Ceridwen Dovey, Blood Kin (Londres: Atlantic Books, 2007). 185 páginas.
Un país
sin nombre en el que gobierna un Presidente de trazas dictatoriales se ve
sorprendido por un golpe de estado que depone al dictador y eleva al
Comandante, el líder de los rebeldes, a la posición de nuevo detentador del
poder. Las pistas que nos da la autora respecto al tiempo y lugar de Blood Kin son mínimas: es un país donde florecen
las jacarandas, hay un cercano puerto pesquero y el Presidente tiene una
residencia de verano desde la que se otea un valle en el que crecen viñedos.
Hay en Blood Kin, sin embargo, seis voces
narradoras distintas (si bien no son tan diferentes como uno quisiera), que se
alternan para permitir al lector contrastar sus distintos puntos de vista, al
tiempo que aportan algunos detalles que complementan o contradicen la narración
de los demás. Nadie tiene nombre en esta novela: se identifica a los
personajes, en el caso de los masculinos, por su rango (el Presidente, el
Comandante) o la profesión que ejercen al servicio del Presidente (los tres
narradores masculinos: el chef, el barbero, el retratista), mientras que a los
personajes narradores femeninos los conocemos por su parentesco con los tres
anteriores (la novia del hermano del barbero, la hija del chef y la esposa del
retratista).
Cuando
un comando entra en el Palacio presidencial y secuestra al mandatario y a la
primera dama, los rebeldes se llevan al palacio estival a su cocinero, a su
barbero/peluquero y al retratista oficial y su esposa, a quien por estar embarazada
la mantienen en cautividad por separado. A los tres hombres los obligan a
compartir los mismos aposentos y a desempeñar las mismas funciones que hasta
ese momento habían tenido, pero ahora al servicio del Comandante. Bien pronto queda
insinuada la idea de que el nuevo mandatario comienza a adquirir hábitos y comportamientos
muy similares a los que tenía el dictador depuesto.
Cada
uno de los capítulos adopta la forma de un monólogo: Dovey delinea pues a los
personajes a través de sus propias palabras y reflexiones. Esta es un arma de
doble filo: es muy efectiva, en tanto que proporciona ángulos muy diferentes, y
con unos escuetos recursos logra caracterizar a los personajes; el problema es
que el modo de expresarse de cada uno de ellos es muy similar. No hay apenas
diferencias respecto a su tono. Y cuando Dovey, en la segunda parte de la novela,
introduce tres nuevas narradoras cuyas voces guardan muchas similitudes entre
sí y con los tres anteriores, la narración va cayendo poco a poco en una
homogeneidad que pudiera parecer una pizca artificial.
Por
fortuna, los sorprendentes sucesos y las extraordinarias revelaciones que
conforman el desenlace de Blood Kin proporcionan
un más que válido giro argumental y constituyen, en mi opinión, un aliciente para
el lector. Con apenas 180 páginas, Blood
Kin es una fácil y rápida lectura en torno al concepto del poder y la extremada
facilidad que tiene para corromper al ser humano. Los tres servidores del
exdictador dan en algún momento muestras de ceder a sus instintos más bajos y
brutales.
Así, el
chef resulta ser un mujeriego sádico y cruel, metódico a la hora de poner punto
final a la vida de los moluscos que prepara para el Comandante: “Sujeto el
rodillo con una mano – ha llegado la hora de acercarme sigilosamente a las orejas
de mar y sorprenderlas con un golpe mortal. Ella [la compañera del Comandante]
me observa mientras cruzo la cocina entera camino de la despensa, que está a
oscuras; los últimos pasos los doy de puntillas, para darle un efecto dramático,
y entonces me agacho por encima de ellas. A tres las mato antes de que se
contraigan, pero la última se da cuenta de lo que se le viene encima y se contrae.
Tendré que tirarla.” (p. 39, mi traducción)
El
barbero confiesa que muchas veces quiso rebanarle el cuello al Presidente,
quien ordenó la muerte de su hermano, pero siempre le faltó el coraje para
hacerlo. El retratista, que a las primeras de cambio sucumbe al miedo, trata de
justificarse y eximirse de cualquier atisbo de culpa respecto a los crímenes del
régimen del Presidente, aduciendo que, en su calidad de artista, no tenía
responsabilidad alguna de saber qué es lo que hacía el gobierno del jefe al que
servía. Curiosamente, el Presidente transita por sus páginas sin pena ni gloria, como una sombra pálida o un eco tenue de la persona que era.
Blood Kin es una novela de grata lectura. Dovey,
nacida en Sudáfrica y educada en Australia y los Estados Unidos, elimina casi
todos los detalles geográficos y temporales, desnudando en cierto modo la trama,
pero consigue que fijemos nuestra atención en otros aspectos mucho más significativos.
Es una crítica (no tan) velada al sistema sociopolítico predominante durante
siglos en el mundo occidental, sustentado en el patriarcado y en el uso de la
fuerza militar para ganar cualquier batalla ideológica.
Incluyo aquí mi traducción del primer capítulo. De
momento, Blood Kin no se ha traducido
al castellano ni al catalán. Esperemos que pronto esté disponible en alguno de
esos dos idiomas.
1. Su retratista
Venía cada dos meses para posar. Siempre a primera hora del día, normalmente un viernes, cuando todavía le quedaba una pizca de vitalidad en el rostro tras el esfuerzo de la semana, pero había en su mirada el sosiego de saber que ya casi había terminado. Hacia finales de la primavera, las flores caídas de las jacarandas yacían luminosas afuera a esa hora del día, y su ayudante las recogía a manojos y las esparcía sobre el sofá donde él se sentaba, o se tumbaba, o se apoyaba, para cada uno de los retratos. Regios pétalos de color púrpura. Le hacían sentirse como un rey.
Siempre mezclaba los colores de la paleta antes de que él llegara. Conocía la tonalidad de su piel, el color de sus cabellos, el rosado en las medialunas de sus dedos. Después de su llegada, una vez se había sentado, yo ajustaba los colores levemente, según el humor de que él estuviera: si había sido una mala semana, al tono de su piel le hacía falta más amarillo; si se sentía benevolente, le añadía una pizca de azul al blanco de sus ojos. Decía que su única terapia era hacerse retratar.
Empezaba con un boceto al carboncillo de su cara. Era implacable respecto a los detalles, y reflejaba cada nueva arruga o descoloración o mancha, pero eso era lo que él quería – la primera que posó, le adulé en el lienzo, y amenazó con no volver nunca, de modo que la vez siguiente le pinté tal como era, y eso le complació. Te sorprendería ver lo que le puede ocurrir a una cara en dos meses. Algún día juntaré todos los bocetos al carboncillo que quedan y haré un librito que convierta las imágenes individuales en animación al hojear rápido las páginas. El efecto del librito será el envejecimiento del Presidente.
Los retratos al óleo solían llevarme exactamente seis horas. Decidía él la pose, y cuando ya se había acomodado su ayudante le maquillaba la cara y, los días en que el Presidente parecía estar especialmente cansado, le añadía algo de autoridad a su mirada con un delineador de ojos. Tenía una asombrosa habilidad para quedarse quieto durante horas. Al final de cada sesión, antes incluso de que se hubiese secado la pintura, su ayudante recogía el retrato para colgarlo junto a la bandera en el Parlamento, de manera que el retrato en el Parlamento fuese siempre el más actual, y los ya antiguos eran distribuidos entre los dignatarios para que los colgasen en sus hogares.
14/03/2021. Acabo de ver que estaba completamente equivocado. Blood Kin se publicó en 2009 en la editorial Mosaico, en traducción de Montserrat Gurguí Martínez de Huete y Hernán Sabaté Vargas, con el título de Lazos de sangre.
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