Patrick Flanery, Fallen Land (Londres: Atlantic Books, 2013). 422 páginas.
Con frecuencia
los prólogos de muchas novelas no aportan gran cosa: suelen ser una especie de gestos
estéticos o guiños narrativos que buscan captar la atención del lector (o quizás,
más bien, la del editor). En Fallen Land,
el prólogo nos sitúa en el año 1919, y describe un violento linchamiento
extrajudicial en el contexto de una época de disturbios raciales en el interior
de los Estados Unidos. El lugar es una ciudad de Nebraska (¿Omaha?), aunque Flanery
no lo especifica en momento alguno. Sin embargo, en el prólogo se nos dan unas
coordenadas de lo que esta tensa narración irá deparando a lo largo de 400
páginas.
No es muy difícil
señalar a posteriori, que el prólogo, escrito con algo de ironía y buenas dosis
de distanciamiento, parece aludir a uno de los temas recurrentes en la sociedad
estadounidense: la violencia como algo cotidiano, la violencia como rutina
normalizada y asimilada en la vida diaria. Los sucesos del 11 de septiembre de
2001 no han ayudado en modo alguno a que decrezca la omnipresencia del terror
en las vidas de los norteamericanos, y no necesariamente el causado por
barbudos fundamentalistas nacidos en otras partes del mundo.
Como en el caso
de Australia, en los EE.UU. la libertad y la oportunidad de muchos se asienta
en la rapiña y la desposesión de otros; cuando el nuevo Primer Ministro australiano – sí, el boxeador seminarista que contará para gobernar con todo un supositorio de conocimientos – asevera que “éste es nuestro país, y decidimos
quién viene aquí”, mi respuesta tácita es “será vuestro país, pero no es – ni
nunca lo será – vuestra tierra.”
En plena crisis
de las hipotecas basura, una familia de Boston decide mudarse al midwest para progresar en sus carreras
profesionales. Julia investiga en el campo de la inteligencia artificial, y
Nathaniel trabaja para una corporación que abarca todas las áreas imaginables
en las que la iniciativa privada pueda sacar sustanciosos beneficios económicos
exprimiendo y reduciendo a la mínima expresión el concepto de administración
pública. Tienen un chico de siete años, Copley – bautizado con el nombre de la
plaza de Boston donde se halla el hotel donde sus padres lo concibieron tras una
fiesta de Nochevieja a principios del siglo XXI. Un magistral guiño irónico de
Flanery (al menos esa es mi opinión).
Los Noailles
compran su nueva casa en una subasta a través de una agente inmobiliaria. La
casa es enorme en comparación con el apartamento en el que vivían en Boston; es
también la primera edificación de un nuevo barrio ideado por Paul Krovik,
promotor inmobiliario y mediocre constructor que a las primeras de cambio lo
pierde todo (su negocio, su propia familia y su casa) y desaparece.
Pero en realidad Krovik
no ha desaparecido. Escondido en un bunker subterráneo anexo a la casa, Krovik
sueña con recuperar el sueño de su vida: la casa, la familia, el negocio, la
autoestima. Con los nuevos propietarios ya instalados en la casa, Krovik emerge
noche tras noche, incrementando paulatinamente su gama de actividades
destinadas a echar a los Noailles de la que él considera todavía su casa.
Otros padres de
familia tomarían más en serio lo que su hijo pequeño les cuenta, pero Nathaniel
sospecha que es Copley el que durante la noche desbarajusta los muebles y causa
quebraderos de cabeza derramando la leche en la pila de la cocina, o dejando
los grifos abiertos y las luces encendidas. No se ha adaptado a su nuevo
entorno, dicen, pese a que Copley asegura una y otra vez que hay un gigante
escondido tras el muro de la despensa. Flanery ejecuta un interesante juego de
reflejos al adentrarnos en el pasado traumático del padre, quien sufrió el
abuso físico y psicológico infligido por ambos padres.
Desde el punto de
vista técnico, Fallen Land es también
una novela interesante, aunque estructuralmente no resulte completamente
perfecta. Flanery adopta varias voces narradoras para contar la historia: hay
un narrador externo y omnisciente, con diferentes perspectivas para los
diferentes personajes, lo cual supone a veces una pega por la fluctuación
inherente a dicha estrategia. Hay también fragmentos narrados en primera
persona por Louise Washington, la mujer cuya tierra Krovik compró y a quien el
municipio – en un trabajo subcontratado a la empresa para la que trabaja
Nathaniel – finalmente expulsa de su casa antes de demolerla. Y un muy trabajado
capítulo, supuestamente escrito a modo de confesión por Julia, la madre, cuando
ya el matrimonio, ambos cónyuges desquiciados por el vandalismo que suponen inexplicable
e increíblemente causado por Copley, empieza
a naufragar.
Pero quizás lo
que más llame la atención de Fallen Land
sea la muy cabal descripción de la América de pesadilla que se intuye tras los muchos
elementos distópicos de la novela: una compañía privada que espía a sus
empleados y a otros ciudadanos, y que basa el incremento exponencial de sus
beneficios en mantener a la población reclusa en una situación de esclavitud casi
permanente; una escuela propiedad de esa misma corporación en la que se imparte
una pedagogía de corte fascista que prepara a los niños para servir en esa
misma compañía privada; unos EE.UU. donde un vecino puede denunciarte por ser
extranjero y parecer sospechoso después de haberle invitado a una barbacoa. El
retrato que pinta Flanery de la sociedad estadounidense contemporánea es
aterrador. ¿Cuán distinto es de la realidad?
Te invito ahora a
leer el prólogo de Fallen Land
(título de indudables resonancias bíblicas) en mi versión traducida al
castellano.
1919
En lo que el
escritor y erudito James Weldon Johnson denominó el ‘verano rojo’ de 1919, varias
ciudades se vieron azotadas por disturbios raciales a lo largo y ancho del
país, y aquí, en esta ciudad regional entre dos ríos, con la que por aquel
entonces era, a excepción de Los Ángeles, la mayor población urbana de negros
al oeste del Misisipi, una muchedumbre airada de unos cinco mil blancos empeñados
en linchar a dos hombres de raza negra, Boyd Pinkney y Evans Pratt, prendió
fuego al juzgado del condado. Pinkney y Pratt trabajaban en uno de los
almacenes de empaquetado de carne de la ciudad, y habían sido arrestados por
violentar a una chica blanca de doce años, quien se retractó ya de mayor, y
confesó que los hombres no habían hecho otra cosa que decirle hola cuando ella
los había saludado. A los dos amigos los colgaron de un árbol a las afueras del
juzgado, despellejaron sus cuerpos y los quemaron antes de arrojarlos al río, donde
estuvieron dando vueltas a la estela de los barcos de vapor para terminar enganchados
en las ramas que se levantan como brazos y piernas descarnados en las aguas
poco profundas y fangosas, atestadas de mosquitos, que se extienden desde las
orillas, en medio de un intenso hedor a podredumbre.
Aquel mismo día
Morgan Priest Wright, el alcalde, un gentilhombre granjero de sesenta años de
edad al que habían elegido el año anterior en una lista reformista, fue
linchado por tratar de intervenir en defensa de los acusados, en cuya total
inocencia creían él y unos cuantos funcionarios locales. El juzgado fue pasto
de las llamas, y Wright huyó en su Studebaker azul, marchándose de la ciudad y
refugiándose en su granja, donde se cobijó con los arrendatarios que laboraban
sus tierras en el sótano de piedra construido como refugio en caso de tormenta debajo
de su casa. La historia guarda silencio sobre la serie de acontecimientos que llevaron
a Wright y a uno de los labradores, George Washington, de veinticinco años de
edad, a ser sacados a la fuerza del sótano y colgados de un álamo próximo a la
casa de Wright, la cual inmediatamente fue quemada por desconocidos. Freeman
iba vestido con ropas de mujer, y a los dos hombres lo ataron juntos, cara a
cara, y allí los dejaron colgando después de que la muchedumbre se retirara. El
hermano de Freeman, John, y su cuñada Lottie, que eran también arrendatarios de
Wright, se habían ausentado de la granja cuando los disturbios, y se hallaban
en un condado vecino visitando a la familia de ella. Camino de casa en el Ford
T de Wright que él les había prestado, pudieron ver el humo desde la distancia
y, ya advertidos de los disturbios, se temieron lo peor. No podrían haber
imaginado que tanto el patrón como su propio hermano estaban muertos, ni que la
casa a la que de forma discreta habían sido invitados en varias ocasiones, ya
no estaba en pie. Para cuando John y Lottie llegaron a su casa, la casa de
Wright había sido consumida por las llamas, mientras que su propia cabaña, sita
en la parte baja de la colina y en el límite de la granja, seguía en pie y casi
intacta, exceptuando algunas ventanas rotas. Levantando la vista hacia el
álamo, de unos doce metros de altura, del que colgaban muertos George y el Sr.
Wright, los dos cuerpos atados juntos y retorciéndose con el viento que una
tormenta de final de verano estaba levantando, John le dijo a Lottie que
esperara en casa con los niños mientras él investigaba.
Mientras John se
alejaba del árbol del linchamiento y de las ruinas del hogar del alcalde,
descendiendo la colina en dirección al granero con la intención de coger una
escalera para poder cortar las sogas y soltar a los dos cuerpos, oyó un fortísimo
ruido atronador, “calamitoso y catastrófico, como una catarata de ruido”, y
sintió que la tierra vibraba bajo sus pies. Cuando se dio media vuelta, el
álamo de doce metros de altura en la cima de la colina había desaparecido, y
desde la posición que ocupaba John la tierra parecía descarnada, devastada. El
regreso a la granja había sido traumático, y pensó que quizás estaba sufriendo
algún tipo de trastorno mental debido a su pérdida. Al acercarse al lugar donde
debería haber estado el árbol, pudo discernir una amplia sombra oscura en la
superficie de la tierra, como si la hierba se hubiese calcinado en un círculo
perfecto; sospechó que un fuego divino y purificador había tomado al árbol y a
los dos hombres muertos juntos en una llamarada demoledora, un suceso de
combustión espontánea causado por Dios. John había visto arder pajares durante
los años de sequía, sabía del fuego que ardía sin llamas en los montones de
desechos que había en los linderos de la granja, había oído hablar incluso de
los grandes pinos que estallaban de pronto de manera inexplicable. Pero cuando
se acercó, vio que la tierra no estaba en modo alguno calcinada; había
desaparecido. Donde había estado el árbol había ahora un agujero, una enorme
oquedad, y al escudriñar por encima del borde del agujero pudo distinguir la
copa del árbol, y el tronco entero, y a los dos hombres atados que colgaban de
él, tragados todos por la tierra. Freeman llamó a Lottie, que vino a la
carrera, y los dos se asomaron al agujero durante un buen rato, intentando
decidir qué hacer, observando las ramas hundidas del árbol y escuchando el desdichado
silencio de la granja, en la que incluso los estorninos y los mirlos se habían
callado. Conforme el viento se levantaba y las gotas de lluvia agujeraban la
tierra y golpeaban la piel de aquella pareja con tanta fuerza que les dolía,
decidieron que no había nada que hacer hasta la mañana siguiente.
Al día siguiente,
mientras la lluvia derramaba su cortina sobre las sinuosas formas de la granja
y anegaba las ruinas calcinadas de la casa de Wright, John y Lottie Freeman
regresaron con sus hijos a la ciudad en el Ford T de Wright para informar de
las muertes de su hermano George y del alcalde. La fuerza policial local, reforzada
por la Guardia Nacional pero abrumada no obstante por los acontecimientos de
los tres días precedentes, en los que habían ardido un mínimo de treinta casas
de la ciudad y del área colindante, no dejaron de mostrar cierta comprensión
por la situación en que se hallaban John y Lottie. Escoltados por el sheriff y
varios oficiales, volvieron a la granja, donde dos de los agentes del orden
público, bien asegurados con cuerdas, bajaron al interior del socavón y se
encaramaron a las ramas del álamo, y desde allí confirmaron la presencia de los
cuerpos y la identidad del alcalde. El sheriff comprendió que John y Lottie
nada tenían que ver con las muertes, que en ningún modo eran responsables de
ellas, y que nunca se haría justicia; alguien sugirió que desenterrar a los dos
hombres de su inusual última morada daría lugar a preguntas que la comunidad no
quería enfrentar, para las que nunca podría hallar respuesta, y únicamente
crearía más tensión entre las razas, puesto que el espectáculo de un hombre
negro y uno blanco, patrono y arrendatario, atados juntos en el momento de
morir, no tenía una fácil explicación. Se acordó que lo mejor para todas las
partes involucradas era dejar los cuerpos tal como estaban, y rellenar el
agujero con los restos humeantes de la casa de Wright y con tierra de los
campos colindantes. Los oficiales ayudaron a John, y mientras despejaban las
ruinas de la casa, descubrieron la caja fuerte de Wright, la forzaron con una
palanca y encontraron una última voluntad y testamento, un documento algo
chamuscado pero todavía legible, por el cual dejaba todas sus propiedades,
incluidas la granja y todos sus edificios, a George Freeman, y en el caso de
que falleciera George Freeman, a su hermano y también arrendatario John. El
propio sheriff era nombrado albacea, y como el hombre no quería otra cosa que
el retorno de la paz a una ciudad que se le había escapado de las manos, vio
que no tenía ningún sentido admitir impugnación alguna a los deseos finales
expresados por el difunto alcalde, tan poco ortodoxos como resultaban ser. Y
así, Poplar Farm pasó íntegramente, sin anuncio público alguno, a manos de John
y Lottie Freeman, hijos de esclavos.
El juzgado del
condado fue reconstruido al año siguiente. Ningún hombre blanco subió al
estrado por los sucesos del otoño anterior, mientras que en una granja al oeste
de la ciudad se colocaron dos pequeñas losas de granito para señalar el lugar
donde un árbol y dos hombres yacían sepultados en una tierra de promesa austera
y de muerte.
12/05/2106: El libro se ha publicado recientemente en castellano como Tierra hundida, en Galaxia Gutenberg, en traducción de Isabel Ferrer y Carlos Milla.