Richard Flanagan, First Person (North Sydney: Penguin Random House, 2017). 392 páginas.
Aproximadamente a
la mitad de la última novela de Richard Flanagan, el narrador (un negro
literario, como se dice en el ámbito profesional de los libros) dice del
personaje para el que está elaborando su autobiografía:
«Sé que esto hace
que parezca de una manera algo distorsionada, y secreta, un ser sexual. Pero no
era eso, o eso era solamente un aspecto de algo mucho más grande, y que me
aterrorizaba. Era algo más que su mirada insondable, sus ojos clavados siempre
en otra cosa y en ti; ese por el que estar en su compañía era como estar
encerrado en una habitación con un perro enloquecido, que esperase un instante
de descuido tuyo para despedazarte. Era la necesidad que tenía de poseer, de una
forma esencial, a todo aquel con quien se encontraba. A veces daba la impresión
de ser un contagio más que un ser humano. Era como si – tal como Ray me había
avisado – pudiese entrar en ti y una vez estaba dentro ya no pudieses
deshacerte de él.
Era tan fuerte la
repugnancia física que me producía que, cuando tenía que ir al váter, usaba el
baño que había dos plantas más abajo con tal de evitar el que él frecuentaba.»
(p. 199-200, mi traducción)
Quizás se trate
de una mera coincidencia, pero la noción del contagio en estos tiempos que
corren es rabiosamente actual (podría haber escrito «vírica», ¿pero no sería de
mal gusto?). La premisa de First Person estriba precisamente en la relación
entre el escritor por encargo, Kif Kehlmann, y el delincuente de quien ha de
escribir la autobiografía, y está de hecho inspirada en la vida del propio
Flanagan.
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Johann Friedrich Hohenberger, alias John Friedrich, llegó a ser condecorado con la Medalla de la Orden de Australia. Fotografía procedente del Informe Anual de 1987-88 del National Safety Council of Australia. |
El ganador del Booker en 2014, natural de Tasmania como Kif, escribió
por encargo un libro de memorias de un tal John Friedrich, un estafador alemán
que fingió su propia muerte antes de emigrar a Australia, donde siguió timando
y engañando a quien se le cruzaba en el camino. A Flanagan, que por entonces
con apenas 30 años era un joven escritor desconocido, le encargaron el libro y
le dieron seis semanas para terminarlo. Como en el caso de Heidl en First
Person, Friedrich se suicidó antes de completarse el libro.
Buena parte de la
parte central de la novela avanza a paso lento, es como un río en su curso
medio que gira y gira en meandros no siempre fascinantes. Pienso que Flanagan
podría haberse ahorrado algunos paralelismos con su propia vida, como el hecho
de que su propia esposa (como Suzy, la de Kif Kehlmann) estaba embarazada de
mellizos en la época en que aceptó el encargo de escribir las memorias de
Friedrich. En lugar de amplificar el fundamento argumental y temático, representa
una digresión.
Con todo, hay en
la novela frecuentes observaciones en torno a la siempre enrevesada cuestión de
deslindar la invención de los hechos del hecho de la invención. Confiesa Kif
cuando más lejos se siente de poder ser capaz de terminar el libro:
«Todo lo
concerniente al libro era una enorme y variada confusión: esquinas de páginas dobladas,
páginas que faltaban. Ya nada parecía estar limpio ni claro. Por pura costumbre,
aunque estaba abandonada y muerta, volví a la mesa del comedor en la que había
estado trabajando algunas noches en las ajetreadas semanas recientes. Miré mis
notas, retomé las páginas del manuscrito más reciente y, aunque no me sentía
bien, comencé a recortar un poco aquí y agregar unas frases allá; escribía un
par de oraciones y después varias series de párrafos. Me sobrevino una especie
de estado de ánimo como de ensueño. Cuanto más inventaba a Heidl en la página,
más se convertía la página en Heidl, y más se convertía Heidl en mí: y yo en la
página, y el libro en mí y yo en Heidl. Por primera vez en mi vida sentía la terrorífica
unión que siempre había anhelado como escritor, pero que nunca había conocido. Todo
se haciendo más y más ambiguo: su vida, el libro, el sentido de quién era yo y
qué estaba haciendo. Mi primera novela, ya me estaba dando cuenta, había pecado
de autobiográfica, pero ahora temía que mi primera autobiografía se estaba
convirtiendo en una novela. Todo de desdibujaba y después se disolvía, y cuando
finalmente volvió a retomar una forma me encontraba conduciendo el Nissan
Skyline ya durante la madrugada rumbo a Bendigo.» (p. 270, mi traducción)
Como en el hecho auténtico
del suicidio de Friedrich, también Heidl se quita la vida. No es ningún spoiler,
el dato aparece en las primeras páginas. Lo verdaderamente crucial en la novela
es ese contagio al que he hecho referencia al principio de la reseña: si Kif considera
a Heidl una especie de parásito (¿un germen? ¿un virus?) que conquista la identidad del escritor,
la experiencia que debemos apuntar es que el escritor mismo deviene un monstruo,
un ser sin sentido moral que se aprovechará de los demás y los exprimirá a su
antojo. ¿Radica en eso la creación exitosa de personajes de ficción? No estoy
tan seguro.
Enfrentado a una
persona que juega a esconderse y ocultar, a mentir e inventar su personaje
público, a poner un espejo ante quien le observa e interroga, Kif recrea el personaje
tras su muerte, añadiendo pincelada tras pincelada: la construcción de una base
de lanzamiento de cohetes de la NASA; el magistral engaño a los bancos que financian
proyectos inexistentes sobre la base de vistosos señuelos de armamento y
maquinaria; la evidencia ficticia de haber colaborado con la CIA en turbios
asuntos en Asia, y siempre la sospecha de que Heidl asesinó a uno de sus
colaboradores a sangre fría.
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No, no es mi doble. ¡Es Richard Flanagan en enero de este año! Fotografía de Cartarescu1234. |
Pero lo que First
Person transmite sin duda alguna es una enérgica ira, un enorme enfado frente
al sistema socio-económico del mundo en que hasta hace pocas semanas vivíamos: «un
mundo donde algo había terminado y otra cosa, algo inimaginable, estaba
comenzando, contra lo cual no teníamos fuerza alguna para actuar, pero que podíamos
únicamente observar, esperando a despertar y gritar, sin saber nunca que de
hecho estábamos siendo condenados a vivir una pesadilla que nunca terminaba, a
habitar un mundo en el que ningún corazón sabía cómo tocarse con otro corazón.»
(p. 366, mi traducción) Es ese el mensaje que Flanagan, quien con frecuencia
escribe para The Guardian Australia, quiere que nos llevemos, y no cabe duda de
que es muy pertinente. Quizás excesivamente pertinente.