¿Quién no ha considerado alguna vez la idea de huir de
todo y de todos, alejarse del mundanal ruido y vetar a la sociedad en un
instante misantrópico y antisocial, mandarlo todo a la mierda y buscar un lugar
en el mundo donde todas tus aspiraciones podrían limitarse a pasar los días
paseando, contemplando el paisaje o meditando sobre el todo y la nada?
Un azaroso incidente en el zaguán de la finca donde vive
en el centro de Madrid es lo que lleva al protagonista de esta cáustica crítica
social en forma novelada a huir. Un policía antidisturbios en plena faena
durante una mani entra en el patio y se topa con Manuel, un joven al que
podríamos caracterizar como normal, que está saliendo de su minúsculo piso en
la calle Montera. Sin apenas mediar palabra (primero las hostias, luego las
preguntas) empuja a Manuel contra los buzones y él se defiende clavándole en el
cuello un pequeño destornillador que siempre le acompaña en el bolsillo de su
chaqueta.
Naturalmente, a un joven normal como Manuel le entra el
pánico. Acude a ver a su tío para que le ayude, y entre los dos deciden que
Manuel salga de Madrid y busque un sitio donde esconderse hasta que sepan si a
Manuel las autoridades lo han declarado enemigo público número uno.
Otro Zarzahuriel, otra casa para el siguiente Manuel que decida mandar la ciudad a la mierda. El lugar se llama El Tesorero y está cerca de Baza, Granada. Fotografía de MdeVicente. |
Carretera y manta. Manuel encuentra una aldea llamada
Zarzahuriel, un lugar completamente deshabitado, como tantísimos parajes del
interior del país. Entra en una de las casa que todavía se mantienen en pie y
la ocupa. No tiene luz, no tiene agua y solamente la poca comida que ha traído consigo,
pero le sobran inventiva y ganas de vivir en un sitio así. El tío, la voz del
narrador tras la que no es difícil situar al autor, le irá prestando la ayuda logística
necesaria para que el plan de ocultamiento y alejamiento de esa civilización que
se perfila por un lado como amenazadora y por otro como simplemente enojosa.
Los repartos de comida y enseres del supermercado
mantienen a Manuel vivito y coleando durante meses. Pasa el tiempo, transcurren
una tras otra las estaciones y, para Manuel, Zarzahuriel se convierte en un paraíso
terrenal. De la austeridad forzada por sus circunstancias pasa a una brutal frugalidad
por decisión propia, viviendo absolutamente solo y disfrutando cada segundo de
ello. Y eso que el tío le consigue un trabajito que solamente requiere atender al
teléfono a guiris deseosos de practicar el castellano. Es casi ideal, ¿no?
Hasta que un día la civilización moderna regresa a
Zarzahuriel en forma de señora que compra la casa al lado de la que ha ocupado
Manuel. Y con la señora vienen todos los miembros de su extensa familia, que
religiosamente acuden todos los fines de semana para “disfrutar” en un ejercicio
de soberbia y gilipollez extremada de la paz del entorno rural (y de paso joderle
la vida a Manuel, que sigue oculto).
El desenlace es muy ingenioso. Lorenzo lo borda y deja sin
responder la pregunta que todo el que disfrute de una buena trama se haría en
el caso de Los asquerosos. Además de presentar una razonada apología del
retraimiento social y una justificación ajustada a la realidad actual del porqué
una persona normal podría tomar la decisión de marcharse a vivir la soledad,
Lorenzo pone de relieve lo absurdo de la dicotomía ciudad vs. campo a la que
nos empuja el sistema económico neoliberal occidental, sin que podamos hacer
gran cosa por remediarlo.
Por otra parte, Lorenzo demuestra ser un virtuoso del lenguaje: Hay en Los asquerosos un despliegue creativo y transgresor que, como lector en castellano, yo no había experimentado desde la Larva de Julián Ríos (1983). Un buen libro.
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