1 ago 2012

Agosto-The Blowhole

The Blowhole, cerca de Eaglehawk Neck, Tasmania


A lo largo de milenios, el embate continuo de las olas del Océano Pacífico en la costa este de Tasmania ha ido creando esta formación, llamada The Blowhole [el Orificio]. Las olas abrieron una brecha en la roca arenisca de los acantilados, formando un pasadizo marino que desemboca en una pequeña cala. Con la marea alta, es un gran espectáculo ver entrar las olas, escuchar el estruendoso fragor que hacen al recorrer el enorme boquete creado y cuando rompen contra las rocas en el interior de la cala.

El área está naturalmente cerrada al público, por motivos de seguridad. Es un lugar de parada casi obligatoria camino de Port Arthur, más al sur en la península de Tasman, y que está a muy poca distancia de Eaglehawk Neck y Pirates Bay.

Por cierto, para los que tienen por costumbre saborear la comida autóctona de cada lugar que visitan, lo más recomendable es comerse un buen ‘scallop pie’, es decir, un pastel relleno de vieiras (u ostiones) abundantes en la zona, preparadas en una cremosa salsa, y que venden desde un café-furgoneta, apostado a pocos metros, en el mismo aparcamiento desde el que se accede al Blowhole. Por desgracia, como suele ser habitual en Australia, si tu intención es acompañarla de una cervecilla, será mejor que lleves alguna en el coche, pues los dueños de la furgoneta no venden bebidas alcohólicas.

30 jul 2012

Reseña: Vidas perpendiculares, de Álvaro Enrigue


Álvaro Enrigue, Vidas perpendiculares (Barcelona: Anagrama, 2008). 234 páginas.


Según Propp, la historia de la literatura es en realidad la historia de la constante recreación de ciertos temas (apenas una docena en total) en tramas cuya estructura profunda es muy similar. Por otra parte, un reciente estudio del CSIC ha hallado tras analizar casi medio millón de canciones que en realidad todas tienen mucho en común. Lo que esto viene a decirnos es que no hay apenas nada nuevo, que todo está dicho y repetido hasta la saciedad, y que solamente cambia la manera o la perspectiva para contar esas historias. En otras palabras: las experiencias que tenemos son universales, y pasamos por muchas de ellas tal como otros seres humanos pasaron por ellas a lo largo de la historia.

Si crees en la posibilidad de la reencarnación, debiera por lo tanto atraerte esta interesante novela del mexicano Álvaro Enrigue. Es 1936 y en Lagos de Moreno, estado de Jalisco, nace un muchacho de ojos saltones (bastardo, según averiguaremos más tarde) al que bautizan como Jerónimo. El padre, don Eusebio, es un emigrante español, un panadero asturiano partidario de la disciplina pura y dura; la madre, Mercedes, es una joven de la sociedad jalisciense, que pasa sus aburridos días “entre la misa y las vacas”. A Jerónimo – demasiado pronto – lo diagnostican como tonto (porque no habla mucho), pero lo que nadie de su familia sabe es que tiene el don de la memoria antigua, es decir, que puede rememorar sus vidas pasadas en reencarnaciones anteriores. Estas comprenden la de un pobre herrero en la Germania romana, o la de una esclava china en el imperio mongol, la del hijo del líder de un clan de homínidos en los albores de la civilización, la de un huérfano que deviene en cura en la Nápoles del siglo XVII, la de un hindú o la una joven griega en Palestina.

Son, evidentemente, muchas vidas para condensar en 234 páginas. Y puede que éste sea uno de los puntos flojos de Vidas perpendiculares. Dada la premisa fundamental de la novela, el problema es que su estructura lineal – la médula es Jerónimo, pero la vida de la joven griega adquiere gran protagonismo, mucho más que las otras – choca en ocasiones con los relatos intercalados. No se trata de un choque torpe (Enrigue realiza un loable experimento narrativo y los resultados son ciertamente óptimos), sino que exige mucha atención y dedicación por parte del lector. Enrigue hace confluir las vidas no solamente en un mismo capítulo sino también en un mismo párrafo, en el cual el ‘yo’ que iniciaba la narración puede estar en México, por ejemplo, y de repente ese mismo ‘yo’ nos habla desde Palestina, veinte siglos antes. Es algo que el lector debe tomar en cuenta si no quiere perder el hilo de la narración que propone Enrigue.

Para mí, lo mejor de Vidas perpendiculares es la visión del mundo de Jerónimo, estampada con un excelente sentido del humor por un niño que no es niño, puesto que ha ido adquiriendo, merced a su memoria, conocimientos antiquísimos de lo que es la condición humana: “toda la gama de los olores y formas que puede tener una vagina o el agarroso sabor del semen en la boca, el crujido de la espina dorsal cuando se arranca de tajo una cabeza, los límites precisos del dolor humano y lo que se necesita para infligirlo”.

Mientras que la ensambladura de la trama principal con los diferentes relatos de las otras ‘vidas’ que Jerónimo rememora no es siempre sólida (en mi opinión, la ‘vida’ de la joven griega y su relación con Saulo de Tarso se extiende mucho más de lo necesario y pertinente, y puede llegar a desinteresar al lector), pienso que el principal logro de Vidas perpendiculares estriba en el modo en que Enrigue supera la resistencia mutua que hay entre realismo y fantasía. Y es que la narración de Jerónimo no tiene desperdicio alguno.

Tiranizado por un padre autoritario, Jerónimo queda desterrado en su propio hogar, obligado a vivir con las criadas. Sus primeros años de vida están marcados por el miedo, y es ese miedo lo que establece la conexión primordial entre su vida y las otras vidas pasadas, como cuando es un miembro de la tribu prehistórica o cuando en el siglo XVII, en una Nápoles que conspira contra Venecia, está a punto de morir a manos de su propio padre (un diplomático español que también cultivó la poesía, y cuyo famoso soneto ‘A un hombre de gran nariz’ puedes leer traducido al inglés y comentado aquí).

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