11 abr 2012

Reseña: The Leftovers, de Tom Perrotta


Tom Perrotta, The Leftovers (Nueva York: St Martin's Press, 2011). 355 páginas.


Uno de los grafitis que me quedó grabado en la memoria tras una breve estancia en Buenos Aires y La Plata en 1993 decía así: ‘COJAN, COJAN, ¡QUE VIENE EL COMETA!’ Puro humor argentino.

No cabe duda de que la idea del fin del mundo provoca cierta fascinación: cada cierto tiempo aparece algún visionario profeta dispuesto a amargarnos la mañana, la tarde o la noche a todos, vaticinando el fin de los tiempos. Claro que esto, según discurra ese día el estado anímico de uno, puede incluso ser una contingencia casi bienvenida.

La novela del estadounidense Tom Perrotta parte de una premisa que en otras circunstancias podría considerarse más propia de la ciencia ficción: el 14 de octubre de un año (¿2008?) de la primera década de este siglo, en apenas unas décimas de segundo, aparentemente millones de personas en todo el mundo se esfuman. Y hago hincapié en el verbo,  se esfuman, pues esos millones de personas no mueren, en el sentido biológico del término, sino que simplemente desaparecen de pronto, sin dejar rastro alguno.

Entre los desaparecidos – nos enteramos de pasada después, gracias a la voz de un único narrador omnisciente – se hallaban muchos personajes famosos (entre otros, Jennifer López, el Papa, Adam Sandler, Vladimir Putin y un tirano latinoamericano, cuyo nombre no nos es revelado). Pero a Perrotta (y al lector que firma esta reseña) estos no le interesan para nada. Le interesan los que quedan detrás, The Leftovers.

La narración nos sitúa unos tres años después de la Partida Repentina (‘the Sudden Departure’), el suceso que aparenta tener algunos ecos irónicos del Arrebatamiento bíblico (1 Tesalonicenses 4:15-17), y que, en contra de la profecía bíblica, parece haber afectado a todas las religiones y edades por igual: cristianos, budistas, mahometanos y ateos, viejos y niños, gente buena y malvada, desaparecieron todos por igual, sin distinción.

Apenas un año después del extraño y espeluznante suceso de la desaparición de millones, comienza a aparecer una especie de secta nueva, los ‘Guilty Remnant’ (los Vestigios Culpables). Imitando el voto de silencio de los monjes cartujos, visten ropas blancas y viven de forma bastante espartana; otra cosa que los distingue es que fuman cigarrillos constantemente cuando se hallan en presencia de otras personas. Su misión es reclutar nuevos practicantes de su culto y esperar el fin del mundo. Mientras éste llega, el grupo se dedica a la vigilancia de los pecados, distribuyéndose en parejas de vigilantes que simplemente siguen y miran fijamente a ciudadanos normales mientras sostienen un cigarrillo encendido, siempre en silencio.

La trama principal gira en torno a la familia Garvey, de un centro urbano de la costa este de los EE.UU. llamado Mapleton. Los Garvey no perdieron a ninguno de sus miembros el 14 de octubre, pero sus consecuencias resultan ser dramáticas para todos ellos. El padre, Kevin Garvey, asumió el puesto de alcalde tras un incidente en que la policía allanó el cuartel general de los Vestigios Culpables y mató a uno de ellos; su mujer, Laurie, ha abandonado a su familia y renunciado a la vida cómoda y placentera para unirse a esa extraña secta de fumadores, pese a que “no la habían educado para creer en casi nada, excepto en la estupidez misma de creer”. El hijo mayor, Tom, dejó los estudios para unirse a una organización (“the Healing Hugs”) que dirige una especie de predicador estilo evangelista llamado Holy Wayne, quien al poco tiempo es arrestado por la policía. La hija, Jill, todavía en el instituto, tras la marcha de su madre pierde el rumbo de su vida y malgasta su tiempo yendo de fiesta en fiesta con su amiga Aimee.

Naturalmente, el traumático acontecimiento ha cambiado las vidas de todos en Mapleton y les conduce a un cierto grado de introspección. En este sentido, Perrotta se la juega, pues no es un tema que atraiga a muchos lectores; es un tema que más bien, diría uno, los ahuyenta. El hecho de que la catástrofe no quede explicada (hay algunas nebulosas referencias al 11 de septiembre de 2001 y al tsunami del océano Índico) puede hacer pensar al lector que en realidad la Partida Repentina viene a ser una excusa para que Perrotta investigue en la reacción humana ante la tragedia y el dolor como respuesta a la pérdida de los seres queridos.

Mientras que algunas personas han buscado el retorno a una especie de normalidad, para otras no es ni fácil ni factible. Perrotta centra este dilema en otro personaje, el de Nora Durst. El esposo y los dos niños de Nora desaparecieron el 14 de octubre mientras cenaban. Tras una noche en la que baila con ella en un evento social (una estrategia para recuperar algo de ‘normalidad’), Kevin trata de acercarse a Nora - incluso hacen un viaje juntos a Florida - pero es ella la que decide que, puesto que no puede rehacer su vida, optará por reinventarla, hasta que un fortuito hallazgo lo cambiará todo.

The Leftovers tiene una dinámica estructura narrativa en la que Perrotta va alternando los personajes protagonistas del relato: uno pudiera sospechar que en parte pudiera estar escrita deliberadamente con esa estructura para poder ser adaptada más fácilmente a la pequeña pantalla. (Piensa mal y...)

A todo lo anterior hay que añadir la tensión y el enigma que rodean a un par de asesinatos de miembros de los Vestigios Culpables. Pese a que la narración nos da suficientes pistas sobre el segundo de ellos, el caso no queda aclarado. La implicación de Laurie en los entresijos del culto también añade sus buenas dosis de misterio.

Con todo, hay algo en The Leftovers que me ha parecido blando, artificioso. Si el mensaje que Perrotta pretende transmitir es que el ser humano no puede (ni debe) confiar en que formas o estructuras externas (la religión organizada es el caso más obvio: hacia el final de la novela, la dirección de los Vestigios Culpables empieza a exigir - a crear - mártires) le otorguen sentido a la vida, ese mensaje queda no solamente pobremente explicitado – y dudo que fuera ésa su intención respecto al lector medio estadounidense – sino un tanto toscamente diluido al no profundizar en las inquietudes y congojas de los que sufren.

Los que, tras una tragedia o una experiencia traumática, quedan con el corazón hecho añicos, luchan todos los días con sus demonios interiores, haciéndose preguntas que no tienen respuesta, tratando de exprimirle algo de sentido al sinsentido. Puede que sus inquietudes no sean las de otras personas, pero en ningún caso son superficiales.

Aunque en su resolución Perrotta deje algunos cabos sueltos, quizás sea inevitable que, como mandan los cánones de la industria literaria estadounidense, el desenlace de The Leftovers sea también poco más o menos un final feliz. No es, sin embargo, un final que deslumbre al lector.

5 abr 2012

Whisper her Name in the Wind

Spring Eucalypts-Templestowe, by Douglas Baulch, 1959.


Last year I entered this fairly long poem into a Bush Poetry competition. The guidelines provided this explanation about Australian Bush Poetry: “Australian Bush Poetry is … poetry with a good rhyme and metre, written about Australia, Australians and/or the Australian way of life.”
There are of course many poets whose main aim when writing is just to win prizes. There are those who write poetry and only as an afterthought, they might enter a competition.
The other day I was (yet again!) awake at 4 in the morning. I saw my 13-year-old niece was on Skype and sent her a ‘Hello!’ via the chat facility. She asked me what I was doing. ‘I’m writing’, I replied, ‘at least when I’m writing I don’t cry’. Some might think it’s a pretty crude reply to a 13-year-old: I don’t think so.
There is something mysteriously therapeutic about writing your grief out. Somehow it keeps you going, it can help you face the new day. At least, it works for me. It may not work for everyone, of course.
Anyhow, I hope you like ‘Whisper her Name in the Wind’, even if it was deemed to be undeserving of a Bush Poetry Prize.

El año pasado presenté este poema, bastante largo, a una competición de poesía del bush australiano. Las directrices proporcionaban la siguiente explicación acerca del sub-género, Australian Bush Poetry: “La poesía del bush australiano es … poesía con una buena rima y buen metro, que trata de Australia, australianos y/o el modo de vida australiano.”
Son por supuesto muchos los poetas cuyo principal objetivo al escribir es simplemente la obtención de premios. Hay también quien escribe poesía y, solamente como una ocurrencia ulterior, puede que presenten el poema a un concurso.
El otro día estaba (¡otra vez!) despierto a las cuatro de la madrugada. Vi que mi sobrina de 13 años de edad estaba en Skype, y le envié un ‘Hello!’ a través del chat. Ella me preguntó qué estaba haciendo. ‘Estoy escribiendo’, respondí, ‘al menos, cuando estoy escribiendo no lloro’. Habrá quien piense que es una respuesta un poco cruda para una chica de 13 años: no es esa mi opinión.
Hay algo misteriosamente terapéutico en escribir el dolor. De alguna manera te mantiene en marcha, puede ayudarte a encarar el nuevo día. Al menos, en mi caso, funciona. Por supuesto, puede que no funcione para todo el mundo.
En cualquier caso, espero que te guste ‘Whisper her Name in the Wind’ (Susurrar su nombre al viento’), incluso aunque no lo consideraran merecedor de un Premio a la Poesía del Bush.
(Por cierto, lamento no poder ofrecer una traducción al castellano y/o al catalán. Si alguien se anima a hacerlo, por mí, encantado.)

Whisper her Name in the Wind


Although born in a big city, she had always loved the farm.
She trod softly in the old house, ever filled with dust and charm.
Even as a baby she felt the distinctive warmth was there:
her own mum’s family’s place, all people who loved her and cared.

We used to walk across the green paddocks and go near the creek,
hand in hand, father and daughter, we would have a sticky beak.
We’d count Pa’s lambs and ewes, and wonder at Foxy the old horse,
whose many years she couldn’t count – they were too many, of course.

In clear but freezing winter days, when the sky was at its bluest,
we would walk out in the fresh breeze and set foot towards the west.
Seeing a skipping roo would give her a thrill and make her excited,
yet she was so scared of dogs she could grab my hand and bite it!

At lamb marking time, she’d be curious but kept her distance,
she still didn’t know farming is a tough means of existence.
Safely perched on a fence, she did not flinch at the bloody mess;
but then the dogs whirled into a frenzy: there’d be some distress.

As a toddler she’d always sit with many toys by the fire;
she loved being spoilt by Granma and Pa, who were by then retired;
many nights during school holidays she would stay at the farm,
for fresh clean air and country tucker never did any harm.

They were times of grand excitement, driving around in the ute,
yet she’d stay inside the cabin, and grin at Pa and salute;
three times per week the mail came, and it had to be collected,
she’d walk uphill with Granma, and they never felt dejected.


Of the three dogs on the farm, she thought Murphy was most gentle.
Good old sheep dog, Murphy knew his place and stayed in his kennel.
One day Pa asked Uncle Claydon to bring with him his rifle.
Murphy ended in a bag: in the bush this is but trifle.

She loved the bush, she loved the farm, the very place where her mum
had lived and grown up, and had fun as a child. A place, in sum,
where she felt she belonged, despite its many unseen dangers:
snakes, bushfires, spiders galore, perils to which we aren’t strangers.

Of all the incidents that happened to her the magpie swoop
was the most frightful. One arvo, she was leading their small group.
With her young twin brothers, she was playing near the old hay shed,
when a black and white feathered splotch swooped and pecked her in the head.

They all thought it hilarious, but she really had a big scare.
But there was worse: the bird had cut her. Blood was smudging her hair!
Her cries bawled across the valley, her tears flowed, her pain was clear;
once at home she’d tell us her story, and we’d just say, “Oh dear”.

These ancient Wirrimbi paddocks now seem sadder than ever:
the little girl who walked on them had her life cruelly severed.
Pa seems to have lost the plot (yet Foxy keeps trotting around!):
it makes no sense to him that his grandchild should be in the ground.

How can anyone understand that my six-year-old would die?
We were on a beach holiday when the sea covered the sky;
the waters wiped out everything, not a single house was left;
many people were injured, and more than one hundred were dead.


I am her father, a migrant, and have learned to love this land.
In the still mornings and evenings, when the gum trees I command
to whisper her name in the wind, my heart cries and I despair.
No one should go through such a loss. It is far too much to bear.

This land now wears a deep wound: no words can describe our sorrow.
Paddocks long for her giggle, the creek weeps, there’s no tomorrow.
She was as pretty as bush flowers, she could dazzle like snow.
We planted her own tree, a native; she’ll never see it grow.

There can be no greater sadness; there can be no harsher pain.
My girl won’t become a woman; she won’t tread these hills and plains.
There will be no more lazy days spent by the snug winter fire;
no more strolls down to the creek or getting stuck in old fence wire.

And so I pay her tribute, born and bred in this proud country:
Some lines of poetry one day you might read under a gum tree.

(c) Jorge Salavert, 2012.

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