Roberto Bolaño, La pista de hielo (Barcelona: Anagrama, 2009). 200 páginas.
Resulta un tanto peculiar – por no decir increíble – que Roberto Bolaño ganara el premio de Narrativa Ciudad de Alcalá de Henares en 1993 con La pista de hielo, y que durante varios años más el escritor chileno afincado en Cataluña viera varias de sus obras rechazadas por las editoriales españolas.
La novela reúne algunas de las preocupaciones que Bolaño despliega con una energía imparable y magistral en 2666. No habiendo leído todavía Los detectives salvajes ni muchas de sus novelitas que solamente salieron a la luz tras su muerte y posterior (re)descubrimiento, no puedo establecer paralelismos ni comparaciones. Pero sí puedo decir que se palpa la magnificencia de 2666 en La pista de hielo.
Escrita a tres voces (tres hombres: un chileno, Remo Morán; un mexicano, Gaspar Heredia; y un catalán, Enric Rosquelles), La pista de hielo tiene elementos de novela negra, de reflexión literaria, de enamoramiento no correspondido, de sexo desapasionado, de las vicisitudes de la emigración hispanoamericana en España, de la mendicidad como grave asunto social, del significado de los sueños, y unas cuantas cosas más: una prosa muy cercana a lo natural, muy próxima al registro discursivo de la confesión en la comisaría.
Pero quizás lo más llamativo desde el punto de vista puramente de lector es cómo Bolaño te invita (o conduce, o por qué no, te obliga) a ir armando la trama mediante pistas no inmediatamente reconocibles. La alternancia de esas tres voces narrativas (no tan diferenciables entre sí como cabría esperar de tres hombres de procedencia tan dispar) te descoloca y te lleva a evaluar las diferentes versiones de los hechos. Los tres rememoran los sucesos acaecidos en el verano de la población costera que Bolaño bautiza como Z, mas los tres buscan en todo momento la aquiescencia del lector, no solamente Enric, quien es acusado del asesinato.
La pista de hielo que Enric Rosquelles hace construir en un dilapidado palacio en las afueras de Z es el escenario donde se percibe la característica amenaza indefinida pero inmanente (esa sensación de amenaza, en 2666, se hace omnipresente, obsesiva y sofocante). Cuando por fin se nos revela el crimen, la pista, con sus líneas rojas de la sangre de la víctima (la cantante mendiga Carmen) se convierte en símbolo del locus del género policial: la escena del crimen a la que todos los sospechosos retornan en su relato confesional, sea en primera persona o un discurso indirecto a través de las tres voces narrativas.
Por lo demás, no faltan algunos interesantes guiños bolañescos de dura pero sagaz crítica. En el episodio del levantamiento del cadáver, observa el narrador (en este caso Remo Morán, el alter ego de Bolaño): ‘Más tarde aparecieron el jefe de policía, que felicitó públicamente a sus hombres, una especie de forense seguido de tres muchachos de la Cruz Roja, y una chica de unos treinta años que dijo ser la juez comarcal. Ésta y Lola se conocían y tuvieron un pequeño altercado acerca de la ficha de la mendiga. La juez quería quedarse con la ficha, a lo que Lola se negó en redondo. Al verlas discutir, las dos jóvenes y enérgicas, pensé que ésa era la España que avanzaba a grandes zancadas hacia el futuro’ (p. 159). Genial: más que una conjetura, un vaticinio en toda regla. La escena, que sin duda Bolaño presenció en otra versión similar innumerables veces, me recuerda por otra parte a otra similar, en la película de Álex de la Iglesia La comunidad, en las escaleras de la finca por donde un tropel de gente va bajando entre gritos, empujones, porros y amenazas, el cadáver de uno de los vecinos.
Bolaño siempre te deja algunas perlas, aforismos como dulces para que los saborees lentamente. Yo me quedé ayer, mientras terminaba la novela en el autobús, camino del trabajo, con esta: ‘los seres sumisos son traicioneros, y más vale no confiar en ellos’ (p. 176). Cuánta razón tenía.
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