11 feb 2025

Reseña: Final Cut, de Charles Burns

Charles Burns, Final Cut (Londres: Jonathan Cape, 2024). 224 páginas.

Si naciste en la década de los 60 o los 70, seguro que recordarás alguna de las películas de ciencia ficción anteriores a aquella época, que contaban con unos muy rudimentarios efectos especiales que posiblemente hoy en día harán reír a esos críticos ‘virtuales’ que se esconden tras la IA. Burns sitúa esta historia en esa época: dos amigos de la secundaria, Brian y Jimmy, son aficionados al cine y, de hecho, han hecho sus pinitos con la cámara Super 8 (¡Ay, aquellos tiempos!) rodando sus propios films a modo de homenaje muy personal a un género que adoran.

Están por todas partes, pueden ser tus vecinos... Y sus intenciones no son nada buenas.

Mientras que Jimmy es un presuntuoso y bullicioso fanfarrón, Brian es un chico silencioso y en apariencia reservado. Brian quiere hacer otra película, llamada Final Cut, y se toma el proyecto con absoluta seriedad. En una velada cinematográfica en su casa a la que ha invitado a algunos amigos conoce a Laurie, atractiva pelirroja de la que se enamora en el instante en que ella quiere ver un autorretrato que Brian está haciendo de sí mismo en la cocina, observando el reflejo de su imagen en la tostadora eléctrica.

La vida de Brian...

No todo es perfecto en la vida de Brian: vive con una madre alcohólica y no goza de un estado idóneo de salud mental. Tras conocerla, Brian se empeña en que Laurie sea la estrella de la película, que va a ser un homenaje a Invasion of the Body Snatchers (1956). El lugar escogido para rodar está en las montañas, en una cabaña cerca del lago. El lugar es perfecto para paisajes extraterrestres y para la idea de película que Brian quiere hacer: «The movie is about my head… It’s about all the fucked-up shit going on inside my head.» [La película trata sobre mi cabeza... Va de toda la jodida mierda que llevo en la cabeza.]

En España, la película se estrenó como La invasión de los ladrones de cuerpos.

La narración se sirve de una construcción lineal interrumpida por las ensoñaciones y la imaginación de Brian. A veces, la línea que separa la historia real se difumina y entra en los sueños de Brian, y se repiten motivos y escenas. La storyboard que Burns construye destaca por su colorido y figuras, pero abundan también las sombras y la atención al detalle y los gestos de los personajes. Con ello consigue generar una atmósfera de temor y sospecha.

En tus sueños, Brian.

En resumen, la historia oscila entre la filmación y la obsesión de Brian por Laurie, esto es, el deseo sexual. Final Cut es un profundo homenaje al cine y a la historia del género de la ciencia ficción.

A Happy Ending for the Final Cut?

7 ene 2025

Reseña: The Case for Open Borders, de John Washington

John Washington, The Case for Open Borders (Chicago: Haymarket Books, 2023). 251 páginas.

«Ahora mismo, tú te encuentras donde te encuentras porque, o bien tú, o bien tus padres, o bien tus antepasados, emigraron ahí» (p. 220, The Case for Open Borders, mi traducción).

Si has asentido (siquiera levemente) tras leer la cita anterior, debes de tener bastante claro el hecho innegable de que la Historia de la humanidad es en buena medida una de continuas migraciones. El fenómeno contemporáneo del cierre a cal y canto de fronteras es la reacción conservadora a una característica muy propia de los seres humanos (la movilidad) con consecuencias profundamente negativas. Ese es uno de los mensajes centrales de este estudio de John Washington.

Es infrecuente encontrar libros como este, que elabora una intachable propuesta positiva para que el lector considere la mera posibilidad de que los gobiernos de muchos países del mundo abran sus fronteras o, al menos, las conciban de manera muy diferente a la que predomina: lugares violentos donde la muerte, la represión y el racismo campan a sus anchas.

Washington aborda de manera elocuente y cuidadosa la cuestión y elabora su propuesta en torno lo que son, a grandes rasgos, cuatro ejes argumentales incontestables: la historia de la formación de fronteras, y los aportes de la ciencia económica, climática y política en torno a la frontera y la migración.

En el primer caso, la formación de muchos estados modernos (democráticos, si se quiere, como por ejemplo, Australia) es el producto de más o menos largos procesos de desposesión y de asimilación forzosa y violenta de tierras de pueblos autóctonos. Pero las fronteras siempre han sido movedizas. Una curiosidad que se le podría ofrecer a John Washington podría ser indagar en el hecho de que haya tantísimas poblaciones españolas que llevan la frase «de la Frontera» en su nombre, demostración irrefutable de que esa frontera se fue desplazando con el paso de los siglos.

En las estribaciones de la Serranía: La Frontera, Cuenca. Fotografía de Diego Delso.

Económicamente, la migración (inmigración y emigración) es positiva. Es algo innegable. Washington cita un sinnúmero de datos y estudios que lo prueban. La historia económica de Australia en los siglos XX y XXI —y las tendencias recientes del estado español— lo demuestran. Sin inmigrantes, Australia apenas lograría anotar unas décimas de crecimiento en su PIB. Por otra parte, Washington plantea un importante cambio en las políticas occidentales respecto a la supuesta protección de fronteras y los enormes gastos militares que conllevan: «Si los Estados Unidos, la Unión Europea y Australia despojaran de financiación sus aplicaciones fronterizas y sus presupuestos militares, liberarían enormes cantidades de dinero que podrían gastarse en la creación de puestos de trabajo, la financiación de escuelas, la mitigación del cambio climático, reparaciones y en las artes, además del fortalecimiento responsable de las comunidades foráneas de las que huye la gente» (p. 166, mi traducción).

Washington avisa además de los considerables movimientos de personas que la catástrofe climática global parece estar causando ya. Intentar preservar la integridad de esas fronteras cerradas traerá muy probablemente más conflictos violentos (tanto internos como externos) y será causa de periodos de crisis económica más frecuentes y largos.

Finalmente, desde un punto de vista político, el libro analiza las flagrantes contradicciones del capitalismo tardío en términos de fronteras: mientras que el dinero, las materias primas, la tecnología y multitud de productos manufacturados y artículos sujetos a las leyes de la propiedad intelectual cruzan las fronteras sin ninguna clase de cortapisas, las mismas reglas no se aplican a las personas que trabajan en su producción. La apertura irrestricta de las fronteras, según la plantea Washington, es una condición necesaria para la creación de una sociedad futura más justa e igualitaria. Y el autor va incluso más lejos: «La migración no autorizada, sea la de solicitantes de asilo que huyen para salvar sus vidas o la de pobres que buscan mejores oportunidades, debe ser entendida como un acto radical. Es un acto individual, con frecuencia impulsado por la necesidad, pero constituye también un agravio y una subversión de un violento sistema de subordinación colonial» (p. 182, mi traducción).

Uno se pregunta, al fin y al cabo, por las razones que llevan a tanta gente a defender la bajeza moral de las políticas de cierre a ultranza de fronteras. Y uno sospecha que el motor principal de esa bajeza es el racismo. «Buena parte del mundo […] ha aprendido que el racismo es un mal absoluto, y sin embargo muchos todavía lo asumen abiertamente o excusan la deshumanización y la discriminación mortal que se basa en el lugar de nacimiento de una persona» (p. 200, mi traducción). Es algo que, lamentablemente, uno puede percibir muy de cerca —yo lo hago, incluso en mi familia política.

A veces, un libro puede cambiar un poquito el mundo. Si por casualidad llega a tus manos The Case for Open Borders, léelo y compártelo.

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