Teju Cole, Open City (Londres: Faber and Faber, 2011). 259 páginas.
Hacia el final de
Open City, el narrador nos relata los
tiempos en que la Estatua de la Libertad servía de faro a la entrada del puerto
de Nueva York, y cómo causaba gran mortandad entre las aves migratorias. Esta
imagen me trajo a la mente otra imagen, mucho más reciente, la de los restos
del naufragio de un barco que transportaba a solicitantes de asilo político (es
decir, emigrantes) hasta las costas de Isla Navidad, al noroeste de Australia,
y en el que perecieron la mayoría de sus tripulantes. No hace falta tampoco
recordar los innumerables naufragios de pateras que han ocurrido en las costas
del sur de Andalucía o en las Canarias, o las terribles muertes de personas que
han intentado cruzar a pie el desierto de Arizona desde el norte de México.
He vivido en
varias ciudades grandes, como Sydney o Valencia, y he visitado un buen número
de las grandes urbes del planeta, desde México DF a París, Buenos Aires o
Melbourne, San Francisco, Londres, Santiago de Chile, Bangkok. Sin embargo, no
conozco Nueva York.
En un interesante
contrapunto vital, también viví durante un año en un lugar extremadamente
remoto, totalmente apartado, en mitad del bush
australiano, desde donde un largo paseo a pie de unas dos horas no me llevaba
más allá de una carretera secundaria, a una treintena de kilómetros del centro
urbano (es decir, comida y gasolina) más próximo.
Caminar solo por
una ciudad es siempre una experiencia enriquecedora. Es difícil en algunas
partes de Australia, sin embargo, pues el peatón suele sentirse a veces ciudadano
de segunda clase; Sydney, por poner un ejemplo, era en la década de los 90 una
ciudad que pareciera haberle declarado enemistad eterna al paseante.
El narrador de Open City nos cuenta de forma muy
sugestiva al principio de esta singular novela cómo adquirió el hábito de
pasear sin rumbo por Manhattan: “Not long before this aimless wandering began,
I had fallen into the habit of watching bird migrations from my apartment, and
I wonder now if the two are connected.”
Y no cabe duda
alguna de que Open City es una novela
singular: con una estructura en la que apenas hay una trama propiamente dicha,
el lector tiene que llegar a la página quince para enterarse del nombre del
narrador protagonista, Julius, y lo hace únicamente a través del diálogo que
éste tiene con otro personaje. Psiquiatra de profesión, Julius es un nigeriano
que ha emigrado a los EE.UU., un hombre solitario que camina como terapia
propia, y mientras camina piensa, rememora, reflexiona, describe.
Los largos paseos
de Julius son pues el eje narrativo del libro, pero la narración forma
meandros, relatando sus encuentros con amistades, con desconocidos o pequeños
episodios del pasado. En cierto modo, es el lector el que, una inmerso en la
novela, se compromete a hacerle compañía a esta solitaria figura narradora. Es
precisamente nuestra lectura la que empuja a Julius a escribir, pues solamente
leyéndolo podemos acompañarle en sus caminatas.
La prosa de Teju
Cole es elegante y serena, y con un exquisito estilo va tejiendo una especie de
mosaico sorprendentemente equilibrado, dada la ausencia de un argumento en el
sentido más común del término: Cole pasa de conversaciones a recuerdos sin
fisuras, y adereza esa argamasa narrativa con brillantes, detalladas
observaciones (en ocasiones rozando la erudición). Hay también una interesante
cualidad poética en su prosa, con imágenes impactantes.
Si no existe una
trama lineal propiamente dicha, entonces ¿de qué trata Open City? Los temas son muchos y variados, pero yo quiero destacar
dos ejes temáticos primordiales: la contraposición del mundo interior del
inmigrante frente a un modelo social (el occidental) donde persiste un racismo
subyacente, oculto. Julius es normalmente el observador, pero en otras ocasiones
describe que es él el observado (en un concierto en el Carnegie Hall, en el que
la mayoría del público son personas blancas de mediana o avanzada edad, el
joven africano es objeto de sus miradas, la nota disonante).
Hay otro hilo temático
que engarza la narración desde principio a fin, el de la cordura y la falta de
esta, es decir, la locura. No solamente nos revela Julius algunas de las
singularidades de sus pacientes, también se analiza a sí mismo en interesantes
digresiones (me resultaron particularmente interesantes sus reflexiones tras ser
víctima de un violento robo a manos de tres afroamericanos cerca de su
apartamento).
El tema de la
emigración aflora una y otra vez a lo largo de la novela: en la primera parte,
Julius viaja a Bruselas con la (¿falsa?) esperanza de encontrar a su abuela; en
Bruselas entabla amistad con el empleado del locutorio telefónico y de internet
donde acude a leer su email, Farouq, un marroquí airado y fuertemente
politizado. Mientras acompañamos a Julius en sus paseos, el narrador reitera
mediante diversos episodios y observaciones el drama que conlleva toda
experiencia migratoria; el aislamiento, y cómo el paso del tiempo va
deteriorando la posibilidad de que se mantengan los nexos que pudieran aliviar
la soledad del emigrado.
Ciudad de
emigrantes por antonomasia, Nueva York es en Open City una ciudad abierta a las múltiples posibilidades de
lectura que Cole brinda al lector. Una escena muy significativa nos muestra a
Julius enfrentado a Moji, la hermana de un amigo de la adolescencia, quien le
recuerda un turbio episodio de acoso sexual durante una fiesta. El hecho de que
el narrador no trate de aclarar los hechos contribuye mucho más a dejar mayor
libertad si cabe al lector. Ante la vaguedad con que el propio narrador nos
habla de sí mismo – el lector no deja de ser un extraño con el que el caminante
Julius se cruza en su largo andar – nos queda la duda sobre quién es él en
realidad.
Open City es una novela que invita a caminar, a pensar, a
salir de uno mismo para volver a uno mismo, a la introspección. Es una caminata que encuentro muy aconsejable.
Te invito ahora a leer mi versión en castellano de
las primeras páginas de Open City.
Puedes también leer un extracto más largo en inglés que fue publicado en el NY Times, y que está disponible aquí o
también aquí.
De modo que cuando empecé a dar paseos vespertinos el pasado otoño, descubrí que Morningside Heights era un lugar desde el que era fácil encaminarse en dirección a la ciudad. El sendero que baja desde la Catedral de San Juan el Divino y cruza Morningside Park queda a solamente quince minutos de Central Park. En la otra dirección, hacia el oeste, son unos diez minutos hasta Sakura Park, y caminando con rumbo norte desde allí te lleva a Harlem, a lo largo del Hudson, aunque el tráfico hace inaudible el río al otro lado de la arboleda. Los paseos, un contrapunto a los ajetreados días que pasaba en el hospital, se prolongaron de manera constante, y me llevaron cada vez más y más lejos, de modo que con frecuencia me encontraba a bastante distancia de mi casa bien avanzada la noche, y me veía obligado a regresar en el metro. De este modo, al comienzo del último año de mi beca de investigación, la ciudad de Nueva York se abrió paso en mi vida a paso de caminante.
No mucho tiempo antes de que comenzase este deambular sin rumbo fijo, había caído en el hábito observar las migraciones de las aves desde mi apartamento, y ahora me pregunto si ambas cosas tienen alguna conexión. Los días que llegaba a casa lo bastante temprano desde el hospital, solía mirar por la ventana como alguien que percibe auspicios, con la esperanza de ver el milagro de la inmigración natural. Cada vez que avistaba una bandada de gansos cruzando el cielo en formación, me preguntaba qué aspecto podría tener desde su perspectiva nuestra vida allá abajo, e imaginaba que, si alguna vez fuesen a darse el gusto de especular sobre ello, los altos edificios les parecerían abetos agolpados en un campo. Con frecuencia, mientras escudriñaba el cielo, todo lo que veía era lluvia, o la débil estela de un avión que diseccionaba en dos la ventana, y en algún lugar de mi ser yo albergaba la duda de si realmente existían aquellos pájaros, con sus oscuras alas y gaznates, sus pálidos cuerpos e incansables corazoncitos. Tan asombrado estaba con ellos que no podía confiar en mi memoria cuando no estaban allí.
De vez en cuando pasaban volando algunas palomas, y también golondrinas, chochines, orioles, cardenales y vencejos, aunque era casi imposible identificar los pájaros en los puntitos solitarios e incoloros que atravesaban el cielo. A veces, mientras esperaba la aparición de algún raro escuadrón de gansos, escuchaba la radio. Normalmente evitaba las emisoras norteamericanas, que para mi gusto tenían demasiados anuncios – Beethoven seguido de chaquetas de invierno, Wagner después de un queso artesanal – y sintonizaba en cambio emisoras de Canadá, Alemania o los Países Bajos por internet. Y aunque con frecuencia no podía entender a los presentadores, pues mi comprensión de sus idiomas era bastante pobre, la programación concordaba siempre con mi estado de ánimo vespertino con gran precisión. Mucha de la música me era familiar, puesto que para entonces llevaba más de catorce años escuchando música clásica con entusiasmo, pero algunas piezas me eran nuevas. También hubo raros momentos de asombro, como la primera ocasión que escuché, en una emisora que emitía desde Hamburgo, una pieza llena de embrujo para orquesta y contralto solo de Shchedrin (o quizá fuese Ysaÿe), y que hasta hoy no he podido identificar.
Me gustaba el murmullo de los presentadores, los sonidos de esas voces que hablaban con calma a miles de kilómetros de distancia. Ponía los altavoces del ordenador a bajo volumen y miraba al exterior, agazapado en el confort que me daban aquellas voces, y no me resultaba para nada difícil hacer una comparación entre mí y mi austero apartamento, y el presentador de la radio en su cabina durante lo que debía ser medianoche en algún lugar de Europa. Incluso ahora, aquellas voces incorpóreas siguen conectadas en mi mente con la aparición de los gansos migratorios. Y de hecho, no es que viese las migraciones en más de tres o cuatro ocasiones en total: la mayoría de los días todo lo que veía eran los colores del cielo al anochecer, sus azules diseminados, sus carmines desaliñados y los tonos rojizos, todos los cuales gradualmente daban paso a una profunda sombra. Cuando oscurecía, cogía un libro y leía a la luz de una vieja lámpara de escritorio que había rescatado de uno de los contenedores de la universidad; la bombilla estaba protegida por una campana de vidrio que proyectaba una luz verduzca sobre mis manos, el libro en mi regazo, el raído tapizado del sofá. A veces incluso me leía en voz alta las palabras del libro, y al hacerlo me daba cuenta del extraño modo en que mi voz se mezclaba con el murmullo del presentador francés, alemán o neerlandés, o con la tenue textura de las cuerdas de violín de las orquestas, todo ello intensificado por el hecho de que, fuese lo que fuese que estuviera leyendo, probablemente había sido traducido al inglés desde una de las lenguas europeas. Aquel otoño pasé de un libro a otro: Camera Lucida de Barthes, Telegrams of the Soul de Altenberg, The Last Friend de Tahar Ben Jelloun, entre otros.
En esa fuga sónica, me acordé de San Agustín, y de su asombro ante San Ambrosio, de quien se decía que había descubierto un modo de leer sin pronunciar las palabras. Parece algo extraño – me sorprende ahora tal como lo hizo entonces – que podamos comprender palabras sin pronunciarlas. Para San Agustín, la importancia y la vida interior de las frases se experimentaban mejor en voz alta, pero nuestra idea de la lectura ha cambiado mucho desde entonces. Durante demasiado tiempo nos han enseñado que la visión de una persona que habla consigo misma es una señal de excentricidad o de locura; ya no estamos en absoluto habituados a nuestras propias voces, excepto en conversación o desde dentro de la seguridad de una ruidosa multitud: una persona está hablando con otra, y el sonido audible es, o debería ser, algo natural en ese intercambio. De modo que leía en voz alta, y yo era mi propia audiencia, y les daba voz a las palabras de otro.
En cualquier caso, estas inusuales horas vespertinas pasaban con facilidad, y con frecuencia me quedaba dormido allí mismo en el sofá, y solamente me arrastraba hasta la cama mucho más tarde, normalmente en algún momento en mitad de la noche. Luego, tras lo que parecían ser meros minutos de sueño, me despertaba con crispación el pitido del reloj despertador de mi teléfono móvil, que estaba programado para hacer sonar un extraño arreglo de “O Tannenbaum” en clave de marimba. En esos primeros momentos de consciencia, bajo el repentino resplandor de la luz diurna, la mente me daba vueltas, recordando fragmentos de sueños o trozos del libro que había estado leyendo antes de quedarme dormido. Era para romper la monotonía de aquellas noches que, dos o tres días por semana, después del trabajo, y al menos uno de los días del fin de semana, salía a caminar.
Al principio encontraba en las calles un estrépito incesante, un shock tras la concentración y la relativa tranquilidad del día, como si alguien hubiese hecho añicos la calma de una silenciosa capilla privada con el estruendo de un aparato de televisión. Iba zigzagueando entre las multitudes de compradores y trabajadores, a través de obras en las calles y los cláxones de los taxis. Atravesar a pie las partes ajetreadas del centro de la ciudad significaba que veía a más gente, a cientos más de personas, incluso miles, de la que estaba acostumbrado a ver en un día, pero la huella de esos innumerables rostros no lograba mitigar mi sensación de aislamiento; si acaso los intensificaba. También me sentía más cansado después de que comenzasen las caminatas, una extenuación distinta de todo lo que había conocido desde los primeros meses de prácticas, tres años antes. Una noche simplemente no paré, caminando todo el trecho hasta Houston Street, una distancia de unos once kilómetros, y terminé por encontrarme en un estado de fatiga y desorientación, esforzándome por mantenerme de pie. Aquella noche cogí el metro para volver a casa, y en vez de quedarme dormido de inmediato, me quedé echado en la cama, demasiado cansado para liberarme del estado de desvelo, y en la oscuridad enumeré los numerosos incidentes y lugares de interés con que me había encontrado durante mis paseos, clasificando cada encuentro igual que un niño que jugase con bloques de madera, intentando hacerme una idea de dónde encajaba cada uno y a qué respondían. Cada vecindario de la ciudad parecía estar hecho de una sustancia distinta, cada uno parecía tener una presión atmosférica diferente, un peso psíquico diferente: las luces brillantes y las tiendas cerradas, los proyectos urbanísticos y los hoteles de lujo, las escaleras de incendios y los parques urbanos. Mi fútil tarea clasificatoria continuó hasta que las formas comenzaron a transformarse las unas en las otras, y a asumir formas abstractas sin relación con la ciudad real, y solamente entonces mi mente febril mostró algo de piedad y se sosegó, solamente entonces llegó el sueño tranquilo.
Los paseos satisfacían una necesidad: eran un alivio del entorno mental tan tenazmente regulado del trabajo, y una vez descubrí que eran una forma de terapia, se convirtieron en la norma, y me olvidé de cómo había sido la vida antes de que comenzase a pasear. El trabajo era un régimen de perfección y competencia; no permitía la improvisación ni toleraba errores. Por muy interesante que fuera mi proyecto de investigación — estaba realizando un estudio clínico de desordenes afectivos en las personas mayores — el nivel de detalle que exigía era de una complejidad que excedía todo lo que había hecho hasta entonces. Las calles me servían de grata antítesis a todo aquello. Cada una de las decisiones — dónde girar a la izquierda, cuánto tiempo quedarme ensimismado delante de un edificio abandonado, si ver la puesta de sol sobre Nueva Jersey o corretear a la sombra del sector este mirando hacia Queens — resultaba inconsecuente, y por esa razón era un recordatorio de la libertad. Cubría las manzanas de la ciudad como midiéndolas con mis pasos, y las estaciones del metro servían de motivos recurrentes en mi avance sin rumbo. La visión de grandes masas de personas apresurándose a entrar en recintos subterráneos me resultaba invariablemente extraña, y sentía que la humanidad en su totalidad se daba prisa, empujada por un impulso mortal en contra de lo intuitivo, al interior de catacumbas móviles. Afuera, por encima del suelo, estaba con miles de otros en su soledad, pero en el metro, cerca de extraños, empujándolos y recibiendo empujones para hacernos un hueco, un espacio vital, todos en una representación de traumas no reconocidos, la soledad intensificada.
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