Kamila Shamsie, Burnt Shadows (Londres: Bloomsbury, 2009). 363 páginas.
Tras haberla
visto por primera vez en algún documental de la 2 cuando era un jovenzuelo
imberbe, me quedó firmemente grabada durante muchos años la imagen del primer
ataque mediante la explosión de una bomba atómica en la ciudad de Hiroshima.
Hubo un segundo ataque tres días después. Creo que es innegable que el empleo
de la bomba atómica en un conflicto mundial ha marcado para siempre la
imaginación de los que nacimos o crecimos durante la Guerra Fría. La
destrucción del planeta fue (y sigue siendo, aunque nos pese) una amenaza real
y terrible.
En Burnt Shadows, la autora paquistaní
Kamila Shamsie narra las vidas de varias generaciones de dos familias a quienes
las circunstancias históricas unen y separan a lo largo de casi sesenta años.
La novela se inicia en la ciudad de Nagasaki el día 9 de agosto de 1945, cuando
una joven llamada Hiroko Tanaka se despide de su novio alemán, un gentil y
estudioso artista exiliado llamado Konrad, que acaba de pedirle que se case con
él. Embelesada, abre el viejo arcón de su difunta madre y saca un hermoso quimono
adornado con dibujos de pájaros que surcan el cielo. En ese instante, nos dice
la narradora, “el mundo se vuelve blanco”. Shamsie describe conmovedora pero
oportunamente la aniquilación total de la ciudad (véase la foto más abajo);
pero son las marcas que quedan grabadas
para siempre en la piel de Hiroko – las sombras de los pájaros del quimono que
llevaba puesto – las que más impresión nos causan.
Dividida
en cuatro partes ordenadas de forma cronológica, Burnt Shadows lleva al lector desde Nagasaki a Delhi en el Indostán
anterior a la Partición y momentáneamente a Estambul, desde donde el argumento
nos sitúa en Karachi, Islamabad y la frontera de Paquistán con Afganistán, con
el trasfondo de la ocupación soviética que fue prólogo de la desintegración de
la URSS, en el decenio de 1980. En la última parte, la acción (y hay mucha
acción en este tramo final de la novela) alterna entre Nueva York y Afganistán,
con un inesperado desenlace en las afueras de la ciudad canadiense de Montreal.
Precediendo
a estas cuatro partes hay un brevísimo prólogo en el cual se nos describe la
llegada de un prisionero al ya infame Gitmo en la base de Guantánamo. El
personaje anónimo, a quien le han obligado a desnudarse una vez encerrado en su
celda, se pregunta “¿Cómo pudieron las cosas llegar a este extremo?”.
Burnt Shadows es una sólida narración, a pesar de la
enorme amplitud temporal y espacial que busca cubrir la autora con la novela. Puede
argumentarse que muchos personajes (por muy secundarios que sean, es necesario
que parezcan humanos y resulten creíbles) quedan un poco
desdibujados debido a la celeridad con que Shamsie los hace pasar por la
historia que cuenta. Y sin embargo, el efecto total de la narración de Shamsie
es altamente eficaz, no obstante su complejidad, y la historia cuenta con el
suficiente aliciente como para hacer progresar al lector hasta su conclusión.
Interesantes
son asimismo los contrastes que Shamsie crea y realza, atando ciertos hilos
históricos que en teoría podrían suponerse inconexos. Así, la endeble relación
de los Burton en Delhi (símbolo añadido del declive del imperio británico) se contrapone
a la de Hiroko y Sajjad, quienes en contra de todas las opiniones y pese a las
vastas diferencias culturales, se casan, desafiando la presión colonial y las
convenciones culturales imperantes. Los Burton les convencen para que vayan a
Estambul en su viaje de luna de miel y eviten así la violencia que la Partición
iba a causar en Delhi. Cuando meses después tratan de regresar a la India
independiente, a Sajjad, musulmán, se le han cerrado las puertas de la que creía
su patria. Karachi se convierte en la nueva morada para ellos, y al cabo de los
años nacerá Raza, un muchacho que no podrá pasar desapercibido en Paquistán.
Uno de
los principales temas subyacentes en Burnt
Shadows es el del sentimiento o la percepción de la identidad propia por
parte de las personas. Mientras Hiroko, traumatizada por la explosión nuclear
que mata a su padre y a Konrad y casi la mata a ella también, mantiene una
personalidad sólida a través de los años y en los múltiples lugares donde el
destino la lleva a vivir, su hijo Raza, talentoso políglota, hace del disfraz
un hábito. Si bien en un principio ese ávido apetito de vestir un disfraz le
reporta una extraordinaria aventura de la que sale indemne, cuando lo adopta en
su profesión las consecuencias pueden ser imprevisibles en un escenario bélico
como Kandahar, adonde acude de la mano de Harry Burton, el hijo de James y
Elizabeth Burton, que había crecido con Sajjad en la vieja Delhi de la época imperial.
La
identidad, como muy bien sabe todo emigrante, es algo cambiante y variable: son
los entes administrativos los que catalogan y categorizan a las personas; la
ignorancia, la mala fe de los políticos y los prejuicios luego hacen el resto.
Una de
las preguntas recurrentes en Burnt
Shadows gira en torno a la necesidad real de la destrucción de Nagasaki.
Habiendo visto las consecuencias de una explosión nuclear en una ciudad, el
presidente Truman decidió lanzar un segundo ataque. ¿Por qué? ¿Repetir la
barbarie indiscriminada, justificaba el final acelerado de la guerra? Shamsie
teje unos lazos sutiles, hábilmente sugeridos pero no explicitados, entre la matanza de Nagasaki y la matanza del 11 de septiembre en Nueva York. Entre esos dos
sucesos de crueldad y degradación de la humanidad, el número de guerras indirectas
o directas en las que han tomado parte los EE.UU. supera fácilmente el medio centenar. Algo huele mal en todo esto.
Burnt Shadows ha sido ya publicada en castellano por Salamandra, con el título de Sombras quemadas, y traducida por Victoria Malet Perdigó.