Roberto Bolaño, La literatura nazi en América (Barcelona: Anagrama, 2010 [1996]). 244 páginas.
Si es de verdad
posible definir en qué consiste la originalidad en la literatura, cosa sobre la
que albergo numerosas dudas, ¿de qué modo se podría cuantificarla o compararla?
¿Hay algún calibre que nos permita evaluar el ingenio en literatura? Estas son algunas
de las preguntas que me venían a la cabeza mientras leía este inmenso libro del
chileno Bolaño, un libro difícil de encasillar en un género específico, una
suerte de disfraz metaliterario que consigue arrancar la carcajada del lector
en más de una ocasión, pero que sobre todo invita al lector a embarcarse en una
seria reflexión acerca de los límites de la literatura.
Por otra parte, ahora
en 2012, habiendo iniciado mi experiencia lectora de Bolaño con 2666 hace ya algunos años, me asalta una
duda: ¿Hice bien en comenzar por el final de su oeuvre? Probablemente no, pues me privó de la oportunidad de
observar la evolución de un gran autor. Por otra parte, no obstante, esto también
me permite (o más bien me permitirá dentro de unos años) saborear 2666 en una segunda lectura, a la luz –
y a las sombras – de los conocimientos adquiridos con la lectura de sus otras
obras. Todos los caminos, en definitiva, pueden y deben llevarnos a la Roma que
buscamos.
A quien no haya
leído todavía La literatura nazi en
América, le diré que el título es engañoso. No se trata de un tratado escolástico
o enciclopédico sobre autores que simpatizaran en su día con el monstruo del
bigotito. El libro lo componen relatos (en una acepción, digamos, algo liberal
del término) en su mayoría paródicos, en los que un narrador que parece haberse
puesto un disfraz de historiador literario nos proporciona datos biográficos de
autores americanos (tanto de Latinoamérica como de Norteamérica) y noticia crítica
de sus obras. Ambas cosas, autores y obras, son totalmente ficticios. Hay una
notable excepción, y no porque sea una historia real (que no lo es): el último
relato – y éste sí es un relato propiamente dicho – titulado ‘Ramírez Hoffman,
el infame’, en el que el narrador hace acto de presencia, y dice llamarse
Bolaño.
Es evidente el
juego borgesiano de crear un espejo literario sobre el que reflejar una mezcla
de realidad y ficción, desfigurando los límites que separan a la una de la
otra; el resultado es una comedia metaliteraria a ratos oscura, en ocasiones
grotesca, siempre con un trasfondo un poco tenso, en tanto que los escritores
ficticios que van desfilando ante nosotros son, al fin y al cabo, especímenes de
la peor catadura.
Ciertamente,
Bolaño cierra el catálogo con tres autores que representan la experiencia literaria
como algo abominable. Así, los dos hermanos poetas argentinos de la barra brava
de Boca Juniors, ‘Los fabulosos hermanos Schiaffino’, añaden sus buenas dosis
de pesadilla en forma de conducta criminal al quehacer literario; el remate lo
pone Bolaño por medio del aterrador chileno Hoffman, una auténtica pesadilla
viviente: esteta de la tortura, artista del asesinato, poeta de la violencia y
el fascismo, con Hoffman parece Bolaño lanzarse a un extraño vacío en el que,
al nombrarse como narrador, se persona y se involucra.
Contado en clave
de relato detectivesco, este último relato deja abierto una decisiva
interrogante: un chileno aparece por Barcelona y le pide al narrador que
identifique a Ramírez Hoffman; Bolaño va a una cafetería y lo hace; por ello recibe
un dinero, pero le pide al cazarrecompensas que no lo mate. “No le puede hacer daño
a nadie, dije. En el fondo no lo creía. Claro que podía hacer daño. Todos podíamos
hacer daño.”
Nada es real,
dijo Bolaño en relación a este libro. Y aun así, a modo de colofón y burla de
sí mismo, Bolaño incluyó un ‘Epílogo para monstruos’, donde en unas veinte y
pico páginas compendia un listado de autores, revistas y libros de esta
fantástica, original y singular parodia.