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22 ene 2012

Road Kill, un cuento de William Dylan Powell

Carretera en Death Valley, (c) Adrille, 2007

Esta semana ha aparecido en Hermano Cerdo la versión que he vertido al castellano de un breve cuento del autor estadounidense William Dylan Powell. Road Kill, expresión que suele representar a los animales que mueren con frecuencia atropellados por los vehículos en las carreteras, narra el encuentro de un camionero con una anciana en una parte muy remota del estado de Texas.

El desenlace es de por sí sorprendente, pero lo que más me atrae de la historia son las preguntas que pudiera (casi siento la necesidad de escribir ‘debiera’) provocar en el lector. Pienso que es imposible quedarse indiferente ante Road Kill, y la pregunta ‘¿Qué habría hecho yo en su lugar?’ emerge con toda la fuerza y dureza inherentes al estilo directo y conciso de Powell.

Road Kill comienza así:

Metí a Loco en su jaula de viaje y limpié el asiento del copiloto, de pralinés sin terminar, de latas vacías de Dr. Pepper y la tesis doctoral de un viejo amigo mío acerca del racionalismo ético kantiano.

Ayudé entonces a la anciana a subirse al camión, y luego subí yo. El aire acondicionado resultó ser una bendición mientras yo iba cambiando marchas para recuperar la velocidad en la carretera 187 de Texas.
—Me llamo Elbow Jones —dije mientras veía por el espejo retrovisor cómo desaparecía su coche, con el capó levantado y tirado en la cuneta de la carretera.
—Eve Dawson.
Íbamos dejando velozmente atrás alambradas, campos de altramuces y amaros. En la radio sonaba George Straight.


Puedes terminar de leer Road Kill aquí. Si prefieres leer esta historia en el inglés original, puedes encontrarla aquí. En cualquier caso, espero que lo encuentres interesante. Como decía antes, dudo mucho que te deje indiferente.

24 nov 2011

Muertos de risa, un cuento de Susan Johnson

Costa de Queensland, con la isla Bribie al fondo. Fotografía: Vladimir Venkov.
Esta semana ha aparecido en Hermano Cerdo un cuento de la autora australiana Susan Johnson, Dying, Laughing, y que he traducido al castellano bajo el título Muertos de risa.

Muertos de risa lleva al lector al interior de la casa de una joven madre soltera, Kylie, en un día de verano en el cual Kylie preferiría no tener que despertarse y hacer frente a su realidad. Una visión lacerante del malvivir de una mujer (auto)engañada por la promesa de que todos los problemas pueden tener solución, promesa de que la cándida juventud parece convencer a muchos y muchas.

El cuento de Susan Johnson comienza así:

Los niños de Kylie Thomas llevaban subidos al tejado de la casa desde primeras horas de la mañana. Los había oído, como de lejos, dando golpecitos en los márgenes de su consciencia mientras ella trataba de aferrarse al sueño, incluso mientras éste desaparecía. Adoraba dormir, le encantaba la circunstancia de no ser consciente del dolor, de los problemas, de cada uno de los golpecitos que sonaban a exigencia. ¡Los niños lo querían tener todo! ¡Todo el tiempo, y todo enseguida! Si se hubiera dado cuenta de qué era un niño antes de crear uno por accidente, se habría ido bien lejos de allí, y a la carrera. Habría corrido tan rápido que Russell Woodbridge nunca la habría alcanzado, nunca le habría dado un beso en la mejilla al pasar ni le habría tomado la cabeza por el pelo suelto al viento. Nunca la habría inmovilizado con su pálido y enjuto cuerpo encima de ella.

Puedes terminar de leerlo aquí.

Puedes encontrar el texto original en inglés aquí, en la revista Griffith Review. Si tienes curiosidad por saber más acerca de Susan Johnson y de su obra, puedes visitar su sitio web aquí.

22 oct 2011

Horizontales, 5: Un acertijo - Morris Lurie




La revista HermanoCerdo publicó hace unos días mi más reciente colaboración, la traducción de un cuento del australiano Morris Lurie titulado ‘Horizontales, 5: Un acertijo’.

Se trata de una historia que pudiera parecer algo inexplicable. El cuento gira en torno al tema de las obsesiones, las ideas fijas e inamovibles que nacen de ciertos hábitos personales – en realidad, algo que todos los seres humanos tenemos, por muy ínfimas o insignificantes que sean. ¿Puede la quiebra de unas expectativas creadas por uno de esos hábitos ocasionar a la larga un desenlace psicótico?

Con lenguaje sobrio, el narrador describe cómo su compañero de trabajo sufre un desengaño tan enorme y perturbador que le descoloca tanto que pierde el norte. La traducción del cuento planteaba por otra parte el interesante reto de hacer coincidir letras iniciales de palabras, como sucede con los crucigramas.

Puedes encontrar el cuento original en inglés de Morris Lurie en la revista The Griffith Review.

30 sept 2011

Aguas vivas, un cuento del australiano Max Barry, en Hermano Cerdo

Una vista de Yakarta; fotografía de Midori.

El miércoles apareció en la revista de los campeones la traducción al castellano de Springtide, un divertido cuento del escritor radicado en Melbourne Max Barry. Aguas vivas es un relato cortísimo (no llega a las 2000 palabras) ambientado en las oficinas de un jovencísimo empresario (de 12 años) en la capital de Indonesia, Yakarta. El chico es dueño de la empresa que fabrica unas muñecas que todas las niñas del mundo desean tener (las ‘Do-me dolls’), y está recibiendo la visita de una periodista muy, muy joven. Gordy, depredador sexual de jovencitas, está a punto de hacerse con otra presa cuando algo sale mal, muy mal. No quiero revelar el desenlace, claro está.

Max Barry es autor de cuatro novelas que con el tiempo iré reseñando en este blog. Sus creaciones se caracterizan por la sátira y el humor descarnado que impregna su escritura. Max Barry tiene un fantástico weblog al que puedes ir desde aquí.

Por cierto, si te apetece también leer el original de Aguas vivas, en inglés, puedes encontrarlo aquí.

8 sept 2011

Gloria, un cuento de Suchen Christine Lim, en Hermano Cerdo


Manila. Fotografía tomada por Mike Gonzalez el 29 de mayo de 2006

El colapso económico causado por la crisis financiera global y recientes acontecimientos en el ámbito occidental (las escenas de pillaje en las principales ciudades inglesas, por ejemplo) han llevado a algunos comentaristas a fijarse de nuevo en el modelo singapurense de democracia, en el cual se sacrifican muchas libertades individuales por un supuesto bien colectivo. Singapur puede ser un lugar fascinante para la sociología, pero la verdad es que tras un par de días resulta ser un auténtico plomazo para el visitante al que no le interese simplemente llenar sus maletas de productos.

La revista Hermano Cerdo publica esta semana un cuento de la autora singapurense Suchen Christine Lim, titulado ‘Gloria’, y que he tenido el gusto de traducir. Narra las peripecias de una mujer filipina que emigra a Singapur para trabajar como criada para una familia acomodada. Alejada de sus hijos y del apoyo de los suyos, la criada logra crear algunos lazos afectivos con el pequeño de la familia, cosa que molestará sobremanera a la madre. Cuando por fin llega el momento de regresar a Manila con sus hijos, la mujer comete un pequeño error que puede costarle muy caro. ¿La ayudará una madre celosa y resentida?


En ‘Gloria’, Lim pone de manifiesto la disparidad de las actitudes humanas ante la adversidad que sufre el prójimo, además de la enorme grieta que ha quedado abierta de forma permanente entre las clases sociales pudientes y los necesitados. Una grieta que sigue abriéndose, expandiéndose en su magnitud, no solamente entre el primer mundo y el de los países en vías de desarrollo. La grieta se ha ramificado en tantas direcciones que es ya motivo de preocupación para los dirigentes políticos y empresariales de países ricos como los Estados Unidos.

22 jul 2011

Planes de contingencia frente a los zombis, de Kelly Link

Hermano Cerdo publicó ayer una nueva colaboración mía en forma de traducción. En esta ocasión se trata de un cuento de la norteamericana Kelly Link, titulado ‘Planes de contingencia frente a los zombis’. Se trata de una narración muy peculiar: Link le imprime un ritmo firme pero no acelerado, y sin duda es el protagonista, El Jabones, el que tira del hilo narrativo.

El título resulta un tanto engañoso, pues realmente la historia no va de zombis. Y tampoco la primera oración ayuda mucho al lector a situarse en la verdadera trama del cuento: ‘Este es un cuento que trata de cuando uno se pierde en el bosque.’

Kelly Link ha recibido varios premios por sus cuentos, entre ellos el World Fantasy Award. Vive en Northampton (Massachusetts) con su familia, y junto a su marido, Gavin J. Grant, dirige la editorial Small Beer Press, además de jugar al ping-pong.

Link sitúa su historia en una casa de una familia acomodada, donde están dando una de esas fiestas de verano en las que la gente se mete en la piscina, o se tumba en el césped a disfrutar del frescor que trae la noche. Alguien que no ha sido invitado se cuela en la fiesta y hace amistad con la hija de los propietarios. Y no te cuento más: solamente te invito a leerla en la revista de los campeones, Hermano Cerdo. Por supuesto, puedes también leer o descargarte el texto del cuento original en inglés.

9/12/2019. Mientras la Piara arregla el tema de la revista, que está offline por ahora, si quieres leer la traducción del cuento de Kelly Link, mándame un correo (enlace de Contacto a la derecha) y con gusto te envío un PDF, totalmente gratuito, por supuesto.

31 may 2011

Zancos




Zancos

Cuando era estudiante, los profesores ponían el acento en lograr que hiciera realidad todo su potencial, en el futuro. Aunque siempre le había costado imaginarse en un futuro tan radiante, rápidamente comprendió la necesidad de ser extremadamente competitivo. Muy pronto se sintió obligado a alcanzar su futuro rápidamente, o al menos, más rápido que los demás. La competencia debe estar sumida en las profundidades del inconsciente humano.

De modo que se dedicó durante unos años al asunto habitual de vivir la vida, hasta que el impulso de dar un salto hacia su brillante futuro se le hizo tan imperioso que se puso a buscar modos de obtener una ventaja competitiva. Se procuró un par de asombrosos zancos.

Al principio desplazarse sobre unos zancos hacia el futuro resultaba en cierto modo algo incómodo, incluso torpe. Si bien no le parecía estar haciendo un progreso especialmente notable hacia su porvenir, pronto se dio cuenta de que algunos conocidos más bien distantes se estaban rezagando en esa carrera no declarada en pos del futuro. Incluso le pareció un poquito divertido verlos por el espejo retrovisor de la vida.

Tras unos cuantos meses de avanzar en sus zancos en dirección a su absoluto potencial, estaba sin duda alguna empezando a pillarle el truco. Su progreso ahora era claramente más veloz. Al poco tiempo los antiguos colegas y  compañeros de la escuela fueron cosa del pasado; los que no eran amigos íntimos comenzaron a quedarse atrás. Pensó que comenzaba a vislumbrar su vida futura, incomparable, excepcional.

Para entonces los zancos habían adquirido una velocidad espectacular. Los amigos más cercanos ya no eran capaces de mantenerse a su altura, pero eso no le molestaba mucho. Un día advirtió que había perdido de vista a su propia familia, por lo que pensó que debía estar a punto de alcanzar un destino.

Mas los zancos de la brillantez no se desaceleraban. Se sentía muy solo, pero se estaba moviendo a una velocidad estelar hacia su potencial; era realmente imparable.


Un día, sin embargo, le entró el pánico. No había nadie a su alrededor. No había nada en su vida diaria, únicamente la inverosímil velocidad en dirección a su potencial desconocido.

Y saltó.

Zancos apareció originalmente en inglés en Writing Raw, en el número del 23 de mayo de 2011. (c) Jorge Salavert, 2011.

9 mar 2011

Primera colaboración con la revista Hermano Cerdo


Hermano Cerdo

Primera colaboración con Hermano Cerdo

Cuanta más cerrazón mental e intransigencia política y moral parece uno encontrarse entre los miasmas que surgen de la TV y la prensa convencional, más empeño parece tener uno por soltar unas metafóricas amarras. Los horizontes se abren, las miradas se amplían, y como consecuencia de todo ello, nacen lazos de colaboración y deseos de contribuir a hacer de este mundo un lugar un poco más agradable.

¿Que a qué viene todo esto? Pues porque acaba de aparecer mi primera colaboración con la revista de literatura Hermano Cerdo. Hermano Cerdo dice ser “una revista en español de literatura y artes marciales de regularidad variable, editada en línea y de circulación gratuita. Cuenta con colaboradores en Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Ecuador, España, Estados Unidos, México, Perú y República Dominicana. Su primer número salió a la luz en marzo de 2006.” Imagino que algún día añadirán Australia, pero por mí, no hay ninguna prisa.

Esta primera colaboración es la traducción al castellano de una narración breve (o cuento) de la australiana Maria Takolander, ‘The Roānkin Philosophy of Poetry’, que fue galardonado recientemente con el 1er Premio de la revista Australian Book Review.

Si quieres leer el original en inglés de Maria Takolander antes de emprender la lectura de la traducción al castellano (lo cual te recomiendo), puedes encontrarlo aquí: http://www.australianbookreview.com.au/competitions/short-story-competition/175. Maria Takolander es profesora de Estudios Literarios en Deakin University, Geelong.

La versión en lengua castellana puedes encontrarla aquí: http://hermanocerdo.anarchyweb.org/index.php/2011/03/la-filosofia-poetica-de-roankin/. La verdad (y no exagero un ápice) es que me divertí bastante traduciéndola. Por cierto, mi más sincero agradecimiento a Maria.

16 oct 2010

Un cuento: La dentellada

La dentellada

J. Salavert

Había visto las primeras señales unas dos horas antes, pero no las interpretó como algo extraño y terrible.

Ocurrió todo muy rápido. Los pájaros subieron desde la falda de la colina en un hervidero frenético y salvaje; nerviosos, se posaron en las ramas de los árboles de la plantación. Poco antes, los perros habían comenzado a aullar con un lamento extraño e insólito; les había conminado al silencio.

Cinco minutos antes, la tierra había temblado. Fue un largo temblor para lo que acostumbraban a sentir en la isla. Al temblor le siguió apenas cinco minutos más tarde un estruendo sordo, amortiguado por la distancia. Un fragor inhumano avanzó desde el océano a velocidad de vértigo y se abalanzó contra la isla.

Desde su humilde fale no se veía la playa. Le pareció escuchar un rumor difuso, que en realidad era el rugido salvaje de una bestia sedienta de muerte y destrucción. Una masa inimaginable de océano procedente del sur se estaba estampando contra la isla. Desde la cima de la colina, sin embargo, no le pareció que algo extraordinario hubiera sucedido.

Su familia había malvivido toda la vida en esa tierra. Unos años habían sido mejor que otros, saliendo adelante con las cosechas de taro, su pequeña piara de cochinos, algunas gallinas y pollos. Era una existencia muy pobre, que a veces rozaba la miseria. Habían sobrevivido con estrecheces hasta que pudieron convertir una buena parte de aquella selva que les rodeaba en plantación de bananas, que se pagaban mejor que el taro. Tenía también algunos papayos y mangos, y había ampliado el huertecillo para plantar tomates, pepinos y otras verduras. No vivían mucho mejor que lo habían hecho las generaciones de sus padres o sus abuelos, pero al menos ya no pasaban hambre, como había sido el caso durante años, cuando él era apenas un niño.

Era cierto que las familias de la playa vivían mucho mejor, no le cabía ninguna duda. Vivían mejor gracias al dinero palagi. Los Fautua, por ejemplo, habían consolidado ya su negocio turístico, expandido con el paso de los años hasta poder dar alojamiento y comidas a más de doscientos turistas. Habían abierto un restaurante en el que también recalaban muchos extranjeros para saciar su sed con una Vailima fría o un refresco, o para comerse un sándwich mientras contemplaban aquella extraordinaria y hermosa vista del océano Pacifico: la permanente línea blanca del arrecife de coral, y pasada la hermosa blancura del arrecife, otra isla, más pequeña, que destacaba con su verdor exuberante en el este en medio del azul más puro y grandioso.

En realidad no les tenía envidia; prefería su modesta choza a vivir con  el trajín diario de la carretera paralela a la playa, por la que circulaban coches, camionetas y camiones, y algunos de los pequeños autobuses de transporte local, siempre atiborrados de gente camino de la capital o de otros pueblecitos o asentamientos desperdigados por la isla. Y lo cierto era que desconfiaba de los extranjeros. No entendía su idioma ni sus costumbres, tan distintas de las tradiciones ancestrales de su gente.

Durante la temporada seca muchas veces corría el riesgo de quedarse sin agua, pero el pueblo no le quedaba demasiado lejos, y sus vecinos podían echarle una mano siempre que la situación se volviera crítica. Como muchos de los hombres de su generación, había sentido la tentación de emigrar durante muchos años. Pero no lo hizo cuando tuvo la ocasión, y ahora ya no estaba en edad de dejar la isla, la tierra de sus antepasados.

Pues ésa era en realidad la historia de su tierra, de esa isla en medio del Pacífico donde la gente entierra a sus muertos en el jardín, delante de sus casas. Él había oído las historias y anécdotas que contaban los del pueblo acerca de los que años atrás habían partido rumbo a Nueva Zelanda o Australia. Regresaban a veces en esos ruidosos pájaros de hierro que de vez en cuando veía en la distancia. Tenían siempre los bolsillos repletos de dinero, vestían ropas vistosas y calzaban hermosos zapatos de cuero. Hubo alguno que incluso les había mostrado a los lugareños de manera bien ostentosa un reloj de oro. Con él exhibía su poderío económico. También era cierto que muchos de ellos mantenían a flote a sus familias mediante las remesas que les hacían llegar regularmente desde Auckland, Wellington, Sydney, Brisbane.

Minutos después cruzó la plantación y se asomó con un poco de aprensión. La playa había desaparecido. Todas las casas, el restaurante, los fales para turistas en la primera línea de playa, todo había sido arrasado por el agua. En su mayor parte, el agua había regresado al océano igual que un niño pequeño vuelve a las faldas de su madre tras haber hecho alguna travesura. Entre la carretera y el pie de la colina el agua había quedado estancada, formando una laguna donde antes vivían las familias de los que trabajaban en los restaurantes. Todo había sido arrasado; solamente algunos árboles habían podido resistir la embestida de aquel monstruo que se había arrojado con toda su furia y hambre de muerte desde las entrañas del mar.

No le extrañó demasiado que unas dos o tres horas más tarde, cuando ya el asfixiante calor del mediodía se intuía en el aire, surgieran caminando desde el límite de su plantación cuatro turistas. Primero divisó a una mujer que a duras penas llevaba en sus brazos a un niño de unos cinco años; su mirada ida, perdida en otro lugar, que no era aquel donde se encontraba.

La palagi se había cubierto los pies descalzos con una especie de tela colorida, pero de la pierna derecha le brotaba sangre, tenía un corte profundo en forma de V mal trazada y bocabajo. Detrás de ellos venía un hombre, también descalzo; cojeaba del pie derecho y llevaba en brazos a otro niño, de edad similar.

Cuando se le acercaron un poco más, pudo ver los restos de arena en el pelo de la mujer y los niños. Sus rostros estaban desencajados, sucios. Las ropas estaban también muy sucias, como si hubieran cruzado una marisma. La mujer se paró y le dijo algo al palagi que venía detrás, en un idioma que reconoció como inglés, aunque él apenas lo hablaba y en realidad no lo entendía. Nunca había tenido la tentación ni la necesidad de conversar con ninguno.

El palagi se acercó hasta el fale e hizo un gesto. Le estaba pidiendo agua. A pesar de su desconfianza, él se apresuró a buscar un cazo y lo llenó. Se dio la vuelta y se lo ofreció al hombre, quien primero le dio de beber al niño. Luego el hombre se lo pasó a la mujer, quien primero le dio de beber al otro niño y luego tomó un largo sorbo.

Volvió a llenarles el cazo de agua. El palagi tomó entre sus manos el cazo y bebió. Dio un largo sorbo y por fin levantó la vista para devolverle el cazo. Le dio las gracias.

Los ojos del palagi se clavaron por primera vez en los suyos, y él vio en ellos una señal imborrable. Era una rúbrica atroz, aterradora. La marca de una saña violenta, imposible de olvidar. El hombre portaba en sus ojos la dentellada de la muerte, una dentellada profunda, aterradora.

Supo que aquel hombre había quedado herido de por vida por la muerte. Y aquella noche, mientras repasaba los sucesos de aquel día con su familia, comprendió el terror que había visto marcado a fuego y sangre en los ojos del palagi, y supo que iban a reportarle silencio y soledad. Mucho tiempo.

24 ago 2010

Narración breve: Una transacción comercial

Esta vez soy yo quien sale o salta a la palestra (del RAE: salir, o saltar, a la palestra: 1- Dicho de una persona: Tomar parte activa en una discusión o competición públicas; 2- Dicho de una persona o de una cosa: Darse a conocer o hacer pública aparición). En lugar de reseñar lo que otros han escrito, te presento una corta narración que busca convertir en cuento el reflejo íntimo de una vivencia que lamentablemente se ha producido en más de una ocasión. Hay  veces que me pregunto: ¿Qué es peor, ser ‘invisible’ o ser una ‘atracción de feria’?

J. Salavert



Una transacción comercial




Viernes

Subió al autobús, canceló el viaje correspondiente en su billete y avanzó por el pasillo. Lo reconoció nada más verlo; pero no deseaba entablar conversación alguna con él, y mucho menos tener contacto con su desolación devastadora. De modo que buscó un asiento alejado, y se dijo que no iba a girar la cabeza en ningún momento de los treinta y pico minutos que duraría el trayecto hasta el centro de la ciudad.

Sabía que él la había visto, y que por supuesto la debía haber reconocido. Recordó la última vez que había hablado con él en uno de los pasillos del supermercado donde trabajaba; recordó su voz, quebrada por el dolor. Había sentido cierta vergüenza cuando se vio en la tesitura de tener que justificar su presencia en el supermercado. (En realidad, la camisa con el logotipo de marras dejaba bien a las claras su condición de empleada del mismo). ¿Acaso no resultaba un poco triste? Tras lograr la residencia permanente en el país gracias a un curso de posgrado (un máster, nada menos) que les costó miles de dólares a sus padres, ahora trabajaba de cajera en un supermercado.

En el mismo instante de reconocerlo le vino a la memoria el momento cuando él se había alejado por el pasillo correspondiente a las latas de conserva, especias y aceites, con unas lágrimas de un insufrible dolor asomándole en los ojos. Pensó que tenía que evitar ese desconsuelo esa mañana, a cualquier precio.

En aquel asiento, en aquel autobús con destino al centro de una ciudad en un país donde siempre iba a ser una extraña, pudo sentirse todavía más a salvo cuando en la siguiente parada subió una mujer rubia que tomó el asiento que estaba libre a su derecha. Ya no tenía que entrar en contacto con aquel hombre tan lleno de dolor, un hombre que iba derramando tristeza en su mirada allí donde iba. Una especie de alivio la reconfortó. Pronto terminaría el viaje y el día continuaría como si nada.

*****

Sábado

Ya había llenado la cesta con las pocas cosas que le quedaban por comprar: pescado, algo de fiambres, pan, frutos secos, el espray de la ducha... De modo que se encaminó hacia las cajas registradoras de salida rápida. Había tres abiertas, y optó por la del medio, en la cual en ese instante no había nadie esperando. Pero al muchacho de la caja le llamaron en ese instante desde la caja principal, y le hizo un gesto para que fuera a otra caja, a la de la izquierda.

Allí estaba ella, la misma mujer que el día antes había visto en el autobús. Había quedado convencido de que lo había visto y deliberadamente había evitado saludarle. La misma chica con la que había compartido clases y apuntes del curso de postgrado en la universidad nacional, apenas cuatro o cinco años antes. La misma a la que otra mañana de sábado, apenas siete u ocho meses antes, le había dicho con la voz rota que no, que no se encontraba bien. Cómo podía encontrarse bien, habiendo perdido a su hija de seis años, ahogada en una isla en mitad del océano Pacífico. No lo sabía. Nunca leía los periódicos, le explicó ella. Balbució algunas palabras que absurdamente pretendían dar un consuelo imposible, y él se alejó por el pasillo mientras latas de conserva y botes de especias asistían mudos a aquella escena incomprensible, inconcebible.

Llegó a la caja. Ella lo saludó, tal como le habían instruido los managers de atención al cliente, y lo hizo aparentemente con un mayor grado de simpatía de la que acostumbraba a dispensar con otros clientes. Él no abrió la boca ni la miró. Uno a uno, fue sacando los productos de la cesta de la compra. Esto no es más que una transacción comercial, se dijo.

Cuando puso la última cosa en la cinta transportadora, dejó caer la cesta en tierra, se llevó la mano al bolsillo trasero del pantalón y se sacó la billetera. Cuidadosamente, sin mediar palabra, sacó aquella tarjeta plastificada, símbolo de una estúpida lealtad de consumidor: la del programa que le daba puntos y vales de descuento en la gasolinera. Dejó la tarjeta en el mostrador, cerca del escáner. Ella la tomó, la pasó por el escáner y nuevamente le dio las gracias. Él no se inmutó ni respondió: esperó a que ella terminara de escanear todos los productos, y entonces sacó de su billetera la tarjeta de crédito y la pasó con la tira magnética por el lado correcto, el lado contrario al de las máquinas lectoras del otro supermercado.

Cuando la máquina se lo indicó, él pulsó el botón correspondiente a crédito y se dispuso a esperar el obligatorio trámite de la firma. No levantó la vista en ningún momento. Esperó a que ella le pusiera aquel ridículo pedacito de papel donde él debía firmar. Estampó su firma, devolvió el bolígrafo sin mediar palabra, sin mirarla a los ojos y sin prisas. Sin pausa, sin palabra alguna, recogió las bolsas. Finalmente se alejó de aquella caja registradora, sintiéndose en cierto modo satisfecho de haber completado aquella engorrosa transacción comercial sin decir nada, sin ni siquiera haberle dado las gracias.

Una transacción comercial, al fin y al cabo. En silencio.

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