28 dic 2024

Reseña: Juice, de Tim Winton

Tim Winton, Juice (Australia: Hamish Hamilton, 2024). 513 páginas.

En lo que representa una aparente desviación en ya larga su trayectoria literaria, el australiano Tim Winton nos ha regalado en 2024 una inquietante novela que se puede describir como distópica, situada en un lejano futuro en el que los humanos que sobrevivieron a diferentes épocas (entre ellas, una conocida como el Terror) han de sobrevivir a veranos infernales viviendo bajo tierra. La vida, tal como la conocemos ahora, ha cambiado irremediablemente: la producción de alimentos ha de realizarse en sótanos. Existen todavía pequeñas comunidades dentro de Asociaciones en las que el trueque ha renacido, pero la idea del estado como sistema político ha dejado de existir.

Juice comienza in medias res: el narrador y una niña pequeña que lo acompaña parecen estar huyendo de algo o alguien en un vehículo que se alimenta de energía solar. Tienen que cruzar una gran extensión de tierra calcinada por incendios. El paisaje es absolutamente desolador y aterrador. Han de protegerse del sol y de la ceniza que flota en el aire. En su huida hacia adelante llegan a un viejo campamento minero donde un hombre solo armado con una ballesta los captura y los obliga a bajar a un pozo en el que ha construido una celda.

Presionado por la sospecha de que el cazador lo mate en cualquier momento y se quede con la niña, el narrador sin nombre empieza a contar la historia de su vida. Huérfano de padre, el chico aprendió de su madre a sobrevivir cultivando verduras, obteniendo miel y huevos, aprovechando la tecnología para lograr agua dulce en un lugar remoto de la costa de Australia Occidental. Hasta que un buen día descubre que el mundo en el que vive no fue siempre un lugar desértico, infernal e infértil, sino que hubo un tiempo, antes del Terror, las numerosas guerras y la muerte masiva de personas a causa de las condiciones que acarrea la catástrofe climática global.

Vista del cañón Charles Knife en el Paque Nacional Cape Range, cerca de Exmouth, Australia Occidental. Fotografía de Joshua Tagicakibau.

Cuando averigua que durante muchas generaciones se supo lo que estaba ocurriendo y que hubo quienes se beneficiaron económicamente del desastre, no es de extrañar una reacción normal en la juventud: rebelión. Entran en contacto con él personas que pertenecen a una organización secreta que se hace llamar el Servicio. La misión del Servicio es ajusticiar (curiosamente, utilizan la palabra acquit, i.e., absolver o exonerar) a los descendientes de los directores y propietarios de las corporaciones que causaron el desastre. Los nombres de esas grandes empresas contaminantes forman parte de una especie de himno que los miembros de los escuadrones de la venganza cantan para darse ánimos antes de completar una misión.

De manera que el narrador ha llevado una doble vida durante años. En la comunidad donde vive finalmente conoce a Sun, veterinaria llegada de la ciudad en esa región. Se casan y tienen una hija, pero él continúa plegado a las exigencias del Servicio, viajando en numerosas ocasiones a diversas partes del mundo a cumplir sus misiones de venganza. Finalmente la situación se hace insostenible para Sun, que desaparece de su vida para siempre, con la hija de ambos.

En su narración, el fugitivo abarca todo el tiempo que la especie humana ha estado en el planeta: habla de 60 000 años de señales de comunicación humana en el interior de cuevas, de restos de hogares y conchas, de vestigios de la presencia humana en el paisaje.

Un destino. Vista satelital de la Península del Cabo Noroeste, con el Parque Nacional de Cape Range y el extenso arrecife Ningaloo, visible en azul junto a la costa. Por la descripción que hace Winton en Juice, este es el lugar donde crece el protagonista.

La palabra juice es parte del código léxico de la novela, y es de hecho una palabra favorita de Winton. Ya la empleaba en Dirt Music para referirse al combustible, pero en esta novela es clave. Representa la energía que precisa cualquier instrumento o vehículo para funcionar; también es la fuerza moral que empuja al protagonista a seguir adelante en un mundo tan hostil como el que le ha tocado vivir.

Juice me ha hecho recordar otra novela reciente, Ministry for the Future, de Kim Stanley Robinson, en la que propone una agencia supranacional con las herramientas necesarias para hacer cumplir ciertos objetivos. En Winton, sin embargo, la motivación es un castigo vengativo en contra de los herederos de quienes causaron una catástrofe que no es accidental.

Otro elemento cardinal en el contexto distópico que describe Juice es la aparición de unos seres, similares a los androides (sims, es decir, simulacra), poseedores de una brújula moral que los empuja a lograr la libertad. Para el narrador protagonista, únicamente la cooperación con esa suerte de criatura híbrida redundaría en la supervivencia de los humanos.

Una novela que captura al lector y que derrama importantes ideas en medio de muy variadas referencias intertextuales (Shakespeare aparece con frecuencia), contada por una voz narradora con ecos del Jaxie de The Shepherd’s Hut, esa voz lacónica habitual que tan bien identifica a los personajes masculinos de Winton.

Así comienza Juice:

«De modo que conduzco hasta el alba y únicamente me detengo cuando la llanura se ennegrece y entre nosotros y el horizonte no hay otra cosa que escoria y cenizas.
Paro el vehículo. Bajo la pantalla lateral. Afortunadamente, el aire del sur está quieto esta mañana, y ese es el único golpe de suerte que hemos tenido durante días. Sé lo que el viento hace con un viejo terreno calcinado. En mitad de un vendaval, las cenizas te llenan los pulmones en cuestión de minutos. He visto a camaradas que se ahogaban estando de pie. He trepado las hozadas que formaban sus cadáveres.
Me tapo bien la nariz y la boca con la bufanda. Me cuelgo las gafas al cuello. Abro la puerta de golpe y desciendo. Pruebo la superficie lo más delicadamente que puedo. Me llega hasta los tobillos. En el peor de los casos, hasta la espinilla. No se oye ningún sonido aquí, excepto el zumbido de los motores de nuestro vehículo.
Quédate ahí, le digo.
Sé que está despierta, pero la niña, desplomada en un rincón de la cabina, no se mueve. Me muevo con cautela hacia atrás para inspeccionar el remolque. Está todo asegurado todavía, como debe ser (la máquina de hacer agua, el agua, los contenedores y los cacharros), si bien los recientes días a la carrera han causado un desbarajuste en las verduras. Las hojas comestibles las ha quemado el viento, pero en general las pérdidas son asumibles. Abro el tanque y lleno la cantimplora. Entonces, con las gafas puestas, oteo los aledaños hacia el oeste. Ninguna columna de humo, ningún movimiento. No hay riesgos.
Trato de limpiar el polvo de las películas y los paneles con el dedo, pero es inútil. En apenas un par de minutos todas las superficies de generación quedarán otra vez forradas de ceniza. Solamente necesito que las turbinas dispersen un poco de jugo para que podamos llegar al otro lado.
De vuelta en la cabina, les meto un buen porrazo a las botas con los tacones contra el escalón y entro. No se ha movido, y no termino de entender por qué eso me alivia y me irrita a la vez.
Estamos bien, le digo. Vamos a lograrlo.
Ella contempla el ancho y el largo de la tierra chamuscada.
Este lugar, le digo. Hubo un tiempo que todo eran árboles. Una vez lo pasé volando. Cuando era joven.
La niña parpadea, inescrutable.
Era interminable. Árboles por debajo nuestro durante horas. Y cómo olía… De verdad, te apetecía comerte el aire.
Ella mantiene su silencio.
¿Has volado alguna vez?
Nada.
Se que has estado en alta mar. Pero me preguntaba si habías estado alguna vez en una aeronave.
Ella se mueve un poco e inclina la cabeza contra la pantalla lateral.
Es algo alucinante, de verdad.
No ofrece señal alguna de estar interesada. Se recuesta y deja una mancha de pasta solar en el cristal.
Pero una vez solamente, le digo, me hubiera gustado volar por el placer de hacerlo, y no porque estuviera de camino a algún lugar horrible.
Aparece el sol. Derretido. Despatarrado en los bordes. Licuándose ante nosotros como un dirigible en llamas. Hasta que se levanta. Se libera de todas las comparaciones para luego convertirse en su esencia inconfundible. Algo tranquilizador. Y terrible.
Hablo demasiado, proclamo. ¿Y tú? Nunca dices ni pío. Hubo un tiempo que yo nunca decía lo suficiente. Eso me decían.
La niña no me regala nada.
Sé que me oyes. Que me sigues el idioma.
Ella restriega el cristal y lo que consigue es untarlo con más grasa en lugar de quitarla. 
Escúchame, le digo. Esos hombres de antes, los perdimos de vista. No viene nadie a por nosotros. Tenemos que cruzar esta ceniza esta misma mañana. No va a ser grato. Pero al otro lado de esto, habrá tierra lozana. Nos moveremos y seguiremos acampando de la misma manera que lo hacíamos antes. ¿Vale? Hasta que nos agenciemos un emplazamiento. Habrá algún sitio. Nos irá bien. 
La niña aleja la cabeza más todavía. Y cuando agarro la bufanda y le descuajo una larga tira, ella se vuelve al oír el sonido. El resto de la tela me la pongo por encima de la nariz y la boca y la amarro alrededor del ala del sombrero. Y aunque ella se encoja asustada, no se me resiste cuando hago lo mismo para ella. Le queda todavía un poco de sangre reseca en la frente, en el lugar donde se golpeó contra el salpicadero. Por encima de la máscara, sus pálidos ojos azules parecen más luminosos.
Ya está, le digo. Al menos corta el hedor un poquito. Una día limpiaremos a fondo esta cabina. Y créeme que tú no te limitarás a mirar. Bueno. ¿Estás lista? Aquí tienes, agua. Comeremos cuando lleguemos al otro lado.
Levanto la pantalla lateral y pongo el camión en marcha. Nos movemos lo bastante rápido como para ir avanzando, pero lo bastante despacio para evitar levantar una ventisca de cenizas.
Seguimos adelante, hora tras hora, cruzando una tierra tan negra como el cielo nocturno, atravesando un firmamento caído salpicado de erupciones de cenizas blancas y manchurrones de un tizne lechoso.
El vehículo se tambalea y bambolea pero sigue adelante hasta que entra en marcha la batería de reserva. Y entonces, a medida que el sol del mediodía perfora las tinieblas, empiezo a ver colores nuevos: marrones, plateados, verduzcos y grises. El subidón de alivio que me da es casi enloquecedor.
Tan pronto llegamos a terreno solido dejo que la niña se baje para ir al privado. Parece que la libertad le dé energías. Aunque cuando termina, se resiste a que le meta prisas por volver al vehículo tan pronto. En ningún caso la maltrato, pero si la acorralo. Y le hablo con firmeza. Porque estoy cansado y sigo sin valer para este tipo de cosas. Y porque es verdad que tengo poner cierta distancia entre nosotros y la tierra incinerada. De manera que cuando finalmente nos ponemos en marcha, el estado de ánimo en la cabina está por los suelos, y me da mucha pena, pero enseguida tengo razones para alegrarme porque cuando las baterías se agotan llega de pronto una fuerte ráfaga de viento llega del sur y el vehículo se estremece sobre sus ejes.
Salgo de la cabina de un salto. La niña se baja. Le señalo, detrás nuestro, las columnas de suciedad en la distancia que se alzan en el cielo.
Fíjate, le digo. Nos podría haber tocado estar en medio de todo eso. Pero ya hemos salido y estamos de este lado contra el viento, ¿lo ves? Y eso no es que nos hayamos librado por los pelos. Es porque somos listos.
Extiendo la sombrilla con la manivela y coloco el juego de paneles.
La niña observa cómo las nubes de cenizas serpentean rumbo al norte. Conforme el viento gana en fuerza, las nubes se encrespan unas contra otras. Después me sigue hasta el remolque. Mira cómo reparto el puré. Me acepta el pote y la cuchara. En cuclillas y dándole la espalda al viento, se aparta las faldillas de tela del sombrero y come. Con avidez.
No podemos limitarnos a tener suerte, le digo. Tú y yo, tenemos que ser muy vivos.
Ya ha empezado a limpiar la sartencita con la lengua. Agarro la suya y le paso la mía, y mientras sigue comiendo, desanudo mi petate y lo extiendo al lado del vehículo. Luego bajo la colchoneta que he improvisado para ella. Lo desenrollo y lo pongo al lado del mío. No demasiado cerca, para que no se preocupe, pero lo bastante para poder vigilarla.
No hemos quedado sin fuerzas, le digo. Tanto la máquina como nosotras las criaturas. Venga, a dormir.
Se zampa el resto del puré, limpia mi sartencita con la lengua, también la cuchara. Se levanta, deja las dos cosas en la parte trasera del remolque y regresa; se sienta en su petate cruzando las piernas. Mira hacia el este, y el viento agita la coletilla de pelo que tiene.
Como quieras, le digo.
Y entonces me quedo dormido. Como un tronco.»

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