5 jul 2011

‘Huellas’ de Jane Goodall, el Premio Calibre de ensayo de 2009, en Hermano Cerdo

Acaba de aparecer mi última colaboración con la revista Hermano Cerdo. Se trata de la traducción de un ensayo, titulado ‘Huellas’, cuya autora es Jane Goodall, de la Universidad de Western Sydney. Goodall explora el tema de la creciente presión del ser humano sobre el planeta, y plantea preguntas que cada uno de nosotros debe hacerse, en tanto que todos somos socios de esa inmensa corporación socio-financiera y altamente consumista llamada humanidad. Las respuestas no son fáciles, y en muchos casos puede que resulten algo penosas. O quizás no: allá cada cual con su sistema de principios éticos (si es que contamos con uno).

Un breve extracto de ‘Huellas’:

“La pregunta crudamente sencilla que subyace en el candente asunto de la sostenibilidad es: ¿podemos parar? No es: ¿podemos hacer que dure esto o aquello en nuestros sistemas de abastecimiento de energía y materias primas? sino ¿podemos parar, nosotros la raza humana, con todas nuestras necesidades y deseos y ansiedades y problemas?”

El dilema está servido: ¿tenemos el deber moral de detener el progreso, tal y como lo conocemos?

En mi opinión, y tras haberlo traducido, ‘Huellas’ es un escrito tremendamente revelador, sin provocaciones gratuitas ni estridentes. Está magistralmente estructurado. Es una de esas piezas que lees y te hace pensar, y además te entran deseos de haberla escrito. ‘Huellas’ es una exposición de ideas muy lúcidas, que alcanza unas conclusiones tan valientes como preocupantes. La versión original del ensayo, en inglés, puedes descargártela en formato PDF desde la web de la revista Australian Book Review.

Aprovecho asimismo este post para celebrar que la nueva web de Hermano Cerdo ya está en marcha: la nueva y ambiciosa etapa de la revista promete mucha buena literatura, muchos análisis y comentarios de interés para el lector. No dejes de visitarla: el enlace está también en la sección de sugerencias, a la derecha de la página.

28 jun 2011

Reseña: Freedom, de Jonathan Franzen


Jonathan Franzen, Freedom (Londres: Fourth Estate, 2010). 562 páginas.


Durante los ocho años de la presidencia de George W. Bush al frente de la administración del gobierno de los Estados Unidos, hubo un uso (y abuso) de la palabra ‘libertad’ para enmascarar oscuros propósitos e intereses que nunca han quedado del todo esclarecidos, y es evidente que las consecuencias de ese y muchos otros ‘abusos’ – por emplear un eufemismo – siguen candentes y continúan pagándose ahora, en muy diversas formas y en tierras muy lejanas del país adalid de la libertad.


El hecho de que Jonathan Franzen haya escogido esta palabra para darle título a su novela puede que no deje de ser sintomático de algo mucho más extendido, de unas dimensiones tan grandes que pase desapercibido en el considerablemente torpe transcurso de la vida contemporánea de la mayoría de la población de la especie Homo sapiens (¡) que habita este sufrido planeta.

Los personajes de Freedom anhelan alcanzar una aparentemente elusiva libertad individual en el marco de sus relaciones personales. Pero, ¿cuál será el precio de alcanzar esa libertad? Una vez la vislumbran, tan pronto alcanzan ese estado de aislamiento que, según parece, creían identificar con la libertad, su ánimo se desmorona. Joey, por ejemplo, termina por casarse de hurtadillas con Connie después de haber intentado romper la relación varias veces; Walter y Patty no saben vivir juntos, pero tampoco saben cómo sobrevivir cada uno por separado. Incluso Richard Katz, quien no parece dispuesto a ceder ni un ápice de su independencia, descubre que no puede estar solo. La contradicción es evidente y palmaria: puede que veamos la dependencia respecto a otras personas como una condena que nos priva de la libertad; en general, en cambio, la soledad suele ser mucho peor.

Freedom es, en mi opinión, una obra de mucho ingenio, en la cual Franzen demuestra una gran capacidad de observación. Al inicio de la novela, la narración nos presenta a los Berglund, una característica familia americana de clase media, a través de los comentarios que sus vecinos hacen de ellos. Esos comentarios constituyen el primer capítulo, que viene a ser uno de los mejores comienzos de novela que he leído en mucho tiempo. La perspectiva narrativa que adopta Franzen nos acerca a los Berglund desde el exterior hasta el núcleo familiar. Los padres, Walter y Patty, fueron en cierto modo los pequeños burgueses pioneros en un barrio pobre de la ciudad de St Paul, en Minnesota; entre los vecinos gozan de una cierta buena reputación. Son conocidos por sus modos liberales, pero desde un primer momento llaman la atención. Walter insiste en ir al trabajo en bicicleta incluso tras días de fuertes nevadas de febrero, y Patty es ‘a sunny carrier of sociocultural pollen, an affable bee’. Totalmente entregada a criar a sus dos hijos, Jessica y Joey, cuando este seduce a la chica de los vecinos y, ante la oposición de sus padres, se marcha de casa y se muda con su novia a casa de al lado, a Patty se le cae el mundo encima. 
Tras esta primera ración de sutil humor y agua observación no exenta de cierto ácido, Franzen nos brinda una supuesta autobiografía de Patty – titulada ‘Mistakes were made’, que por cierto recuerda a ciertas justificaciones a posteriori del anterior presidente – y escrita (nos dice la autobiógrafa) a sugerencia de su psicoanalista. A pesar de su efectividad en el grueso de la obra, esta es posiblemente la parte menos afortunada, literariamente hablando, de Freedom.

Hay una variedad de subtramas que mantienen el interés del lector en todo momento. La ambición de Freedom (si es que la tiene) es la de proporcionar un retrato un tanto irónico de la América de la primera década del siglo XXI, tras el trauma del 11-S y bajo el pleno control del poder por parte de la ideología neoconservadora del tejano Bush and friends.

De entre todas las subtramas que hacen avanzar la novela hacia su resolución, la más entretenida, y con creces la de mayor interés, me pareció la de Joey, quien a sus 19 años, y empujado por una ambición y una codicia desmedidas, se mete en unos negocios un tanto turbios: tras realizar un estudio para una empresa americana que maniobra para hacerse con el control de la producción de pan en el Irak post-Hussein, Joey firma un contrato por el cual se compromete a enviar piezas de recambio de un obsoleto camión de fabricación polaca al norte de Irak. Tras no encontrar nada en Polonia, viaja al Cono Sur para buscar piezas en Paraguay. El viaje lo hace con la ‘deseable’ hermana de un amigo, Jenna, para pasar unos días en un rancho cercano a Bariloche. En la lujosa habitación del rancho, Joey tendrá que buscar el anillo de bodas que un par de días se había tragado involuntariamente mientras con él en la boca. La imagen de Joey revolviendo sus heces hasta dar con el trocito duro y brillante de su sortija mientras Jenna golpea la puerta del cuarto de baño podría ser una excelente alegoría de esa década a la que antes hacía referencia.

El retrato que confecciona Franzen de la sociedad de comienzos del siglo XXI es demoledor: el dinero la corrompe, el ejercicio del poder la convierte en una gran masa cínica, privada de principios éticos. Walter, tras su caída en desgracia – en realidad, como solía decir el del chiste, se tira – mientras pronuncia un discurso bajo los efectos de potentes somníferos, se refugia en la naturaleza, y hacia el final de la novela emprende una interesante campaña contra los gatos y sus amos que no aceptan ninguna responsabilidad por lo que hacen. Como en los Estados Unidos, también en Australia los gatos domésticos suponen una grave amenaza para los pájaros.

La realidad que se va desvelando a Walter es que los problemas cruciales que afronta el planeta son insolubles. En última instancia, perdemos todos.

No es habitual encontrar ironía y sátira en la novela americana. Los británicos, sobre todo, pero también algunos autores australianos, suelen distinguirse más en el género. Freedom muestra toda una serie de marcas o retazos de sarcasmo y sutil desdén que encubren una profunda indignación, una enorme rabia.

Y como siempre que me es posible y me apetece hacerlo en estas reseñas tan poco convencionales, dejo aquí la traducción de un par de párrafos de la novela, a modo de anzuelo para incitar a su lectura. Son los dos primeros párrafos de Freedom:


La noticia sobre Walter Berglund no fue recogida en el ámbito local; él y Patty se habían mudado a Washington dos años antes, y ya no representaban nada en St. Paul. Pero no es como si la burguesía urbana de Ramsey Hill no fuera lo suficientemente leal con su ciudad como para no leer el New York Times. Según una larga y nada aduladora historia que llevaba el diario, Walter había hecho de su vida profesional en la capital de la nación un desastre absoluto. A sus antiguos vecinos les costaba horrores cuadrar los epítetos que el Times tenía sobre él (‘arrogante’, ‘prepotente’, ‘un riesgo ético’) con el empleado de IM, generoso, sonriente y ruborizado al que recordaban pedaleando en su bicicleta por Summit Avenue entre la nieve de febrero; parecía un tanto extraño que Walter, que era más verde que Greenpeace y además de extracción rural, anduviera ahora metido en líos al conchabarse con la industria del carbón y maltratar a la gente del campo. Pero bueno, con los Berglund siempre había habido algo que no era del todo conforme.

Walter y Patty fueron los jóvenes pioneros de Ramsey Hill – los primeros licenciados en comprarse una casa en Barrier Street desde que el viejo corazón de St. Paul había empezado a deteriorarse tres décadas antes. Pagaron prácticamente nada por la casa victoriana y luego se dejaron la piel durante diez años en renovarla. Al principio, alguien con mucha determinación les quemó el garaje, y les abrieron el coche dos veces antes de que pudieran reconstruirlo. Algunos moteros de tez requemada por el sol se reunían en los solares vacíos al otro lado de la callejuela, a beber sus cervezas Schlitz, a asarse salchichas y a darle gas a los motores a altas horas de la madrugada, hasta que Patty salió de casa en chándal y les dijo: ‘Eh, tíos, ¿sabéis una cosa?’ Patty no asustaba a nadie, pero tanto en el instituto como en la universidad había sido una deportista sobresaliente y poseía una especie de audacia atlética. Desde el mismísimo primer día en el vecindario había llamado irremediablemente la atención. Alta, con coleta, absurdamente joven, pasaba empujando el cochecito por delante de coches desvencijados, botellas de cerveza rotas y nieve vieja cubierta de vómito; puede que llevara todas las horas de su día en las bolsas de ganchillo que colgaban del cochecito. Uno podía ver en su estela los preparativos hechos, cargada de niños, para toda una mañana de recados, también cargada de niños; por delante tenía una tarde de radio de la cadena pública, el Libro de cocina para paladares distinguidos, los pañales de tela, la argamasa para muros de mampostería y la pintura de látex; luego, les leía Goodnight Moon, y por último un vaso de vino tinto. Ella era ya totalmente lo que apenas estaba comenzando a ocurrir en el resto de la calle.

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