12 mar 2013

Reseña: Street to Street, de Brian Castro


Brian Castro, Street to Street (Artarmon: Giramondo, 2013). 149 páginas.

Es más que probable que tú mismo hayas alguna vez iniciado el estudio riguroso de la obra de un autor y que te hayas sentido tan fuertemente atraído por su vida y su obra que hasta es posible que algunos aspectos de tu vida hayan de alguna manera seguido la vida del sujeto de tu estudio, imitando al autor, quizás en pequeñas rutinas o manías, o quizás aplicándote una suerte de marco general a tu propia existencia basado en la doctrina o en la obra del autor que estudiabas.

La vida y la obra del poeta australiano Christopher Brennan (1870-1932) se convierten en la obsesión y raison d’être del profesor universitario Brendan Costa, cuya propia vida es tan caótica y desordenada que se convierte en propicia cabeza de turco para los gestores de esa extraña y pervertida institución, que antaño era académica y valoraba el conocimiento por encima de todas las demás cosas, la universidad. En esta estupenda nouvelle, Brian Castro pone en marcha un virtuoso y a ratos muy divertido juego de espejos metaliterarios. Street to Street captura al lector por varios motivos: es una narración construida con gusto exquisito a pesar de su temática presuntamente (auto)biográfica, pero es también una obra bastante asequible, muy entretenida y ante todo de una gran belleza literaria.

De Brian Castro había disfrutado hasta ahora (y disfrutado muchísimo) de su anterior novela The Bath Fugues (2009) y de un librito de curiosísimos ensayos titulado Looking for Estrellita (1999). Street to Street salió hace apenas un par de meses, y rápidamente me lo agencié a través de la biblioteca pública del barrio: cuando las vacas vienen flacas, ahí está la biblioteca pública para alimentar el hambre del lector ávido.

Castro no esconde el juego de espejos: Brendan Costa (BC)/Christopher Brennan (CB)/Brian Castro (BC). Además, Castro pone algunas pistas, como que Brendan Costa sea de origen “chino-irlandés” (el propio Castro nació en Hong-Kong y es de ascendencia lusa, china e inglesa). Castro muestra a Brennan como un flamante poeta que con el paso del tiempo se hunde en el fracaso personal y profesional, y en su estudio del poeta de Sydney, Costa parece imitar el camino trazado por Brennan muchas décadas antes. Como le sucedió a Brennan, Costa se refugia en sí mismo, se siente un intruso en la universidad de Sydney y se abandona al alcoholismo en su perentoria búsqueda del fracaso.

Significativa es no obstante una especie de prólogo con el que Castro inicia Street to Street. En él, el joven Costa visita a los catorce años la casa de una vieja Bruja, una vidente, quien le asegura que tendrá una vida afortunada, pero le hará falta disponer de “sensatez allí donde juegan las sirenas”.

La voz del narrador la asume un amigo, un compañero de trabajo de Costa, al que denominan el Labrador, en un juego anagramático del término español ‘laborado’. Aunque éste se refiera en algunos momentos a sí mismo en tercera persona, la confusión viene a ser parte y refuerzo del juego que propone Castro. Una novelita sorprendente, maravillosa y ante todo gratificante, cuya lectura recomiendo.

Y para abrir boca y provocar el apetito, te dejo mi traducción de las primeras páginas de Street to Street, del australiano Brian Castro.

Tiene catorce años y está de vacaciones del internado, con su amigo Michael, cuya madre tiene un bar cerca de Lake Macquarie. El Hotel Orana, así se llama el bar, aunque la gente del pueblo lo llama el Urinal, debido a su popularidad. La madre de Michael fuma un pitillo tras otro, y es guapa, y alrededor de ella hay siempre hombres grandotes y brutos. Brendan Costa tiene catorce años y no puede irse a casa, al Lejano Oriente, en avión… él dice que viene de allí… porque su padre ha perdido el trabajo y hasta puede que termine en la cárcel, y esta noticia le mueve a la madre de Michael a acercarse hasta donde está él, tan bonita y cariñosa, y le dice que si fuera necesario, tendría que adoptar a Brendan, porque a los chicos jóvenes que no tienen una casa hay que cuidarlos bien, y que ella era dueña de un hotel y él podía quedarse con su hijo en el cuarto de los invitados que está al final del ala residencial, lejos de los ruidos del bar. ¿Mi casa?, se había burlado su amigo Michael cuando estaban solos; la casa estaba allí donde su madre dormía con un bate de béisbol bajo la almohada, por si acaso su ex – Russell el Destructor, el que lucha con los gatos monteses – aparecía de visita, y que el sexo, según le había dicho a su hijo de catorce años, era un asunto muy largo, tedioso y a veces violento.
Pero hoy Brendan ha cumplido también los catorce años, y Michael y él han decidido cruzar el lago a remo para visitar a la Bruja, que todos los muchachos sabían que vivía en una diminuta casita destartalada al final de la calle Mayfair, y que echaba maldiciones a la gente. Por ejemplo, una vez espantó a un chico que estaba tirando piedras contra las ventanas de su casa, y cuando echó a correr calle abajo lo atropelló un camión cargado de retretes portátiles. Aunque no resultó malherido, enseguida se extendió el rumor de que el chico no pudo nunca más eliminar de su cuerpo el olor a excremento. Varias semanas después, el padre del chico perdió su trabajo en los altos hornos y le dio por beber. Sus padres se separaron.
La Bruja también predecía el futuro, pero solamente si te echaba una buena mirada, si sabía que eras genuino, que tenías amigos que tenían amigos que creían en las profecías y pagaban cada uno sus dos chelines para que les leyera el futuro en cinco minutos. Te tocaba las gafas, si es que las llevabas puestas. Frotaba tu reloj con sus manos si tenías uno. Te pedía que cortaras una baraja de naipes grasientos. A veces, si le caías bien, te ponía la mano sobre la cabeza. Si hacía eso, siempre acertaba en sus predicciones.
Hoy Michael y él están cruzando el lago en un trincado que la madre de Michael había cobrado de un pescador cuya cuenta en el bar había quedado anulada. Era un lindo bote de casco de tingladillo, con asientos barnizados y alta proa que podía hacer frente a toda clase de mal tiempo, que a veces entraba en el lago, que se embravecía como el océano, y hacia saltar caballos blancos por encima de la regala, cuando de pronto el viento se volvía frío y el sabor de la sal se te metía en la boca e incluso las medusas desaparecían. ¿Has leído algo del viaje de Brendan?, le estaba diciendo Michael. Un monje del siglo VI había cruzado el Atlántico hasta América en un bote de pellejo de buey, ganándole a Colón por más de mil años. Una travesía milagrosa y tormentosa. Pero hoy las aguas están tranquilas y hay un fuerte olor a algas en el aire, y encallan el bote en el extremo de Mayfair Street, atan la cuerda del ancla a un árbol, agarran los remos y se los llevan hasta la casa de la Bruja, y los dejan apoyados contra la valla, y las cortinas se balancearon un poco, de manera que sabían que la Bruja estaba en casa y los estaba observando. La última vez que vine, le dijo Michael, pedí hora. Le dije que iba a traer a un amigo mío. ¿Has traído los dos chelines?
Llaman a la puerta, y después de un rato la puerta se abre en una rendija. Una vieja mujer de pelo blanco con un brazo arrugado entreabre un poco más la puerta y los escudriña. Con que tú eres Brendan. Yo soy irlandesa, pero tú no pareces irlandés. No, dice Brendan. Está ya acostumbrado. Puede que mi abuelito lo fuera. Yo soy del Lejano Oriente. La Bruja los guía hasta la cocina. Está sorprendentemente limpia y parece acogedora para ser la cocina de una bruja. En las paredes hay grabados, en la chimenea hay encendido un pequeño fuego, y sobre la mesa hay muchos tarros pequeños de mermelada y una máquina para picar carne a mano. Brendan pensó que si no le gustabas, podía meterte los dedos ahí y hacer girar el mango. ¿Queréis un té? Los dos dicen que no. Si comes o bebes algo en su casa, les han dicho los chicos mayores, te volverás impotente. Entonces, ¿a quién voy a ver primero?, dice la vieja con una sonrisa repleta de dientes estropeados. Es la única vez que sonríe en toda la tarde. Mi amigo será el primero, dice Michael. Ya ha roto el pacto, que era que puesto que Michael ya lo había hecho, él sería el primero. Brendan empieza a poner objeciones, pero la Bruja les indica con un gesto de la cabeza y la barbilla que Michael debería marcharse y esperar en el jardín de delante. Estate alerta, dice con un grito mientras Michael cierra la puerta. Puede que no sea una bruja de verdad. Sabe cómo tomar precauciones y quizás no tenga poderes. Clava sus ojos en Brendan. Son dos chelines. Él coloca la moneda sobre la mesa. Ella no la coge. No le toca las gafas ni ninguna otra cosa. Él mira la cocina. En las estanterías hay algunas botellas, con algo dentro. En la clase de ciencias él había visto fotos de fetos embotellados, pero éstas no se parecían. Así que tu padre ha perdido el trabajo, dice ella, y Brendan se asusta. Tan personal, tan rápido. Claro, Michael debe habérselo dicho. Tu hermana es una pilla, dice la mujer, pero eso no lo puede haber sabido nadie. El fuego hace un ruido. No quiero que respondas a nada, le dice la Bruja. Solamente escucha. Ya no llevas un jovenzuelo dentro, ¿me entiendes? Te lo estoy diciendo porque tienes que escuchar. Eres mucho más mayor de lo que crees, en tu interior, aunque puede que no lo sepas. Las olas te cubren. Vienes de allá, y las olas siempre te cubrirán, y puede que creas que no podrás respirar, pero durante largo tiempo todo va a estar bien, fíjate en lo que te digo, aunque pienses que no tienes tiempo. Pero tú puedes respirar bajo el agua. El ocio es el lugar favorito del demonio, así que mantente ocupado y encontrarás el oxígeno. Brendan no sabe qué quiere decir. Ella juega con una baraja con una sola mano. La otra está oculta en la manga del suéter que lleva puesto, recogida por encima del codo. Él quisiera que ella le dijera una buenaventura, y entonces él podría marcharse. Y poner a Michael en la picota. Habrá muchas mujeres en tu vida, le dice. Te hará falta sensatez allí donde juegan las sirenas. ¿Entiendes lo que te digo? Él asiente. Conocerás a una que es buena para ti; habrá dificultades, pero ella será clara y oscura. (¿Qué quiso decir: de tez blanca pero  hermética, o sincera y de piel morena?) Eso es lo máximo que puedes esperar. Y ahora, piensa un deseo. Él hace un esfuerzo. Quiere la bicicleta Schwinn que ha visto en un escaparate de Newcastle. O quizás un caballo. Compórtate como un adulto, le interrumpe ella. Se acuerda de su padre, que dice que tiene que estudiar mucho; hacerse abogado. Él no quiere eso. Él quiere tocar la batería en una banda de jazz. Quiere ser negro, un cuerpo lleno de ritmo. Él quiere escribir poesía, pero su padre decía ‘posía’… su padre siempre pronunciaba mal las palabras para burlarse de ellas… la ‘posía’ llevaba al suicidio. De manera que optó por lo segundo mejor: quiere ser profesor de poesía. Es un deseo un poco raro para un chico de catorce años. Está a punto de decirlo, pero la mujer le para. No, en ningún caso, no lo digas, la Bruja le está leyendo el pensamiento. Sabe lo que hace, está pensando él. Finalmente, ella asiente, y entonces le dice: conseguirás lo que quieres. Ahora corta la baraja. Él había visto a su padre jugar con naipes como estos. Corta la baraja de manera experta, y coloca la parte superior en la mesa. Ella le observa. La mujer toma las primeras cartas del montón de abajo, y las pone en un abanico sobre la mesa con su mano buena. Él ve que hay un montón de espadas. Ella frunce el ceño. La otra cara de una vida afortunada, le dice, es la falta de atención. La concentración no les es dada a muchos, pero la conciencia es incluso más rara. Algunos la tienen, y viven bastante bien. A otros se les da grandes dones sin la conciencia, pero cuando sueltan el timón… incluso un momentito… No llega a terminar la frase. No dice lo que eso implica. El buen juicio, dice ella. ¿Te fijas en lo que te digo? Lo hace, de alguna manera. Es lo que hacen los jueces cuando se sientan en sus sillones. Ha visto a su padre perorando delante de ellos. Él asiente. No te subas a un coche si puedes ir en tren, dice la Bruja. Eso él lo sabe. Michael y él se subieron una vez en el Hillman Minx de la madre de Michael y soltaron el freno de mano. El coche empezó a bajar despacio por la pendiente de la entrada. Pero cogió velocidad, y cuando Michael intentó pisar el freno se equivocó de pedal. Tenían una oportunidad entre tres. No hubo tiempo. El coche chocó contra el pilón debajo del hotel y el cemento se resquebrajó, y salieron pitando de allí en dirección al pueblo montados en sus bicicletas. La madre de Michael no dijo nada de aquello. Dos días después, cuando los trabajadores habían terminado de arreglar el pilón, les hizo sentarse y dijo: Me da igual quién fuera el que estaba intentando conducir, pero vosotros dos tenéis desde ya una semana de trabajo en la cocina fregando vasos. Michael dijo que fue gracias a que Brendan estaba allí que no le dio un berrinche. Te quiere, le dijo Michael. Brendan se pasó una semana lavando vasos y pensando en la madre de Michael. En cómo conducía a todas partes muy rápido, con un cigarrillo entre los labios, enseñándole los conceptos más importantes – no pegues un volantazo para evitar atropellar a un perro, porque te matarás – cómo se echaba el pelo hacia atrás con una mano y tiraba la ceniza del cigarrillo con la otra, de manera que no había nada que controlara el volante excepto sus muslos, que usaba en algunas ocasiones, cuando se le levantaba la falda y se revelaba una pícara liga. La Bruja interrumpió sus pensamientos. Y ahora, ve a por tu amigo y dile que entre, y recoge los remos y llévatelos al bote, no vaya a ser que esa pandilla de mozalbetes que anda por ahí os los roben. Y ella se levanta al mismo tiempo que él, y le pone la mano en la cabeza.

5 mar 2013

Reseña: L'illa d'Antígona, de Tomeu Matamalas


Tomeu Matamalas, L'illa d'Antígona (Pollença: El Gall Editor, 2010). 263 páginas.


Hay un mar por el cual siento especial predilección, y es el mar donde yo me crié, en cuyas aguas me bañé innumerables veces y bajo cuyas olas normalmente mansas (en comparación con el océano Pacífico, al que estoy ahora acostumbrado) me asomé de pequeño al piélago y sus misterios. Es el Mediterráneo, el cual es el gran escenario global de esta estupenda novela histórica, y que en los años del Renacimiento adquirió un protagonismo central que solamente lograron disminuir los descubrimientos geográficos posteriores, en dirección opuesta, hacia poniente.

En L’illa d’Antígona, el mallorquín Tomeu Matamalas asume la personalidad de un pintor, Alexis Stavros, hijo adoptivo de una familia griega en la hermosa ciudad bizantina, Constantinopla, poco antes del asedio y posterior caída en manos del imperio otomano del sultán Mehmet II en 1453.

Gentile Bellini, Retrato de Mehmet II
Ya en su vejez, Stavros dirige la narración de su muy intensa vida a un hombre llamado Nícies, por quien Stavros declara tener una gran predilección. La autobiografía la escribe Stavros en la Venecia de principios del siglo XVI, en la que un tal Tiziano comienza a descollar entre el selecto grupo de pintores y artistas al servicio de los ricos mercaderes de la ciudad-estado. Nícies es la gran incógnita con la que juega el autor, y por tanto no debe ser revelada en una reseña.

Autorretrato de Giovanni Bellini
Todavía siendo un niño, Alexis es testigo del brutal asesinato de sus padres por los soldados turcos, los jenízaros; salva la vida pero es hecho prisionero y vendido como esclavo. Durante varios años trabajará en una hacienda agrícola, protegido por otro esclavo al que conoce como Genadi. Su protector resulta ser un influyente patriarca de la iglesia ortodoxa, y gracias a él consigue regresar a Estambul (el cambio de nombre refleja ya que el orden geopolítico ha quedado para siempre trastocado).

Giorgione, Retrato de Laura
Una vez en Estambul, una carambola del destino le vuelve a reunir con la niña de la que estuvo enamorado cuando era apenas un mozalbete, pero la guerra y sus nefastas consecuencias han cambiado mucho las cosas, e Irene (que también fue vendida como esclava a un mercader llamado Tamarack) vive otra vida como prostituta de lujo. Los dos hacen planes para huir de Estambul e iniciar una vida juntos en otro lugar, pero Tamarack se lo impedirá al asesinar a Irene de forma cruel.

Matamalas demuestra ser un gran conocedor de la pintura renacentista italiana; las descripciones de las técnicas pictóricas, o de la cuidadosa elaboración de un cuadro o de un fresco, descripciones o explicaciones que pone por boca de sus personajes, denotan sustanciales conocimientos en la materia, pero de todos modos su inclusión en la narración del pintor griego resulta muy natural y nada pesada para el lector.

La tempesta de Giorgione supuso una ruptura con la convención pictórica de la época 
Ante todo, en L’illa d’Antígona impera la amenidad de la narración: con un lenguaje pulcro y cuidado, su temática artística secundaria le confiere una dimensión culta nada desdeñable. Pero es especialmente la narración que Stavros hace de su vida lo que mantiene al lector cautivado: la historia de cómo Alexis acude a la isla de Antígona para intentar superar la pérdida de Irene, y cómo conoce a Melina, la sencilla y encantadora muchacha que le vuelve a enganchar a la vida. Cuando regresa a Estambul, Melina no puede soportarlo y con el paso del tiempo pierde la ilusión de vivir, y muere al dar a luz a su hija, su segunda descendiente. Alexis, aconsejado por Gentile Bellini se marcha a Venecia.

Los personajes históricos no suponen ninguna mella en la verosimilitud de la novela, algo que es de agradecer en estos tiempos. Por último, para quien no esté acostumbrado a las peculiares formas ortográficas  que se emplean en esas hermosas islas mediterráneas en las que la lengua catalana es lengua autóctona, esas formas pueden en principio suponer una pequeña dificultad para sumergirse en el libro de Matamalas, pero el esfuerzo realmente vale la pena. L’illa d’Antígona fue galardonada ex aequo con el VI Premi Pollença de Novel·la.

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