James McBride, The Good Lord Bird (Nueva York: Riverhead Books, 2013). 417 páginas.
Para mis hijos, con sus tiernos
nueve años de edad en esta segunda década del siglo XXI, la idea de la
esclavitud les resulta no solamente repulsiva sino totalmente inconcebible. Su
atención se pone en guardia cuando les trato de explicar que, incluso en
nuestros días, hay ciertas formas de esclavitud que afectan a millones de
personas en todo el mundo, y que, pese a ser formas de esclavitud más
económicas que sociales, no dejan de ser repulsivas.
El estadounidense James McBride
fue galardonado con el National Book
Award de los EE.UU. en 2013 por esta esmerada y entretenida narración situada
en los años de lucha abolicionista de John Brown. Con el telón de fondo de la
figura histórica de Brown, McBride deleita con una narración excepcional. En el
prólogo, el autor declara que tras un incendio en una iglesia se descubrió un
manuscrito redactado por Henry Shackleford, joven esclavo de Kansas que se vio
involuntariamente reclutado en las fuerzas abolicionistas de Brown.
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El abolicionista Old John Brown |
Pero ya en la primera página
de ese relato en primera persona hay una señal que el lector no debe ignorar.
Nos dice Henry que aunque él nació varón y huérfano de madre, durante muchos
años vivió haciéndose pasar por mujer. Tras ser liberado por Brown en una riña
en la taberna donde vive con su padre (quien muere en la riña de forma casi
cómica), a Henry lo confunde Brown con una niña. Le da ropas de chica y una
gorra que le había comprado a su hija, y la rebautiza como Henrietta.
Henry/Henrietta encuentra en uno de los bolsillos una cebollita, que era el
amuleto de la buena suerte de Brown, y muerta de hambre como está, se la come. A
partir de ese momento, John Brown la llamará ‘Onion’ y la tendrá como amuleto
de su buena suerte.
El relato nos lleva por las
penurias y vicisitudes de John Brown y su banda. Hay éxitos, y también muchos
fracasos, masacres, ejecuciones sumarias. Mientras Brown va de población en población
anunciando su cruzada antiesclavista, Henry/Henrietta persiste en su disfraz:
su único objetivo es llenar el buche y dormir caliente. Pero tras una de las
más sangrientas escaramuzas en la que muere Fred, hijo de Brown y mejor amigo
de Henrietta, el jovencito esclavo va a parar a un bar de mala muerte donde se
acostumbrará a beber alcohol y empezará a conocer mundo.
Finalmente los hombres de
Brown atacan Pikesville, y Henrietta vuelve a formar parte del pequeño ejército
abolicionista de Brown, quien en los siguientes años prepara el que fue, para
su época, uno de los más audaces (o insensatos) ataques que los abolicionistas
realizaron: el asalto al arsenal de Harpers Ferry, en la frontera de Virginia y
Maryland.
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Vista de Harpers Ferry en 1865. |
El asalto forma parte ya de la
historia y la mitología estadounidenses. A Brown lo acompañaban apenas una
veintena de hombres; todos fueron, más pronto o más tarde, capturados y
ajusticiados. Lo que James McBride hace es añadirle un sorprendente giro a la
trama histórica al introducir este joven personaje travestido, que dice haber
logrado escapar del cerco que las tropas federales pusieron en torno al
arsenal.
The Good Lord Bird (en referencia a una especie
de pájaro carpintero ya extinta) llama la atención desde la primera página del
supuesto manuscrito de Shackleford por el tono picaresco del narrador. Hay
indudables ecos del Huckleberry Finn de Mark Twain, y en el lenguaje con el que
escribe Henry sus memorias abundan los despropósitos semánticos y sintácticos.
McBride, para el deleite del lector, recrea unos diálogos perfectamente verosímiles
entre el Viejo John Brown y la niña Henrietta. Un fanático abolicionista
cristiano que se pasa horas predicando y rezando mientras sus soldados se
mueren de hambre, frente a un niño disfrazado de niña a quien la lucha le trae
sin cuidado, y que le sirve de humorístico contrapunto satírico.
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Óleo titulado Tragic Prelude (1938-40) de John
Steuart Curry (1897-1946) |
Resultan inolvidables las breves
reflexiones (de sabor epigramático) de Henry sobre lo que le representa la
libertad tras ser liberada de la esclavitud: con la esclavitud, nos confiesa,
al menos comía. La naturaleza pragmática de un adolescente que huye de la
miseria es uno de los argumentos mejor desarrollados por McBride.
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Un pasquín que habla de la batalla de Osawatomie, que contribuyó a hacer de John Brown un personaje de leyenda |
Una novela de prosa desternillante,
lúcida e inteligente, que presenta a John Brown como un fanático al servicio de
una causa noble; un hombre que quizás habría servido mejor a su causa en otra época,
y al que McBride rinde homenaje. Con todo, es la creación de esa voz de
Henrietta/Henry Shackleford, tan convincente y amena, lo mejor de The Good Lord Bird. Una moderna
picaresca ambientada en el siglo XIX, cuando la mayoría de la población afroamericana
nacía siendo propiedad de un hombre blanco.
Te invito ahora a leer las primera páginas del Capítulo 1 de The Good Lord Bird en mi traducción al castellano:
Yo nací siendo
hombre de color, así que no lo olvide usted. Pero viví como una mujer de color
durante diecisiete años.
Mi papá era negro
de pura cepa, de la parte de Osawatomie, en el territorio de Kansas, al norte
de Fort Scott, cerca de Lawrence. Papá era de profesión barbero, aunque eso
nunca le satisfizo por completo. Lo que más le iba era predicar el Evangelio.
Papá no tenía una iglesia regular, de esas que no permiten nada que no sea
jugar al bingo los miércoles noche o que las mujeres se sienten a hacer
figuritas recortadas de papel. Él salvaba las almas de una en una, cortando el
pelo en la taberna de Dutch Henry, la cual estaba encajada en un cruce del
camino de California que sigue el curso del río Kaw en el sur del territorio de
Kansas.
Papá atendía
sobre todo a sabandijas, fanfarrones, esclavistas y borrachos que pasaban por
el camino de Kansas. No era un hombre de gran estatura, pero le gustaba
vestirse bien. Le gustaba ponerse chistera, pantalones cuyos camales se subía
hasta los tobillos, camisa de cuello alto y botas de tacón. La mayoría de sus
ropas eran cosas que se encontraba tiradas, o prendas que les robaba a los
blancos que se encontraba en la pradera muertos por hidropesía, o ventilados
por causa de una u otra disputa. En su camisa había agujeros de bala del tamaño
de una moneda de cuarto de dólar. El sombrero era dos tallas más pequeñas. Los
pantalones provenían de dos pares de colores diferentes, cosidos por el medio
donde se juntan las pantorrillas, en uno solo. Tenía el pelo tan áspero que
podía encenderse un fósforo en él. La
mayoría de las mujeres no se le acercaban, mi Mamá incluida, que cerró los ojos
en la muerte al darme a mí la vida. Dicen que era una mujer mulata, de carácter
dulce. “Tu Mamá fue la única mujer del mundo que era lo bastante hombre como
para escuchar mis santos pensamientos,” presumía Papá, “pues soy hombre con muchos
atributos.”
Fueran los que
fuesen esos atributos, no ascendían a mucho, puesto que bien comido y vestido de
punta en blanco, completo con sus botas y chistera alta, Papá no llegaba al
metro cuarenta, y una buena de parte de eso no era más que aires.
Pero lo que le
faltaba en estatura, Papá lo compensaba con la voz. Mi Papá podía gritar más
que cualquier blanco que haya puesto pies en la verde tierra de Dios, sin
excepción. Tenía una voz fina y aguda. Cuando hablaba, parecía como si tuviera
un birimbao alojado en la garganta, pues hablaba como con pequeñas explosiones
o algo así, lo que quería decir que hablar con él era un negocio tipo dos por uno, ya que te limpiaba la cara y te
la lavaba a escupitajos al mismo tiempo—o mejor hagámoslo un tres por uno, si
le tenemos el aliento en cuenta. Le olía el aliento a tripa de cerdo y a
serrín, porque por muchos años trabajó en un matadero, de modo que
habitualmente mucha gente de color lo esquivaban.
Pero les caía
bastante bien a los blancos. Más de una noche vi a mi Papá atiborrarse de licor
y subirse de un salto a la barra de la Taberna de Dutch Henry, chasqueando las
tijeras y gritando entre el humo y los vapores de ginebra: “¡Ya viene el Señor!
¡Viene a sacarles las muelas y a arrancarles
el pelo!”, y luego se lanzaba entre una gentío de rebeldes de Missouri,
los más embriagados e indignos que se hayan visto jamás. Y aunque la mayoría de
ellos lo molían a palos y le sacaban los dientes a patadas, esos hombres
blancos no culpaban a mi Papá por lanzarse contra ellos en nombre del Espíritu
Santo, como si hubiera venido un tornado que lo arrojara en medio de la sala,
pues el Espíritu del Redentor que derramó su Sangre era un asunto muy serio en
la pradera en aquellos tiempos, y al pionero blanco normal la idea de la
esperanza no le era nada extraña. La mayoría de ellos ya habían agotado dicha
mercancía, habiendo acudido al oeste con un plan, que en cualquier caso no
había salido como lo habían pensado, de modo que todo lo que les ayudara a
levantarse por la mañana para ir a matar indios y no caerse muertos por las
fiebres o por mordeduras de serpientes de cascabel era un cambio bien recibido.
También ayudaba el que Papá hiciera el mejor licor de garrafa en todo el
territorio de Kansas—aunque era predicador, Papá no estaba en contra de uno o
tres gustos—y seguramente, esos mismos pistoleros que le arrancaban el pelo y
le daban unas palizas de cuidado, lo levantaban después del suelo y decían:
“Vamos a tomar,” y toda la pandilla echaba a caminar y a dar aullidos a la luz
de la luna, mientras bebían el jugo mareante de Papá. Papá estaba muy orgulloso
de su amistad con la raza blanca, algo que decía haber aprendido de la Biblia. "Hijo," solía decir, "recuerda siempre el libro de Ezeaquel, capítulo doce,
versículo diecisiete: ‘Ofrécele tu vaso al vecino sediento, Capitán Ahab, y
déjale beber cuanto quiera.’ "
Yo ya me había
hecho hombre hecho y derecho para cuando supe que en la Biblia no había ningún
libro de Ezeaquel. Tampoco había ningún Capitán Ahab. El hecho es, que Papá no
sabía leer nada, y recitaba los versículos de la Biblia solamente que había
oído leer a los blancos.
Ahora bien, es
cierto que en el pueblo había inclinación para ahorcar a mi Papá, debido a que
se atestaba de Espíritu Santo y se lanzaba contra la caterva de pioneros rumbo
al oeste que paraban a abastecerse de provisiones en la taberna de Dutch Henry —
especuladores, tramperos, niños, mercaderes, mormones, incluso mujeres blancas.
Esos pobres colonos ya tenían bastante de qué preocuparse, con las serpientes
que aparecían entre los tablones del suelo, las armas que se disparaban por
nada, y las chimeneas que les construían de mala manera y los mataban de
asfixia, para además tener que preocuparse por un negro al que le daba por
arrojarse contra ellos en el nombre de nuestro Gran Redentor que llevó la
Corona de Espinas. De hecho, para cuando yo había cumplido los diez años, en 1856,
en el pueblo se hablaba abiertamente de volarle los sesos a Papá.
Y lo hubieran
hecho, creo yo, si no hubiera llegado un visitante aquella primavera que les
hizo el trabajo.
La Taberna de Dutch
Henry estaba muy cerca de la frontera con Missouri. Hacía las veces de oficina
de correos, juzgado, fábrica de rumores y licorería para los rebeldes de
Missouri que pasaban a Kansas para beber, jugar a las cartas, contar mentiras,
ir de putas y gritar a la luz de la luna que los negros iban a tomar el mundo y
que los yanquis iban a echar los derechos constitucionales de los blancos en
las letrinas, y cosas por el estilo. Yo no hacía caso de esas habladurías, pues
por aquellos días mi empeño era lustrar zapatos mientras mi Papá cortaba el
pelo, y llenarme el buche de tanta fruta de sartén y cerveza como pudiera. Pero
a la llegada de la primavera, los rumores en la taberna giraban en torno a
cierto feroz canalla blanco, a quien llamaban Viejo John Brown, un yanqui del
este del país, que había venido al territorio de Kansas a crear problemas con
su banda de hijos, los llamados Rifles de Pottawatomie. Quien los oyera hablar,
creería que el Viejo John Brown y sus sanguinarios hijos planeaban matar a
todos los hombres, mujeres y niños de la pradera. El Viejo John Brown robaba
caballos. El Viejo John Brown quemaba casas. El Viejo John Brown violaba a las
mujeres y les trinchaba la cabeza. El Viejo John Brown había hecho esto, el
Viejo John Brown había hecho aquello, y anda, válgame Dios, para cuando
terminaban de hablar de él, el Viejo John Brown parecía ser el más rastrero
hijo de puta, más sanguinario y molesto que jamás se hubiera visto, y decidí
que si alguna vez me cruzaba con él, válgame Dios que yo mismo me lo iba a
cargar, solo por lo que había hecho o le iba a hacer a la buena gente blanca
que yo conocía.
Bueno, pues poco
después de decidir esas proclamas mías, un viejo irlandés de paso inseguro
entró bamboleándose en la taberna y se sentó en la silla de barbero de mi Papá.
No tenía nada de especial. Había en la pradera cientos de vagabundos en busca
de fortuna, deambulando por el territorio de Kansas, esperando a que alguien
los llevara hacia el oeste o que les surgiera un trabajo robando ganado. Este
aventurero no tenía nada de especial. Era un individuo flaco y algo encorvado,
recién salido de la pradera, olía a caca de búfalo, tenía un tic nervioso en la
boca y una barba muy descuidada. En la cara tenía tantas arrugas y surcos entre
la boca y los ojos que si los hubiera juntado todos habría construido un canal.
Tenía los labios estirados, y el ceño fruncido de forma permanente. Parecía que
los ratones habían roído los bordes de su abrigo, chaleco, pantalones y corbata
de lazo, y las botas estaban en sus últimas. Le asomaban visiblemente los dedos
de los pies por las punteras. Realmente daba pena verlo, incluso para lo que
era normal en la pradera, pero era blanco, así que cuando se sentó en la silla
de Papá para que le cortara el pelo y le afeitara, Papá le puso la bata y se
puso a trabajar. Como era habitual, Papá se puso a trabajar por la parte de
arriba y yo hacía la parte de abajo, lustrándole las botas, que en este caso
eran más dedos que cuero.
Después de unos
minutos, el irlandés se puso a mirar en derredor suyo, y al ver que no había
nadie cerca, le dijo a Papá en un susurro: “¿Usted cree en la Biblia?”
Anda pues, Papá
era un lunático en lo tocante a Dios, y eso le animó mucho. Dijo: “Claro, jefe,
por supuesto que sí. Me sé toda clase de versículos de la Biblia.”