21 ene 2020

Nueva Zelanda VI - Hokitika & Kaikoura

El contraste entre el litoral de poniente y el de levante de la Isla Sur de Nueva Zelanda no podría ser más marcado. La costa occidental está continuamente azotada por fuertes vientos y el oleaje hace casi imposible adentrarse en sus aguas, si bien no por ello dejan de tener su atractivo. Es el caso de Hokitika, una pequeña ciudad que ya había hecho acto de presencia en este blog cuando reseñé la deliciosa novela ganadora del Man Booker en 2013, The Luminaries.
Hokitika Beach. La ciudad ha puesto una barrera de rocas enormes para tratar de impedir que las olas terminen de destruir la playa. 
Hay que estar medio loco o tener un espíritu suicida para meterse en el agua, que por cierto arrastra troncos y piedras. 
No, no se trata de un tsunami, aunque lo parezca. Es la playa de Hokitika cerca de la desembocadura del río.
A una media de la ciudad, Hokitika Gorge, el desfiladero cortado por el río.
El puente sobre el río Hokitika. En la época donde se sitúa la novela, miles de personas malvivían cerca de sus orillas con la esperanza de hallar una pepita de oro que las salvase de la miseria para siempre. 
Los bomberos locales. El camión es muy del siglo XX, ¿no?
Lake Kainere. Catton hace mención del lugar en varias ocasiones.


El océano en la costa oriental tiene un comportamiento mucho más tranquilo. Las playas no están cubiertas de tanta madera de deriva e invitan más al bañista, siempre y cuando esté dispuesto a soportar la temperatura.
La costa al norte de Kaikoura, cercana al epicentro del terremoto de 2016.
Cerca del puerto de Kaikoura hay una extensa plataforma rocosa marina. Una reserva de fauna y flora que se puede visitar, a diferencia de la de Oamaru, al sur de Christchurch.
Un lobo marino muy ufano. Los visitantes no deben acercarse a menos de diez metros; son animales salvajes y defienden su territorio a bocados.


La hora de la siesta es la mejor hora del día.
Barbacoa de mariscos y pescados. Una cena más económica que la carne en esta parte del mundo. 
Una vista espectacular per acabar un viatge ...

Reseña: Live a Little, de Howard Jacobson

Howard Jacobson, Live a Little (Londres: Vintage, 2019) 280 páginas.
Rara vez (en realidad nunca) comienza uno una reseña citando el final de una novela. De hecho, entre la crítica literaria tradicional o convencional es poco menos que anatema mencionar el final de una novela. Yo voy a romper una lanza en favor de la crítica no convencional, y espero que quede clara la razón por la que lo hago así.

Los dos protagonistas de Live a Little son nonagenarios; están, como se suele decir, de vuelta de todo, y en puertas de estirar la pata. Shimi tiene 91 años y de vez en cuando lee las cartas a las viudas que son clientas del restaurante chino debajo del pisito donde vive en Finchley Road. Beryl le sobrepasa en años a Shimi, pero es la memoria lo que comienza a fallarle de manera preocupante. Y al final de la novela, están abrazados, y Beryl le ha tapado los oídos a Shimi para que no pierda el recuerdo del instante:
“Ella se pregunta si con los oídos tapados él podrá oír la música de las esferas.Ninguno de los dos tiene ni idea de cuánto tiempo lo mantiene sujeto entre sus manos. Un minuto, una hora, una duración todavía por descubrir.«Ahora lo haré yo por ti,» le dice él, quitándose dedo a dedo sus manos.«Oh, ya es demasiado tarde para mí,» le dice ella. «A mí ya se me cayó la mayoría hace tiempo.»Y él le recuerda sus propias palabras: nunca es demasiado tarde para nada.Entonces le pone una mano en la sien, y luego la otra. Como un niño que sujeta algo infinitamente valioso cuyo cuidado le haya sido encomendado.” (p. 280, mi traducción)
Jacobson los presenta por separado en un principio, pese a que existe una poderosa conexión entre ambos, que Shimi desconoce por completo. Y es esa lenta aproximación que ejecuta Jacobson lo que le otorga una insuperable brillantez a esta novela. Ambos personajes cobran vida desde la primera página en que son plasmados: Beryl a través de una llamada telefónica que le hace a uno de sus hijos ya casi de madrugada; Shimi mientras se arrodilla para recoger la baraja de cartas de tarot que se le ha caído, con una agilidad que ilusiona a sus clientas viudas.

Los amantes - la ilustración con que se cierra el libro.
Puede que Beryl esté olvidándolo todo, pero su dominio del idioma es insuperable. Con la ayuda de sus dos cuidadoras está tratando de reconstruir las piezas del rompecabezas que fue su vida. Los diálogos de la simpática abuela tanto con Euphoria (una mujer ugandesa) como con Nastya (la enfermera moldava a la que llama ‘Nastier’ [más horrible]) te hacen partirte de risa. La pericia y la virtuosidad de Jacobson retratan excelentes caricaturas de ambas mujeres en la boca de Beryl, si bien no son ellas los únicos blancos de la mordacidad de la nonagenaria ‘Princesa Schweppessodowasser’, como suele autodenominarse.

De Shimi Carmelli pronto averiguamos que planifica cuidadosamente sus salidas y paseos por el norte de Londres sobre la base de la necesidad (repentinamente urgente) que le puede provocar la vejiga a su edad, con un itinerario siempre cercano a baños públicos de parques y calles donde es conocido. Su historia personal nos remonta a la Segunda Guerra Mundial, la muerte de su madre y la desaparición de su padre. Desde muy joven se queda muy solo, y pierde también el contacto con su hermano. Un episodio de su infancia que todavía lo tiene traumatizado nos lo muestra probándose los bombachos de su madre, y la reacción cruel de su padre, quien decide proporcionarle un indeleble castigo físico.

Finchley Road, donde Shimi Carmelli goza de una excelente reputación entre las viudas más adineradas porque todavía puede abrocharse los botones él solo. Fotografía de Sailko,

Narrada en capítulos dedicados alternativamente a los dos pimpollos, esta es una novela que nunca decae. Jacobson escudriña en los terrores infantiles, en las humillaciones juveniles, en el tormento físico y psicológico que causa el deseo sexual dentro de una sociedad reprimida y represora (de eso, la España franquista por la que tanto parecen suspirar algunos puede presumir mucho). Pero es sobre todo el reto que estos dos ancianos se plantean ante un futuro que podrá ser breve, pero que en todo caso bien podría compensar fracasos pasados. Terco en su visión del mundo, Shimi considera que “Es de sádicos esperar que cambie la manera en que uso ahora las palabras.” (p. 183, mi traducción).

Para quienes vamos acercándonos a esa etapa en la que los recuerdos comienzan a difuminarse o emborronarse, Jacobson ha escrito una historia en la que se hace patente el hecho de que es el cerebro el que nos dictará qué recordemos; nuestras memorias no las ejerceremos a voluntad. “A él ‘Más vale tarde que nunca’ siempre le ha parecido una frase trágica. En ella huele el ajado desierto de los años desperdiciados. Pero le gana a ‘Más vale nunca que demasiado tarde’. Por la mínima.” (p. 209, mi traducción).

Jacobson enfatiza que siempre estamos a tiempo de reescribir nuestra memoria, de que nunca debemos asumir un entendimiento perfecto de lo que es la vida antes de que ésta termine. El humor siempre debe ocupar un hueco. En fin, como dice el título: hay que vivir un poco.

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