21 ago 2013

'Cazando animales', un cuento de Ruby J. Murray

Fuente: Wikicommons Images
La revista Hermano Cerdo publica un cuento de la australiana Ruby J. Murray que he traducido al castellano. Narrado desde la perspectiva de una niña, cuenta la amistad que entabla con un joven solitario y con un pasado doloroso pero oscuro en las playas de un pueblo costero del sur de Australia. El cuento comienza así:
Aquel verano hacía frío en la playa. Estaba yo recogiendo pequeñas caracolas grisáceas donde la marea baja deja su marca cuando pasó Darryl Tuckey con un arpón en la mano. Le pregunté qué iba a hacer con el arpón, y me dijo que iba a cazar rayas.
Yo no conocía a Darryl Tuckey, y en todo caso, nosotros éramos veraneantes, no sabíamos nada de él ni de su familia, ni de lo que les había sucedido. Los chupahelados, nos llamaba la gente del pueblo. Nos tenían cierta ojeriza, a nosotros, a los de la ciudad, porque teníamos coches limpios y casas grandes de ladrillo, con ventanales alineados frente a aquella vieja costa agreste.
"¿Has cazado alguna?" le pregunté.
"No," dijo Darryl Tuckey. "Todavía no. Pero lo haré. Puedes estar segura."
Él siguió avanzando por la playa con fuertes zancadas, los hombros encorvados hacia adelante, levantando terrones de arena gris con los tacones de las botas. Llevaba puestos unos vaqueros lavados a piedra y una camiseta verduzca descolorida. El dobladillo de la camisa se agitaba como una faldilla que le rodeara la cintura, como si alguna vez le hubiera pertenecido a alguien mucho más grueso. Lo seguí durante un rato, a una distancia prudencial, mientras el océano suspiraba junto a la orilla. Los agujeros que diminutos ácaros horadaban en la arena allí donde el mar marcaba su línea chupaban y engullían el agua.
Darryl Tuckey no se dio la vuelta ni miró hacia atrás.
Puedes terminar de leer el cuento aquí. Espero que te guste.
Aquel verano hacía frío en la playa. Estaba yo recogiendo pequeñas caracolas grisáceas donde la marea baja deja su marca cuando pasó Darryl Tuckey con un arpón en la mano. Le pregunté qué iba a hacer con el arpón, y me dijo que iba a cazar rayas.
Yo no conocía a Darryl Tuckey, y en todo caso, nosotros éramos veraneantes, no sabíamos nada de él ni de su familia, ni de lo que les había sucedido. Los chupahelados, nos llamaba la gente del pueblo. Nos tenían cierta ojeriza, a nosotros, a los de la ciudad, porque teníamos coches limpios y casas grandes de ladrillo, con ventanales alineados frente a aquella vieja costa agreste.
"¿Has cazado alguna?" le pregunté.
"No," dijo Darryl Tuckey. "Todavía no. Pero lo haré. Puedes estar segura."
Él siguió avanzando por la playa con fuertes zancadas, los hombros encorvados hacia adelante, levantando terrones de arena gris con los tacones de las botas. Llevaba puestos unos vaqueros lavados a piedra y una camiseta verduzca descolorida. El dobladillo de la camisa se agitaba como una faldilla que le rodeara la cintura, como si alguna vez le hubiera pertenecido a alguien mucho más grueso. Lo seguí durante un rato, a una distancia prudencial, mientras el océano suspiraba junto a la orilla. Los agujeros que diminutos ácaros horadaban en la arena allí donde el mar marcaba su línea chupaban y engullían el agua.
Darryl Tuckey no se dio la vuelta ni miró hacia atrás.
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Aquel verano hacía frío en la playa. Estaba yo recogiendo pequeñas caracolas grisáceas donde la marea baja deja su marca cuando pasó Darryl Tuckey con un arpón en la mano. Le pregunté qué iba a hacer con el arpón, y me dijo que iba a cazar rayas.
Yo no conocía a Darryl Tuckey, y en todo caso, nosotros éramos veraneantes, no sabíamos nada de él ni de su familia, ni de lo que les había sucedido. Los chupahelados, nos llamaba la gente del pueblo. Nos tenían cierta ojeriza, a nosotros, a los de la ciudad, porque teníamos coches limpios y casas grandes de ladrillo, con ventanales alineados frente a aquella vieja costa agreste.
"¿Has cazado alguna?" le pregunté.
"No," dijo Darryl Tuckey. "Todavía no. Pero lo haré. Puedes estar segura."
Él siguió avanzando por la playa con fuertes zancadas, los hombros encorvados hacia adelante, levantando terrones de arena gris con los tacones de las botas. Llevaba puestos unos vaqueros lavados a piedra y una camiseta verduzca descolorida. El dobladillo de la camisa se agitaba como una faldilla que le rodeara la cintura, como si alguna vez le hubiera pertenecido a alguien mucho más grueso. Lo seguí durante un rato, a una distancia prudencial, mientras el océano suspiraba junto a la orilla. Los agujeros que diminutos ácaros horadaban en la arena allí donde el mar marcaba su línea chupaban y engullían el agua.
Darryl Tuckey no se dio la vuelta ni miró hacia atrás.
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15 ago 2013

Reseña: Middle C, de William H. Gass

William H. Gass, Middle C (Nueva York: Alfred Knopf, 2013). 395 páginas.

“No sé si la belleza es todavía posible en este mundo” (p. 356).

El protagonista de esta novela de William H. Gass (su tercera en prácticamente cincuenta años, todo un ejercicio de sobriedad literaria) es un individuo extraño. Joseph Skizzen es una suerte de autodidacta que aprende a fingir o falsificar una vida entera con el único objetivo de poder pasar desapercibido. Su padre, Rudi Skizzen, decide salir de una Austria habitada por seres crueles antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial, sabiendo en una premonición lo que va a pasar en su tierra. La familia huye desde Graz a Londres, donde se harán pasar por judíos. De Rudi Skizzen se convierte en Yankel Fixel, para luego pasar a ser Raymond Scofield. En el Londres del blitz viven en la miseria y al borde de la hambruna; la madre lava ropa, el padre ayuda a imprimir octavillas de propaganda antihitleriana. Tras el final de la contienda, el gran maestro del disfraz que es Skizzen/Fixel/Scofield gana mucho dinero en una apuesta y desaparece. La policía informa a la madre (antes Nita, luego Miriam) de que aparentemente ha partido, con documentos falsificados, hacia los Estados Unidos o Canadá.

Sin saber muy bien qué hacer, Miriam cruza el Atlántico con sus dos hijos, Deborah y Joseph, y finalmente se establecen en una pequeña ciudad, Woodbine, lugar ficticio de Ohio. De Rudi no hay rastro ni noticia alguna. Mientras que su hermana mayor pronto hallará su lugar en su nueva patria adoptiva al casarse con un granjero, Joseph (Joey) crecerá bajo la indeleble sombra de la desaparición de su padre: un estudiante apocado, tímido, para nada ambicioso.

El juego literario que Gass sugiere refleja, en cierto modo, el determinismo genético: de tal palo, tal astilla. Así, Joseph Skizzen no deja de ser un extranjero residente en los EE.UU., que en ningún momento trata de normalizar o legalizar su situación. Pero como su padre, sabe hacer lo necesario para abrirse camino. Irá adquiriendo una identidad y falsificando documentos cuando sea preciso, lo que en un determinado momento le permitirá abrirse camino en el mundo académico como profesor de música. Consciente de su mediocridad, el ya treintañero Skizzen vive con su madre en una casa prestada de forma gratuita por la universidad, y en el ático que le sirve de estudio dedica la mayor parte de su tiempo libre a una obsesión: su personalísimo Museo de la Inhumanidad, en el cual va estableciendo una colección de ejemplos gráficos de las horripilantes brutalidades y salvajes asesinatos en masa, amén de masacres, matanzas étnicas y otras “exquisiteces” que caracterizan la historia de la humanidad.

El narrador omnisciente de Middle C nos ofrece un curioso relato del paso de Joey de la adolescencia a la juventud: su primer trabajo es en una tienda de música, de la que saldrá escaldado tras ser acusado de un robo que no ha cometido. Tras dejar los estudios, encuentra trabajo en una biblioteca en otra ciudad (ficticia) no muy lejana de Woodbine. La visión cáustica de Gass, primorosamente plasmada en su prosa, impera en estos capítulos. La trama de Middle C no es el punto fuerte de la novela. En realidad, la trama de la vida gris, convencional y retraída de Skizzen en compañía de su madre (cuya único capricho es la jardinería) sirve simplemente como telón de fondo. No es una obra para el lector medio, que tanta tendencia muestra a ser pasivo, como el show-business literario últimamente le dicta. Gass busca hacerte pensar: honrosa excepción entre los novelistas estadounidenses contemporáneos. Claro que Gass pertenece a una generación muy anterior, con nombres ilustres como Philip Roth, muchos de cuyos integrantes ya han fallecido.

Además de recortar informaciones sobre crímenes de revistas y diarios, Skizzen dedica su tiempo también a la tarea de perfeccionar un enunciado que resuma de alguna manera su visión del mundo. El primer ejemplo que nos da Gass del enunciado es el siguiente: “El temor a que la raza humana pudiera no sobrevivir ha sido sustituido por el temor a que perdure” (p. 22). Unas cuantas páginas más adelante, el enunciado aparece expresado con estas palabras: “La suposición de Joseph Skizzen respecto al hecho de que la humanidad pudiera no sobrevivir a su propia naturaleza disoluta y sanguinaria ha quedado reemplazada por la sospecha de que, a pesar de todo, lo hará” (p. 55). Este enunciado tan desolador (o tan realista, según se mire) adopta cerca de cincuenta versiones diferentes a lo largo de Middle C, y entre ellas Gass intercala algunos pasajes verdaderamente impagables.

Los temas de esta novela son no obstante muy actuales: la identidad de la persona y la obsesión por la forma externa antes que el contenido; el desprecio a lo que representa la humanidad como colectivo por las atrocidades de que es capaz; y finalmente (y este es un tema del que, debo confesar, no he sacado mucho en claro) la traslación de la técnica musical de los doce tonos de Schoenberg como interpretación o explicación teórica del mundo que nos rodea. El título de la novela, Middle C (la nota musical do, situada en el centro del teclado del piano) nos señala la mediocridad como planteamiento vital. Pasar inadvertido por un mundo en el que reinan la crueldad y el enseñamiento suele ser la aspiración para muchos, si bien no necesariamente para la mayoría. La sociedad actual se ha revelado como exhibicionista y estridente, gracias a lo que la tecnología del siglo XXI facilita y pone al alcance de los dedos de cualquiera que tenga un Smartphone (por cierto, la palabra se las trae).


Middle C no es novela para cualquier lector, y desde luego se hace una pizca larga. Si el Pynchon de, por poner un ejemplo, Mason & Dixon se te atraganta, no te recomiendo a Gass. Si por el contrario disfrutas del mero hecho de leer para encontrar gemas en medio de una novela que no parece llevar a ninguna parte, ésta tiene muchas perlas. El estilo de Gass es exuberante: escribe con gusto y es un verdadero placer leerlo y paladear esos momentos que parecen creados para que tú los encuentres y los saborees. Por ejemplo: “Joseph thought Miss Moss hissed. She certainly sailed out of sight. Her world must be flat because she disappeared all at once rather than a bit at a time.” (p. 175). Salvando las distancias, algo así como “Joseph pensó que la Srta. Moss dejaba escapar un silbido al moverse. Ciertamente, zarpaba hasta salir de tu campo de visión. Su mundo debía de ser plano, pues desaparecía de golpe, en vez de hacerlo poco a poco”.

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