16 abr 2018

Reseña: Democracy and Its Crisis, de A. C. Grayling

A. C. Grayling, Democracy and Its Crisis (Londres: Oneworld Publications, 2017). 225 páginas.
Democracia. Qué bonito concepto, ¿no? El gobierno del pueblo, la soberanía popular. ¿Está en crisis? Pues, viendo lo que está pasando en muchos de los estados considerados inveteradas democracias, diríase que sí. El filósofo británico Grayling escribió este ensayo en reacción a lo que él considera prácticamente un golpe de estado: el Brexit. Razón no le falta, pero el ensayo que A.C. Grayling proporciona en Democracy and Its Crisis semeja en algunos momentos más una pataleta que un riguroso análisis.

El libro se compone de dos partes bien diferenciadas. En la primera hace un escueto estudio de la historia de la democracia como concepto y su evolución hasta nuestros días. Desde el rechazo de la democracia por parte de Platón (en tanto que éste la veía como el gobierno de la muchedumbre y una más que probable deriva hacia el caos) hasta los pensadores ya archiconocidos: Hobbes, Locke, Rousseau, de Tocqueville, Spinoza, John Stuart Mill et al. Un somero repaso a las ideas y razonamientos que sostienen el concepto de democracia representativa que se ha erigido en forma dominante de la civilización contemporánea sobre el planeta (hecho innegable: tienen lugar elecciones legislativas en una amplia mayoría de países – otra cosa, y bien diferente, es si esas elecciones son verdaderamente democráticas, limpias y transparentes).

Estatua de ministro franquista, demócrata de toda la vida. La calle es mía, la foto no. Fotografía de Iago Pillado..
En la segunda parte Grayling aborda los males que la aquejan y las posibles soluciones. Por ejemplo: “Hay otras razones más que las ya obvias por las que importa la defensa de los principios subyacentes de la democracia representativa, […] Una es que una importante parte del problema de la política es la política misma, y que debe reconfigurarse el lugar de lo político en la vida de un estado o de una comunidad nacional. La otra es la necesidad de que haya en las escuelas una educación cívica de carácter obligatorio, y que exista el voto obligatorio, con una matización respecto a que el voto comience a los dieciséis años de edad.” (p. 7, mi traducción) Si los más jóvenes pudiesen votar, otro gallo cantaría. Como arguye en muchas ocasiones mi esposa T., no tiene sentido que voten ancianos cuyo uso de la razón roza el cero absoluto mientras chicos y chicas de 16 y 17 años se ven privados del derecho a escoger a quienes van a regir sus vidas por unos cuantos años.

¿Qué problemas identifica Grayling? Pues no debiera costarnos muchos identificarlos: órganos legislativos que no exigen cuentas a sus ejecutivos (el caso del Reino Unido con el referéndum del Brexit es evidente); segundo, la carencia de la más elemental educación cívica y política del electorado (éste es un mal que aqueja al mundo entero, pese al riesgo de generalizar en demasía); y tercero, la manipulación y tergiversación de la información mediante poderosas herramientas tecnológicas (sí, señor Zuckerberg – eso es exactamente lo que ha pasado delante de sus narices, ¿y usted sin enterarse?)

 True, hard-working democrats getting ready for brekky. Como dice mi amigo Gustavo: ¡y que revienten los pobres! Fotografía: Pepe Madrid.
Así pues, ¿qué es lo que un orden verdaderamente democrático precisa? Dice Grayling: “… esencial para algo que merezca dicho nombre es la posibilidad de debate, la libertad de expresión y de reunión, y el debido proceso de ley que proteja al pueblo del arresto y el castigo arbitrarios, muy especialmente en relación con temas de opinión.” (p. 32, mi traducción) Tomen nota, MPuntoRajoy y cía.

Que no todas las estructuras e instituciones de los estados democráticos están cumpliendo su función cabalmente es algo que cae por su propio peso: de lo contrario, no habría desempleados, ni gente desamparada, ni pensionistas que malviven ni marginados de toda clase y condición. Es decir, no habría tanta desigualdad como innegablemente existe (y sigue creciendo): “Cuando crece la desigualdad, cuando la brecha entre las capas superior e inferior de la sociedad se vuelve palmariamente considerable, surgen los problemas. Esa es una enfática lección de la historia. Los demagogos capaces de atribuir la desigualdad a la inmigración o a las egoístas élites insensibles que controlan el gobierno, o ambas cosas, pueden así promover una oleada populista de la cual pueden sacar tajada. Pueden tratar de remodelar el orden político y económico según su patrón preferido, el cual con frecuencia no será, por supuesto, probablemente una mejora para el pueblo cuyo apoyo han explotado para conseguirlo.” (p. 116-7, mi traducción)

Con frecuencia se mira a los EE. UU. como gran modelo a seguir en la implantación de los ideales democráticos. Y, sin embargo, el reciente fenómeno de la elección del narcisista más inepto que haya visto el mundo en los últimos tiempos como presidente es motivo de inquietud para Grayling: “La disposición estadounidense a revisar el orden constitucional está tan limitada como lo está el fundamentalismo religioso en su planteamiento para revisar su visión de un texto sagrado.” (p. 112, mi traducción) Como en otros lugares, el texto constitucional se ha convertido en credo inviolable, y el sistema que se sustenta en él defiende su legitimidad con uñas y dientes, y no cede un ápice ante las demandas de reforma. Ay, cuán largo me lo fiais.

Grayling sugiere que el voto debiese ser obligatorio, y cita Australia como ejemplo. Aun con la obligatoriedad de presentarse en los colegios electorales el día de los comicios (que no es lo mismo que votar), el sistema australiano es manifiestamente imperfecto. Cuando se creó la Federación, los ‘padres’ de la Commonwealth australiana se aseguraron de que una minoría rica de terratenientes anglosajones tuviesen mayor peso del que les corresponde en las decisiones de gobierno. Las pruebas son evidentes: en 2016, el partido de los Nacionales (en coalición con la derecha Liberal desde siempre) obtuvo 10 escaños con el 4,6% de los votos, mientras que Los Verdes, que consiguen regularmente más de un 10%, solo consiguieron 1 escaño.

Como escribía ayer, el ciudadano o la ciudadana contemporánea se enfrenta a un inquietante dilema. ¿Qué es preferible: exigir el respeto de los gobiernos a su derecho a las libertades civiles, aunque el sistema político te deje en la ruina y poco a poco te mate de hambre, frío/calor o con la contaminación (o las cuatro cosas a la vez), o renunciar a ellas a cambio de un modelo de producción que te garantiza un crecimiento económico cercano al 10% anual?

Pero bueno, no hagas preguntas tan difíciles, haz el favor, que estamos a lunes.

15 abr 2018

Reseña: La quimera del Hombre Tanque, de Víctor Sombra

Víctor Sombra, La quimera del Hombre Tanque (Barcelona: Penguin Random House, 2017). 222 páginas.
(Vaya por delante mi agradecimiento al autor por enviarme un ejemplar de su novela, y costear ese envío de su propio bolsillo.)

Pocas imágenes definen mejor las postrimerías del siglo XX que la del famosísimo video de ese solitario manifestante en la Plaza Tiananmen en Beijing el día 5 de junio de 1989, quien, cargado con una bolsa de plástico en cada mano, se enzarzó en un desafiante baile con la columna de tanques del Ejército Rojo.

El Hombre Tanque, emblemático mural en las calles de Colonia. Fotografía de Raimond Spekking.
La identidad de esa retadora persona sigue siendo un misterio. Tanto en las artes plásticas como en el arte de las palabras el llamado Hombre Tanque se ha vuelto a hacer presente. Estatuas, murales, camisetas y libros han rendido homenaje a este anónimo defensor de los derechos humanos. Steve Erickson, por ejemplo, lo hacía emerger como líder de un movimiento de resistencia en su fascinante Our Ecstatic Days (2005).

En La quimera del Hombre Tanque, Víctor Sombra sitúa a ese joven chino, al que todos llaman Rana, exiliado en 2014 en Azerbaiyán y regentando un tugurio de mala muerte. Durry, un agente secreto chino criado en Surry Hills (Sydney), recibe el encargo de encontrarlo y preparar el reencuentro de Rana con el comandante del tanque al que hizo parar tantas veces en las inmediaciones de Tiananmen. La idea es grabar ese reencuentro en un video que escenifique la reconciliación de los que el régimen del PCCh aplastó en 1989 con los dirigentes contemporáneos de China, estos mismos que han hecho del capitalismo marxista (¿Para qué quiere usted otras libertades si tiene a su alcance la libertad de consumir todo lo que quiera?) la ideología triunfante en esta segunda década del siglo XXI. Y naturalmente, ese reencuentro habrá de grabarse con un teléfono móvil. Faltaría más.

Mas la escenificación se convierte más en encontronazo que encuentro. El militar se niega en última instancia a participar y la desconfianza general se impone. Rana huye y Durry recibe la orden de poner a fin a todo el proyecto, acompañado por una atractiva, aunque muy calculadora, joven agente de los servicios secretos chinos.

La quimera del Hombre Tanque es, desde un punto de vista meramente formal, un thriller cuya inconclusa resolución deja un buen gusto de boca. La virtud de Sombra es esconder bajo esa capa de trama de agentes secretos un importante debate de ideas que, sobre el armazón de una ficción histórica, resulta urgente, si no imprescindible. Al situar la novela en Azerbaiyán, en las orillas del Mar Caspio y sus pozos petrolíferos, Sombra apunta sus dardos en dirección a los males que aquejan a la sociedad globalizada de nuestros días: el yihadismo violento, tan pueril en sus fundamentos y justificaciones, la destrucción del planeta y la insostenibilidad del modelo productivo imperante, la incapacidad e insolvencia moral de la democracia liberal occidental para justificar los desmanes del capitalismo, y las derivaciones que éstos ocasionan en todos los estratos sociales menos favorecidos y en los países que todavía no han alcanzado un suficiente nivel de desarrollo.

Días más tranquilos en la Plaza en agosto de 2012. Fotografía de Nicor. 
La idea (ficticia, por supuesto, pero no del todo inverosímil) de una supuesta reconciliación entre esa generación que buscó romper con el orden comunista y denunciar la corrupción inherente al sistema de partido único no deja de ser original. La situación política actual en Hong Kong desmiente tajantemente que haya el mínimo asomo de posibilidad de que ello vaya a ocurrir.

Como tantas otras reconciliaciones políticas escenificadas para legitimar transiciones ‘blandas’ (o pacíficas) antes que permitir reformas profundas (o bruscas), sería siempre teatro. Como el bigote mexicano que Rana se deja crecer, es una impostura. Con un buen sombrero de mariachi, un poncho y bigote, cualquiera podría hacerse pasar por mexicano. Con o sin Máster, qué más da.

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