26 ene 2013

Australia, 26 January 2013

National Museum of Australia, Obj. nº 1987.0011.0001
En este 26 de enero de 2013, Día de Australia, reproduzco traducido al castellano un extracto del editorial del periódico de Melbourne The Argus, del 17 de marzo de 1856, y que el magistrado y poeta Peter Gebhardt incluye en un artículo titulado 'A national day of shame' publicado el pasado jueves.

“Nunca hemos escuchado en el Consejo Legislativo debate alguno que más nos provocara sentimientos de amarga indignación, que el que tuvo lugar en torno a la suma dedicada a los aborígenes en los presupuestos. Durante mucho tiempo hemos sido de la opinión de que, en tanto que un pueblo, somos culpables de las más baja mezquindad y deshonestidad en el trato que le damos a esta desdichada raza. Y dicha impresión fue fuertemente reverdecida por la escena a la que nos referimos – por la despreciable cantidad que los ocupantes actuales de esta colonia otorgan a sus poseedores originales, por la indecente frivolidad por la que se caracterizó todo el debate en torno a dicho asunto. Estos pobres infelices tienen, evidentemente, muy pocos amigos. Es de justicia dedicar un momento a la exposición de su causa.

Pareciera que nunca se presenta el hombre blanco…de forma más rematadamente despreciable que en sus relaciones con sus hermanos menos desarrollados. Toma posesión de la tierra por costumbre. Altera el curso de los ríos, ahuyenta los animales de caza, erige cercas, elimina la vegetación y pone sus cultivos, abre las entrañas de la tierra, y se lleva una riqueza incalculable, mientras que los ocupantes originales de esas tierras, no solamente observan con impotencia todo esto, sino que se hunden, emponzoñados por vicios nuevos y arruinados por enfermedades exóticas, hacia un exterminio prematuro. Y nosotros – un pueblo cristiano – una raza devota, magnánima e inteligente – que cuenta con una historia que podemos rememorar, y un talante que apuntalar – nos quedamos inmóviles, callados, ¡y no sentimos el oprobio y el pecado de esa actitud!

Cuanto más pensamos en este asunto, es tanta la humillación y la irritación, que no puede ser tratado de manera atemperada. Si el así llamado 'salvaje' es lo suficientemente astuto como para negociar un precio por su tierra, mi magnánimo europeo condesciende en comprarla. Si el habitante autóctono es tan ingenuo y poco precavido que no estipula los términos de pago, le viene muy bien a la pureza anglosajona tomar la tierra sin pagar por ella. Si estos hombres de piel cobriza tienen tanto conocimiento de la civilización que ya saben del valor de las propiedades, e incluso más, si tienen tantos conocimientos de la guerra que los hicieren peligrosos, Rostro Pálido se lleva la mano a la cartuchera. Si los aborígenes son intelectualmente torpes y carecen de fuerza física, ¡el hombre blanco no considera que sea vergonzoso robarles! Lo que para una naturaleza verdaderamente noble sería causa adicional para prodigar un trato justo e incluso generoso – dada la indefensión y la falta de sofisticación de esos a los que desposeemos – se ha convertido para nosotros – qué vergüenza produce reconocerlo – en ocasión para el engaño y la enajenación fraudulenta.

Afirmamos que en las circunstancias actuales, este país le ha sido descaradamente robado a los negros. Si hubiesen sido como los maoríes de Nueva Zelanda o como los indios de Norte América, tendríamos que haberles comprado la tierra, y haberles dado medios de subsistencia cuando la tomamos. Mas como resultaron ser débiles, pobres e inexpertos, los hemos desalojado sin pago ni recompensa alguna. Protestamos contra esto en tanto que es un acto de tan cobarde y sórdida tiranía – de una deshonestidad tan vil y flagrante – como el mundo ha visto y verá. Nosotros, el pueblo de esta colonia, tenemos en esta instancia la posición de embusteros y timadores, y no mereceríamos que esta tierra, que ha sido adquirida tan indignamente, prosperase con nosotros.”


Desde 1856 a 2013 las cosas han cambiado, pero no tanto. Como dice Peter Gebhardt, "Washing the blood away doesn't wash away the stain", es decir, que por mucho que se haya lavado la sangre, la mancha permanece (Macbeth de esto sabía lo suyo).

Por el futuro de mis hijos, que han nacido en esta tierra, yo me niego a celebrar la injusticia en la que se fundamenta esta Australia en 2013.

23 ene 2013

Reseña: El amor verdadero, de José María Guelbenzu


José María Guelbenzu, El amor verdadero (Madrid: Ediciones Siruela, 2010). 584 páginas.

Que la narrativa española actual más conocida presenta por lo general un panorama, si no desolador, al menos muy preocupante, no debe de ser noticia para nadie. A las listas de los libros más vendidos me remito. Realmente es difícil encontrar un novelista cuya obra reciente merezca el calificativo de excelente, o simplemente muy buena.

Pudiera ocurrir que un lector habitual de novela española, harto ya de añagazas pseudometafísicas (Fin o Marcos Montes, por poner dos ejemplos que fueron en su día muy populares) o de malabarismos narrativos con un cierto deje narcisista (Ejército enemigo), lea, todavía con alguna esperanza, alguna reseña en esos suplementos culturales que todos conocemos, y que opte por dar algún crédito a lo que le dicen en ellas los “expertos”.

El amor verdadero es la primera novela que he leído de José María Guelbenzu, quien hace acto de presencia de manera muy habitual con sus reseñas en Babelia. Es también muy probable, dicho sea de paso, que sea la última, al menos en mi caso. Y no es que sea rematadamente mala. Nada de eso. Guelbenzu tiene mucho oficio, pero no me resulta notable. Para mí, tras haber leído El amor verdadero, no es un autor imperdible.

Con un planteamiento en principio harto ambicioso, Guelbenzu busca abarcar casi sesenta años de historia de España a través de una narración plagada de múltiples puntos de vista, de la vida y la relación de un matrimonio, Andrés Delcampo y Clara Zubia, quienes repetidamente admiten que el otro es el hombre/la mujer de su vida. Nacidos ambos en un pueblo castellano en los primeros años de la durísima posguerra, Andrés y Clara quedan emparejados gracias al hechizo que lleva a cabo el tío de Clara, Cadavia. Más que el azar, Guelbenzu nos quiere dar a entender que es el tesón pasional  de ambos, Andrés y Clara, lo que los empuja a encontrarse en Madrid cuando empiezan a hacer vida propia como estudiantes universitarios. Una pareja de “personas corrientes, no…vulgares”, cuya lealtad, respeto y afecto mutuo son la envidia de casi todos los que los conocen. Pero, ¿son realmente tan leales y fieles como parece?

Así como en sus inicios El amor verdadero cautiva en parte por la brillantez del lenguaje, y en parte gracias a un aciago episodio de posguerra que la niña Clara describe, y cuya importancia queda un tanto diluida, al aparecer casi trescientas páginas después, la novela se desdibuja por momentos, en tanto que Guelbenzu insiste en recargar la narración con detalles de anécdotas y chismorreos sobre prácticamente cada uno de los personajes secundarios, además de alguna que otra disquisición moralizante en torno a la política española de la transición y los primeros años de la democracia. Podría apuntarse también que el texto se hubiera beneficiado de una revisión con espíritu crítico: en concreto, en el primer capítulo de la Primera Parte, la machacona inclusión de frases introductoras (“En el despacho.” “En la galería.”) para indicarle al lector dónde tiene lugar el diálogo que sigue. Son totalmente superfluas, y por tanto son un incordio.

Por otra parte, tanto bailoteo de voces narradoras (son tres: Andrés, Clara y un narrador omnisciente, en ocasiones un pelín condescendiente) y de posicionamientos temporales terminó por incomodarme. A mi parecer, cuando el autor obliga a que cada dos o tres páginas el lector tenga que adaptarse a una voz narradora “distinta” – lo pongo entre comillas porque no son tan diferentes, exceptuando algunos pasajes muy bien trabajados (he ahí el buen oficio novelista de Guelbenzu al que aludía antes), corre el riesgo innecesario de cansar al lector.

Incluso los primeros monólogos interiores de Clara Zubia me parecieron un poco acartonados, les faltaba vida: el abuso de los coloquialismos y las frases hechas no es suficiente para dotar de vida a un personaje:

“Lo cierto es que me gusta Andrés, me encanta Andrés, estoy enamorada de él, pero tiene que sufrir. Hasta que no sufra no hay tu tía. Si a los chicos les pones las cosas fáciles, preparate a que te dejen colgada o, lo que es peor, te tengan ahí aparcada mientras ellos vienen y van. No es que a mí me guste este plan, es que las cosas son así.” (p. 107)
“Voy a trincar a Andrés, ya está bien de jugar al gato y al ratón, o sea, a la gata y al ratón. Aunque también lo puedo dejar para después del verano, sí, buena idea, que espere un poco más […] reconócelo Clara, te encantaría pasar el verano con él. Pero ¿dónde? ¿Sin dinero? Es un sueño. Qué asco ser jóvenes.Andrés es terco y no se apea fácilmente de sus errores. Pero si el tío Cadavia se decide a ayudarme, idea que se me acaba de ocurrir, podemos adelantar acontecimientos.” (p. 120-1)

Hay que reconocer no obstante que a medida que avanza la novela, el personaje de Clara va cobrando dimensiones gratamente sorprendentes, hasta convertirse en el personaje principal, muy por encima de Andrés, al cual Guelbenzu no consigue en mi opinión separar plenamente de esa condescendiente tercera voz narradora, la voz omnisciente que al final se nos revela, à la Melville en Moby Dick, como Asmodeo.

Hay otros aspectos de El amor verdadero que merecen comentario, como algunas interesantes referencias metaliterarias a la situación actual de la literatura española (me pregunto si el propio Guelbenzu habrá caído alguna vez en las malas prácticas que critica por voz de su personaje Mateo Perdiz), y las numerosas citas de obras poéticas, generalmente bien ajustadas al contenido de la novela.

Por lo demás, y como es ya habitual en demasiadas ediciones españolas, hay unas cuantas erratas y gazapos de edición, algunas gordas (“una día tan bueno” (p. 134), “se alienan botellas” (p. 315), “atravesando por un periodo” (p. 310), o “ni un sólo comentario” (p. 380)).

El amor verdadero atraerá a muchos lectores poco exigentes, no me cabe ninguna duda. Es una historia con indudable interés, pero con una estructura cansina, un tanto fatigosa. En ocasiones al texto le falta frescura, y posiblemente le sobren muchas páginas. En pocas palabras, a mí no me convence.

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