19 jul 2017

Territorio del Norte: Notas de un viaje (2)

Bitter Springs (o Fuenteamarga, si se quiere). El olor a sulfuro procede de la putrefacción de larvas de insectos en el fondo.

La distancia desde Darwin hasta Alice Springs, la única ciudad (tiene unos 25.000 habitantes – todo es relativo) en el árido centro de Australia, es de cerca de 1.500 kilómetros. La carretera que las une es la Stuart Highway, que atraviesa una extensísima superficie mayoritariamente despoblada (el Territorio cuenta con área cercana al millón y medio de km2), en la que el viajero solamente encuentra pequeños pueblitos o estaciones de servicio aisladas. Son las llamadas roadhouses. Cuentan con un bar-restaurante, en algunos casos habitaciones de motel y terrenos para acampar o aparcar caravanas y pasar la noche. Cruzar el Territorio del Norte tiene sus retos: por poner un ejemplo, la posibilidad de encontrarse algún animal (sea ganado o sea salvaje) en mitad de una carretera donde los camiones (road trains, de 3 y hasta 4 ejes articulados, que pueden medir más de 55 metros) circulan a 130 km/h, si no más. No hay muchos radares en mitad de ninguna parte.

Mataranka
La primera parada la hago en Mataranka. La población (250 habitantes) ofrece dos lugares para el baño, uno al norte (Bitter Springs, en donde las aguas huelen a sulfuro, aunque no son de origen termal), y al sur, en Mataranka Homestead, Rainbow Springs. A cierta distancia del diminuto centro urbano, Mataranka Homestead atrae a viajeros con espectáculos del gusto de la clase media rural blanca australiana. En la noche en que paré yo, una más que floja banda trataba de amenizar la velada, cuyo colofón puso un virtuoso del látigo.

Sobre la barra del pub en Daly Waters cuelgan sujetadores, calzones, fotos, billetes, gorras, etc.
Desde Mataranka la ruta sigue hacia el sur. Hacemos una breve pausa en Daly Waters, un pub típico del interior de Australia. La vegetación cambia paulatinamente, la distancia entre árboles se amplía conforme el agua se va haciendo más escasa. Aquí comienza el gran vacío, el enorme corazón ‘muerto’ de Australia, que Elliott (unos 300 habitantes) ejemplifica perfectamente. Las distancias entre un lugar habitado y el siguiente son cada vez mayores, y en algunos casos la idea de lugar habitado es algo sumamente elástico. Una típica roadhouse como Renner Springs, fundada en 1871 como avanzadilla de la línea del telégrafo que habría de comunicar el norte y el sur del país, quizás cuente con una población estable de cinco a diez personas.

Hay quien viaja con estilo inconfundible. Un grey nomad en Daly Waters.

Renner Springs roadhouse.
Tennant Creek
160 kilómetros adelante la carretera cruza otro pequeño pueblo, Tennant Creek (unos 3.000 habitantes). El lugar tiene un aspecto decrépito, casi tanto como Elliott. La mayoría de las pocas tiendas que siguen operando tienen las lunas selladas con puertas o enrejados de aluminio para evitar robos y vandalismo. A plena luz del día el lugar parece siniestro, sombrío y falto de esperanza. ¿Quién sabe qué le deparará el futuro?

En un lugar del Territorio de cuyo nombre no tengo ni idea... no vivía nadie ni había nada. Junto a la Stuart Highway.
Karlu Karlu, o The Devil’s Marbles
Cien kilómetros más adelante, la carretera pasa junto a una anécdota geológica de indudable significación cultural y espiritual para las comunidades indígenas locales. Karlu Karlu (The Devil’s Marbles) pudiera simplistamente identificarse como la Ciudad Encantada del Centro de Australia. Llego al Parque Nacional justo en el momento que uno de los guardas se encuentra en plena discusión con un turista de Victoria. El turista le está amenazando y menospreciando. El guarda le explica que solamente cumple con su cometido. Al parecer, el victoriano había tratado de filmar uno de los grupos de rocas desde el aire con su dron, para lo cual es necesario el permiso pertinente, con el que obviamente no contaba.

La erosión es caprichosa con las formas que crea. Karlu Karlu (The Devil's Marbles).
A pocos kilómetros de las Canicas del Diablo se halla Wycliffe Well, otra roadhouse y parque de caravanas. Su origen es interesante: fue creado durante la II Guerra Mundial con el único propósito de servir de huerta para las bases militares que Australia creó en el Territorio del Norte tras el bombardeo de Darwin por la aviación imperial de Japón. El sitio contaba con agua abundante y las tierras eran fértiles. Hoy en día sobrevive como gasolinera, restaurante, tienda de comestibles y bar, además de adjudicarse el extraño título de capital australiana de los ovnis y punto de contacto con los extraterrestres.

Barrow Creek Roadhouse. Según parece, Falconio y su asesino se enzarzaron en una nimia discusión en el bar. Para Murdoch no fue tan nimia: los siguió y les hizo parar en alguna parte al norte, y cuando Falconio bajó de la furgoneta, le disparó a quemarropa.
Barrow Creek
La Stuart Highway sigue rumbo al sur entre las vastísimas extensiones despobladas del outback. Cada tanto aparece tirado como un pobre guiñapo el cadáver de alguna res muerta, sin duda a causa del atropello de uno de los innumerables road trains que vuelan, más que ruedan. No hay nada ni nadie en decenas de kilómetros a la redonda, y es aquí, en algún lugar que nadie ha encontrado todavía, donde quizás estén los restos mortales de Peter Falconio, mochilero británico brutalmente asesinado mientras viajaba con su novia en una furgoneta en julio de 2001. Joanne se salvó de una muerte cierta porque le dio tiempo a esconderse entre matorrales y arbustos espinosos, y pasó allí una noche terrorífica. Incluso en pleno día, estos inabarcables llanos no inspiran demasiada confianza. Imaginar lo que puede sentirse en un lugar así en total oscuridad y con un tipo armado que quiere cazarte no es nada placentero.

Stuarts Well
La Stuart Highway cruza Alice Springs, donde será indispensable reponer la despensa antes de proseguir el camino con rumbo sur y después al oeste. La ciudad se encuentra casi encajonada en medio de las dos vertientes de las cordilleras MacDonell, oriental y occidental. A poco más de 40 kilómetros, en el corazón de estas viejas ondulaciones del suelo, se puede entrar a un increíble tajo en la piedra, Standley’s Chasm. La montaña ha sido erosionada por el agua de un arroyo a lo largo de los siglos, y el resultado es prodigioso. Las MacDonell encierran muchos otros lugares fascinantes, pero si no cuentas con un vehículo todoterreno no es recomendable adentrarse mucho en esta región. Retomamos la Stuart Highway, y tras haber recorrido cerca de 550 kilómetros en un solo día, ya es hora de detenerse y descansar.

Standley's Chasm. Durante milenios, el agua ha cortado la piedra.
Elegimos Stuarts Well, una vieja estación en la antigua ruta de transporte que en el siglo XIX atravesaba el centro de Australia. Para poder realizar la travesía se importaron camellos y guías afganos, pues los caballos europeos no sobrevivían al desierto. Adjunta a Stuarts Well, otra roadhouse que incluye gasolinera, bar-restaurante y parque de caravanas, existe todavía una granja de camellos. Los animales los siguen utilizando en pequeñas y no tan pequeñas excursiones por el outback.

La belleza de los paisajes y horizontes se traslada en forma de arte a las paredes. Obra de Adrian Robertson expuesta en la cafetería del Araluen Centre, Alice Springs. Tuya por $640.
Es viernes noche, y tras una opípara cena de rosbif con salsa y unas verduras, me dispongo a ver el partido de footy. Pero el bar ha sido ocupado por un numeroso grupo de grey nomads. El alcohol los desmelena (a ellas un poco más que a ellos) y pronto el griterío es ensordecedor, mientras cantan (o mejor dicho, aúllan) las canciones de los 70 que escogen en una Rockola. Parece que la noche va a ser larga para algunos. Pero no para mí.


El paso de los días comienza a cobrarse un precio, el cansancio se acumula, pero antes de que salga el sol ya estamos de nuevo en la carretera. Los colores de la tierra, los pocos árboles y el cielo van cambiando de tonalidad conforme la luz del sol va ganándole terreno a la noche. Por unos minutos los rayos del sol iluminan únicamente las copas de árboles y los matorrales, produciendo un efecto extraño, casi sobrenatural. Lo cierto es que todo en el outback parece a veces ser, si no sobrenatural, extraño y hostil, tal como sugiere el nombre: out (foráneo) y back (contrario). Todas las posibles traducciones de la palabra al castellano resultan inadecuadas e imprecisas. Es un lugar único e irrepetible.

18 jul 2017

Reseña: Island of a Thousand Mirrors, de Nayomi Munaweera

Nayomi Munaweera, Island of a Thousand Mirrors (Melbourne: Penguin, 2014). 242 páginas.
La cruenta guerra civil entre los cingaleses y los tamiles en la isla de Ceilán, más conocida en la actualidad como Sri Lanka, es el trasfondo de esta novela, la primera de la autora. Island of a Thousand Mirrors oscila entre lo burdamente melodramático y una narración brillante y rica en matices. Es una lástima que en su momento nadie le diese a la autora indicaciones más estrictas sobre el grueso de la novela y su estructura, muy desigual.

La novela narra las historias de dos jóvenes mujeres: por un lado, la de Yasodhara, de origen cingalés, y por otro, la de Saraswathi, de origen tamil. Está dividida en dos partes, y es por eso que existe un fuerte desequilibrio entre las dos. Saraswathi no hace acto de presencia hasta la segunda parte del libro, en el capítulo 8, cuando la narración de Yasodhara ya ha consumido más de 120 páginas.

El pintoresco pueblo pesquero de Hikkaduwa figura varias veces en la novela. Fotografía de Kalaiarasy. 
Cuando los disturbios y conflictos traen como resultado masacres y represalias, la familia de Yasodhara, que había dado cobijo a una familia tamil a la que arrendaba el piso superior de su casa, sale huyendo camino de los Estados Unidos. La familia tamil, a la que pertenece Shiva, el amor de niñez de Yasodhara, también huye, pero al Reino Unido.

Yasodhara crecerá junto con su hermana pequeña Lanka en California, adoptando las costumbres y vicios occidentales sin demasiadas dificultades. Tras completar sus estudios y sufrir un fuerte desengaño amoroso, Yasodhara accede a contraer un matrimonio concertado, según la tradición cultural de sus padres. Mientras, Lanka también sufre igualmente un desengaño amoroso y se refugia en el arte, para el cual tiene innegables dotes.

Pasan los años y ambas están en un punto de inflexión en sus vidas. Yasodhara descubre que su matrimonio es una farsa, y Lanka decide irse a Colombo a poner su granito de arena en la recuperación del país enseñando a leer, escribir y pintar a niños mutilados por las minas antipersonales. Allí se encuentra con Shiva, que también ha vuelto, y el romance es inevitable. Ante el fracaso de su vida en los EE.UU., Yasodhara regresa también a Colombo para visitar a su hermana y al amigo de su niñez. Esta parte de la trama viene a ser una versión bastante light de las muchas novelas sobre el proceso de diáspora que han surgido en las dos últimas décadas, dada la magnitud de los desplazamientos humanos que los conflictos militares han causado en todo el mundo.

Las olas del Océano Índico en Galle Face. Saraswathi se dirige a Galle Face Green en su último viaje en autobús. Fotografía de  jpaul211.
La historia de Saraswathi es mucho menos trivial. En su aldea del norte de la isla, Saraswathi estudia para algún día ser la maestra del pueblo. Sus tres hermanos han muerto como mártires de la causa de los Tigres tamiles. Es sin duda el orgullo de sus padres. Hasta que una noche llegan soldados cingaleses, que la raptan y la violan. Es aquí donde Munaweera mejor se emplea como creadora: las escenas, narradas en primera persona, son brutales, y es poco frecuente la naturalidad con la que se cuentan el horror y el terror más inenarrables.

Desde ese momento, Saraswathi ha quedado marcada a los ojos de sus padres y de la comunidad local. Cuando los reclutadores de los Tigres tamiles llegan al pueblo, el destino de la joven está escrito. Saraswathi se alista y se prepara en un campamento de entrenamiento militar para cometer un atentado suicida en Colombo.

Velupillai Prabhakaran, cuando era el líder de los Tigres tamiles. 'En los oídos me retumban las palabras de Nuestro Líder: “El miedo a la muerte es la causa de todos los miedos del hombre. Aquel que vence al miedo a la muerte se vence a sí mismo. Es él quien gana la libertad desde la prisión de su mente.”' (p. 185, mi traducción). Fuente: Wikicommons Images.

El problema es que, si en los capítulos 8 y 10 Saraswathi, aparece como una narradora elocuente y segura de sí misma, hacia el final de la novela su voz se desvanece y deviene un mero espectro de lo que ha sido. La trama progresa hacia un final trágico y predecible, y la impresión que me quedó es que el texto final tiene muchas deficiencias que podrían haberse subsanado. Es como si Saraswathi hubiera surgido como un personaje añadido posteriormente, y la autora decidiera no rearmar la novela para acomodar una segunda línea argumental que le habría dado mucho mejores dividendos. No obstante, Island of a Thousand Mirrors tiene muchos elementos a su favor: es una crónica sincera y espeluznante de la guerra civil a través de los ojos de una niña, y Munaweera recrea con acierto la magia de Sri Lanka, sus pueblos marineros, sus paisajes, junglas, comidas, flores y olores. El libro, publicado originalmente en Sri Lanka en 2012, fue posteriormente premiado en 2013 con el Commonwealth Book Prize en su sección de Asia.

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