 2012

Reseña: The Happiest Refugee, de Anh Do


Anh Do, The Happiest Refugee (Crows Nest: Allen & Unwin, 2010). 232 páginas.



La autobiografía no es un género que se haya prodigado mucho entre mis lecturas en los últimos años, y pienso que la razón estriba en que las vidas de los demás raramente me atraen tanto que quiera descubrir más sobre ellos. Sin embargo, hace poco dos personas distintas y en contextos muy diferentes me mencionaron y recomendaron este libro, The Happiest Refugee, del australiano nacido en Vietnam Anh Do, y por esa razón decidí hacer una inmersión en el género de las memorias.

Anh Do es muy conocido en Australia por sus frecuentes apariciones en TV, donde ha hecho de casi todo. Confieso no obstante que apenas lo he visto en acción en TV, puesto que suele trabajar en los canales comerciales, a los que casi nunca me asomo, y en todo caso no creo que fuera justo valorar este libro en virtud de su perfil público como comediante o presentador en TV.

Lo interesante de este libro es sin duda el origen de la familia Do en Australia. Cuando hizo el viaje en un cochambroso barco pesquero con sus padres y hermano pequeño Khoa, Anh Do era muy pequeño. La narración de la atroz travesía desde el delta del Mekong hasta que son rescatados y finalmente trasladados a un campo de refugiados constituye un relato sobrecogedor y electrizante por lo genuino que es, aunque esté basado fundamentalmente en el testimonio de sus padres y otros familiares que los acompañaban.

De la enorme multitud de refugiados que salieron de Vietnam tras el final de la guerra, muchos terminaron acogidos en Australia. En muchos de los pueblos australianos del interior no es raro que el consabido restaurante chino que existe ya en más de medio mundo lo regente una familia vietnamita. En un caso del que me llegaron ecos muy tardíos, las habladurías, maliciosas e infundadas, apuntaban a la ‘misteriosa’ desaparición de perros y gatos callejeros cuando los ‘asiáticos’ abrieron el restaurante.

La narración de esa horrenda travesía en barco en busca de una vida mejor huyendo del régimen comunista de la posguerra no tendría nada de singular. Como la que narra Anh Do hubo muchas. Un relato ficcional – naturalmente, basado en testimonios de personas reales – lo hizo ya en su momento otro autor australiano de origen vietnamita, Nam Le, en la colección de cuentos titulada The Boat, y que ya reseñé hace casi dos años (aquí). The Boat ya ha sido traducida al castellano, por cierto, pero parece haber pasado desapercibido para los lectores en lengua castellana.

Los cerca de cuarenta adultos y niños que se apiñaban como podían en el reducido espacio del pesquero podrían muy fácilmente haber perecido en su travesía. Como suele acontecer en la vida de cualquier persona, es la casualidad (el azar, o si alguien prefiere llamarlo así, el destino) la que rige los acontecimientos y nos cambia la vida para bien o para mal. En el caso de Do, el azar quiso que, en el transcurso de los dos ataques por parte de piratas que sufrieron en su singladura por el océano Índico no fueran asesinados ni los echaran por la borda, ni que por causa de la tempestad que les sorprendió no se hundiera el barco, ni que murieran deshidratados o de inanición cuando las reservas de agua y de víveres se les habían prácticamente agotado. Los rescató un buque alemán in extremis.

Tras su posterior llegada a Australia, la historia de la familia Do es la de muchísimas otras familias de emigrantes – un relato de enormes (pero no siempre insalvables) dificultades, de mucho esfuerzo, de privaciones, de afán de mejora, de tentativas que triunfan y de inversiones que fracasan, de desencantos y de alegrías. En el caso de Do, cuando su padre abandona la casa familiar y desaparece de sus vidas (Anh tiene un hermano y una hermana, ambos más jóvenes que él), la curva del grado de estrechez se acercó peligrosamente a la desgracia.

Conforme avanza en el tiempo y se acerca al presente, el libro se va transformando no obstante en una colección algo deslavazada de anécdotas, que nos cuentan cómo tomó la decisión de no hacerse abogado y convertirse en comediante, decisión que le llevó a triunfar en el mundo del espectáculo, y cómo consiguió convencer a la chica de quien siempre estuvo enamorado de que se casase con él. Esta es en mi opinión la parte menos interesante: pasa de puntillas por cuestiones que pueden ser de mucho más interés para el lector. Vuelve a establecer el contacto con su padre, pero de las largas conversaciones que mantuvieron muchas noches a lo largo de los años apenas se nos ofrece un resumen.

Do quiere centrar más la atención del lector en la “felicidad” que tiene, y que conste que tiene todo el derecho a hacerlo: dados los terribles inicios de su vida, el que haya llegado adonde ha llegado en Australia no puede ser solamente fruto del azar o la casualidad, tiene que haber mucho mérito por su parte.

Lo que se echa en falta (y pienso que con toda probabilidad habría enriquecido el libro un 200%) son algunas reflexiones sobre la vida en la Australia actual o sobre la situación – similar a la que provocó la huida de los Do de Vietnam – de los miles de refugiados (afganos en su mayoría, pero también iraquíes e iraníes) en los campos de detención gestionados por empresas privadas que ganan las subcontratas del gobierno. Son personas y niños a quienes los gobiernos australianos de ambos signos (conservador y laborista) han estigmatizado con la anuencia de los principales medios de comunicación (en vez de comunicación, ‘mindless entertainment’ es una descripción mucho más rigurosa). No puedo creer que Anh Do no haya siquiera considerado la situación – seguro que lo ha hecho. ¿Por qué no hacer que pase a formar parte de su relato?

Adoptando la perspectiva del momento actual de su vida, Do desborda un optimismo que, personalmente, me resulta casi insufrible. No oculta que es un devoto cristiano, pero tampoco hace aspavientos de su fe – cosa que se agradece – ni achaca a un supuesto ser superior la fortuna de seguir vivo, haber triunfado en la vida a los 33 años o haber hallado “la felicidad” (sea eso lo que sea). Puede que la suya sea una historia notable, pero a mí no me cautivó.

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