La década de los
70 vio la llegada de miles de refugiados vietnamitas, mayoritariamente del sur
de Vietnam, a Australia. En Sydney muchos de ellos se establecieron en el
barrio del suroeste de la metrópolis que se conoce como Cabramatta. Adaptarse a
un nuevo país y una nueva cultura nunca es fácil, algo que esta novela (que
representa el debut de esta autora australiana de origen vietnamita) explicita
en la narración que hace Sonny Vuong de su adolescencia en la década de los 90.
Ya en los años
finales de la secundaria, Sonny vive con sus padres, su abuela y su hermano
pequeño en una casa de Cabramatta. Desde muy joven se ha sentido atraída por su
vecino Vince Tran, quien al comienzo de la novela está celebrando su salida de
un centro de detención para menores. Significativamente, una de sus primeras
acciones es la quema de la bandera australiana que ondea en el patio del
instituto. A Vincent Tran los jóvenes vietnamitas de Cabramatta lo reciben como
a un héroe. Todo lo contrario que su propia familia. Su padre lo desprecia. El
sentimiento es recíproco porque el padre de Vince tiende a la violencia cuando
bebe en exceso.
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El centro comercial de Cabramatta (Sydney). Fotografía de Maksym Kozlenko. |
La imagen que quiere
transmitir el título es ciertamente hermosa: las palmeras cocoteras dejan caer
sus frutos, que con frecuencia cruzan el mar y llegan a lugares lejanos donde
echan raíces y crecen. The Coconut Children es por lo tanto la idea de
los jóvenes vietnamitas en Australia como el fruto de una importante y
enriquecedora diáspora.
La novela tiene
muchos altibajos en términos de fluidez narrativa. La forma en que presenta
Pham el proceso del paso a la adultez y el despertar sexual de Sonny es más
bien melindrosa. La historia habría ganado mucho más interés y valor si hubiera
profundizado en las terribles consecuencias que la distribución de heroína tuvo
en la zona en esa época. Pham pasa apenas de puntillas por el tema, blanqueando
la realidad de la utilización de menores de origen vietnamita por parte de
capos sin escrúpulos.
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Go, Coconut, float across the waves and take roots elsewhere! Fotografía de Sarathkumaran
Ranganathan. |
Sonny sueña con
poder salir de Cabramatta algún día e imagina que será Vince quien lo haga.
Pham revela un terrible episodio de niñez de la joven Sonny. Tanto ella como
Vince han tenido que superar momentos muy duros en sus cortas vidas. Pero ello
se debe a motivos diferentes de los que afectaron a las generaciones que
huyeron de Vietnam: la madre de Sonny todavía recuerda la peligrosa travesía en
barcos atiborrados de gente, que con frecuencia eran atacados por piratas en
medio del océano.
La idea que
genera The Coconut Children dista en principio de ser ordinaria. El
principal problema que tiene la novela, en mi opinión, es el hecho de que Pham
escoge adoptar el punto de vista narrativo de una Sonny adolescente, pero es en
realidad una mujer adulta la que está contando su historia. El contraste entre
los dos puntos de vista es evidente y estridente.
Pudiera ser una historia
universal de migración y adaptación a un nuevo entorno sociocultural, pero el
sentimentalismo dominante de la Sonny adolescente empaña bastante el efecto
total. Pham podría haber invertido más esfuerzos en intentar acercarnos al
laberinto identitario en el que vive la segunda generación emigrante y menos en
las sensibleras divagaciones e ingenuidades de la niña que se está haciendo
mujer. La novela funciona mucho mejor cuando Pham renuncia a esa voz inmadura y
trabaja con sus bazas de buena escritora, que sin duda las tiene.
Te dejo la
traducción del prólogo de The Coconut Children.
Prólogo: Le dijo
la pequeña ola al tsunami...
La luna llena
flota en el firmamento nocturno como una catarata. El cielo ha hecho la vista
gorda e ignora a la gente de la patera. Pero vosotros lo veis todo, ¿no? Ahí
va, una diminuta barca pesquera que lleva a doscientas almas, un exceso de
cuerpos suspendidos por encima de apenas una brizna de agua. Es aquí donde se
reúnen el mito y la memoria. Donde la Historia viene a soñar despierta, inmortalizada
en tinta, pero con la muerte en las mentes.
Él os está
llamando: Ông bà tổ tiên. Los ancestros. Aquí está él, sentado bajo una
maraña de piernas, brazos y destinos. Mi padre. Vuestro hijo. Le habéis visto
crecer, desde que era un chiquillo que se chupaba el dedo pulgar hasta que se volvió
un muchacho retador. Lo conocéis muy bien: No os molesta en tu lugar de
descanso sin tener sobradas razones. Ha pronunciado vuestros nombres únicamente
en sus oraciones, para ofrendar las primeras frutas de la nueva cosecha, pero
ahora os convoca porque anoche murió un bebé, demasiado joven para poder
entender a qué sabe la leche materna. Suavemente lo dejaron reposar en el mar desde
el lado de la embarcación, mientras todos miraban en un aciago silencio, medio
esperando que el océano envolviese al muerto recién nacido como si fuese una
manta, o que el chiquillo aprendiese a nadar en el último instante.
El silencio es
otra suerte de ahogamiento. También hubo piratas, con taimadas sonrisas que
abarcan el horizonte entero y unos machetes oxidados por el agua del mar, que os
robaron generaciones de oro y a todas las mujeres bonitas. Mirad a vuestro
hijo, el heredero de vuestra piel bañada por el sol. Puede que el resto del
mundo olvide vuestra muerte, pero él es la única prueba de que alguna vez vivierais.
Ancestros, he
oído historias sobre vosotros. Vosotros y yo somos dos clases de espíritus. Mi
padre ni siquiera ha imaginado mi llegada. Aún estoy a dos décadas de
distancia. Soy una bruma por nacer, una concentración de gotitas de rocío, mil efectos
ópticos que todavía no ha punzado la sangre. El vuestro es un cuerpo ligado a
la tierra que desobedece a las lápidas. Vuestros desordenados huesos tienen sus
propias ideas. Extrañáis los brazos y piernas que os faltan. Vuestra mano os
escribe cartas de amor. Vuestro espíritu está impregnado de sufrimiento,
bastante como para que os dure hasta la eternidad. Conocéis suficiente a la
muerte como para ponerla a hacer otros recados.
¿Le daréis pues
una bendición? Lo justo para hacer que la barca se mueva un poco más deprisa. Y
quizás un poco de sobra, para que se lo guarde en el bolsillo para su próximo
viaje.
Mi padre piensa
en las bombas y en las florecillas que están cayendo en todo el mundo. Aquel
viejo poema le viene a la cabeza. El que escribió un desgraciado leproso que
quería amar a alguien, pero no soportaba que nadie lo mirase.
¿Quién quiere
comprar la luna? Yo os la venderé.
Oh, quién fuera
joven y muy pobre, y pensar que el mundo te pertenece. Y eso resulta ser casi
verdad.